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Cuestión de confianza

JUAN CARLOS SIERRA | Alberto Torres Blandina (Valencia, 1977) es eso que llamamos un autor todoterreno, uno de esos escritores que lo mismo le da a la prosa, que a la poesía, que a la literatura infantil, que al ensayo; parece que solo le falta meterse a autor dramático para que no le falte ningún género por tocar. Tampoco descartaría, en cualquier caso, que tuviera alguna obra escrita metida en un cajón o guardada en un archivo de su ordenador de trabajo literario, porque él sabe que en su oficio alimenticio, el de profesor de Secundaria, hay que hacer mucho teatro.

Dejando a un lado las especulaciones, por el momento parece que Alberto Torres Blandina ha preferido el ensayo para reflexionar sobre su trabajo diario como profesor y hemos de adelantar que le ha salido un libro de lo más sugerente titulado El arte de educar a estúpidos. Pareciera desde el mismo título que existiera una clara intención provocadora, que estuviéramos ante una boutade epatante, por el aparente menosprecio que contiene, pues cualquiera podría concluir que aquí hay un profesor que insulta a sus alumnos, que los llama estúpidos, pero creo que en realidad se trata solo ante un gancho -¿una trampilla editorial?-, porque el subtítulo lo pone todo en su sitio: Una crítica sociológica para recuperar la confianza en la educación. Entiendo que esta crítica sociológica no va contra el alumnado, como se podría colegir apresuradamente en un primer momento, sino que apunta más bien en dirección contraria, en concreto trata de devolver al alumnado su papel protagonista y responsable en su proceso educativo, apuesta por restaurar su dignidad como ser pensante, racional, inteligente, capaz e, insisto, responsable. Si repito tan inconvenientemente desde un punto de vista estético la palabra ‘responsable’ es porque creo que es uno de los conceptos clave del libro de Blandina. ‘Responsable’ -me reitero- deriva del latín responsāre, es decir, vendría a significar algo así como el que es capaz de responder, de contestar por sí mismo, sin intermediarios ni muletas y mucho menos sin sustitutos. Esto aplicado al objeto principal del ensayo, el alumnado, significa esencialmente que los chavales no son tontos, que llegados a una edad saben lo que se puede o no hacer, lo que se debe o no hacer, lo que les conviene o no; de modo que serían dignos de la confianza de los demás, en concreto de la del resto de la sociedad adulta, empezando por sus propias familias, porque solo así, en ese sortilegio mágico entre responsabilidad y confianza -tanto monta- se podrán formar plenamente como ciudadanos capaces de afrontar problemas y de intentar resolverlos sin esperar a que vengan otros a que se los solucionen, porque (¡pobrecitos!) no van a saber, les va a doler, se van a equivocar,…

            Esto que parece tan obvio, tan de cajón, resulta realmente ajeno, casi extraterrestre, según Alberto Torres Blandina, en los entornos educativos en los que nos movemos habitualmente en España -a diferencia de otros territorios europeos algo norteños, fríos y fundamentalmente de tradición tirando a luterana-. Y es aquí precisamente donde creo que el ensayo acierta en lo más profundo: el sistema educativo de un país, en este caso el nuestro, no surge de la nada, no es un ente independiente extirpado de las dinámicas sociales, sino que se encuentra absolutamente enraizado en estas. La gran virtud del libro que nos ocupa se halla, pues, en ahondar en el juego de espejos que se establece entre una sociedad y su sistema educativo, expresado de forma explícita en el caso español en unas leyes educativas de una caducidad peligrosamente efímera que reflejan una mezcla dañina de control, sobreprotección, castigo/recompensa,… En resumidas cuentas, una legislación que da fe de una llamativa falta de confianza en sus educandos y que, por tanto, cercena la necesaria responsabilidad de estos para con su propia formación como sujetos sociales.

Pero no solo se sospecha de la incapacidad de los chavales. Las suspicacias de esta sociedad, en particular las de buena parte de las familias -sus presiones, sus miedos, sus paranoias,…-, se extienden al profesorado y a los equipos directivos. Nada muy diferente, sin embargo, a lo que sucede en otros ámbitos: quién no ha escuchado en redes sociales a los charlatanes que niegan la eficacia de las vacunas o a los pediatras sin estudios que corrigen el diagnóstico del pediatra titulado, a quién en un paseo tranquilo por la ciudad no lo ha acompañado un arquitecto sin título que ha puesto a parir el criterio constructivo y estético de, por ejemplo, la cúpula del Reichstag de Norman Foster o, finalmente, quién no ha oído en los campos de fútbol a los entrenadores de barra de bar que menosprecian la pizarra de Pellegrini. En fin, todo apunta a que somos un país de listos profesionales que siempre llevan razón -su razón- y que, por lo tanto, serán incapaces de confiar en los demás, ni en sus jóvenes ni en sus profesionales -¿qué va a saber un profesor de dar clase?, por ejemplo-.

            Evidentemente, el libro que nos ocupa tiene más capas de análisis. Quiero decir que no se debe reducir a lo apuntado en los párrafos anteriores, aunque sí creo firmemente que es lo que sustenta y da coherencia al conjunto del ensayo. Sea como fuere, todo lo tratado en El arte de educar a estúpidos aparece bien argumentado, bien razonado, bien ejemplificado, lo que contribuye a generar confianza en el lector hacia el libro y su autor. Esto no significa que uno tenga que estar de acuerdo necesariamente con todo lo expuesto, ya que hay aspectos que pueden chirriar como, por ejemplo, el reproche a los profesores universitarios que desde sus cátedras y despachos dan lecciones a los profesores de Primaria y Secundaria acerca de su labor, algo así como si un arquitecto tuviera que enseñarle su oficio a un carpintero -aproximadamente-. Pero no pasa nada. El ámbito en el que se mueve el ensayo de Blandina es dialógico o dialéctico, ya que aspira sobre todo a conversar con el lector lejos de dogmatismos.

            En esta charla amistosa y animada, a veces se repiten los argumentos, se reiteran ciertas ideas o se abren espacios para la digresión, como el dedicado entre las páginas 72 y 78 a la función esencial -y defensa, por tanto- de la Filosofía en el mundo tecnológico que nos ha tocado vivir. Podría achacarse, entonces, falta de sistematización a Alberto Torres Blandina en su ensayo, pero es lo que tiene el tono ligero, que no simplón, ágil, desenfadado y cómplice que pretende imprimir el autor a su obra. Para tratados graves sobre pedagogía ya están, supongo, los de esos profesores universitarios de los que abomina Blandina.

En cualquier caso, El arte de educar a estúpidos es un libro bien interesante que se lee con un lápiz en ristre para subrayar las ideas que nos servirán para tirar de nuestra vida cotidiana, independientemente de que nos dedicamos o no a la enseñanza, o para discutir con ella con toda confianza.

El arte de educar a estúpidos. Una crítica sociológica para recuperar la confianza en la educación. (Barlin Libros, 2024) | Alberto Torres Blandina | 115 páginas | 15 euros

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