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De caza en Yoknapatawpha

big woods

Seguimos en 1955 celebrando nuestro VI Aniversario. En esta ocasión hemos enviado a Rebeca García Nieto a los «Grandes bosques» de Yoknapatawpha, a cazar relatos junto a William Faulkner. Pero no os preocupéis: si se pierde, nuestra estadista lleva consigo el reloj roto de Quentin Compson a modo de perfecto «condensador de fluzo».

(…) y cogí el reloj, todavía boca abajo. Golpeé su cristal contra la esquina de la cómoda y recogí los trozos de cristal con la mano y los puse en el cenicero y retorcí las manecillas y las arranqué y las dejé en el cenicero. El reloj seguía haciendo tic tac.” (William FaulknerEl ruido y la furia)

REBECA GARCÍA NIETO | No es fácil para una mujer adentrarse en el bosque. Sin haber leído lo suficiente a Thoreau. Sin ser Caperucita. A decir verdad tampoco está muy bien visto en los tiempos que corren. En este bosque la gente es famosa por andar a la zaga. No en vano, el personaje que interpreta Gene Hackman en Arde Mississippi decía que para estar en la misma franja horaria que los habitantes de esta región, habría que retrasar el reloj al menos un siglo. Yo, que siempre llevo en el bolsillo el reloj con las manecillas rotas de Quentin Compson (una especie de condensador de «fluzo» de bolsillo), me he rezagado… aunque no tanto.

Me conformo con haber vuelto a 1955 para cubrir el lanzamiento de Big Woods, el nuevo libro de relatos (de caza) de William Faulkner, al otro lado del charco. Confieso que siento auténtica admiración por el americano y nunca me decepciona, ya escriba de ciervos o de los Snopes. Vamos, que en vez de ser de Valladolid parece que he nacido en el pueblo ese de la sierra de Albacete en el que es verdadera devoción lo que hay por Faulkner… Además, la caza está también de moda por estos lares. Este año, sin ir más lejos, el Premio Nacional de Narrativa ha sido para Diario de un cazador, de ese otro gigante de las letras que es Miguel Delibes, así que con mucho gusto me voy de cacería al Mississippi.

Lo primero que llama la atención de estos Big Woods es que resultan familiares. El lector de Faulkner tendrá en todo momento la sensación de pisar terreno conocido, no sólo porque los relatos transcurren en el mítico condado de Yoknapatawpha, sino porque han sido publicados anteriormente. Así, el primer relato, «El oso», y casi todos los demás aparecían ya en Desciende, Moisés, aunque algo modificados. El protagonista de «El oso», Isaac McCaslin (Ike, para los amigos), es un niño que acude ilusionado de cacería dos veces al año con la esperanza de ver, y tal vez matar, al viejo Ben, el oso que da título al relato. El viejo Ben es “un anacronismo, indomable, invencible, salido de un tiempo ya muerto, epítome y apoteosis de la salvaje naturaleza”: en cierto modo, es la herencia que Ike ha recibido de sus mayores, un antepasado mítico al que todos, en secreto, respetan y admiran –aunque finjan salir a acabar con él dos veces al año igual que otras familias americanas se reúnen en Navidad y en Thanksgiving… El oso es, en definitiva, una especie de padre al que todos temen e idolatran a partes iguales.

Las cacerías en las que Ike participa son un rito de iniciación para entrar en el mundo de los mayores. Algunos de los adultos que le acompañan son también conocidos para el lector de Faulkner: el mayor de Spain, que trabajaba para los Snopes,  el viejo coronel Compson… de la ilustre estirpe de los Compson, famosos por fracasar en todo lo que emprendieron “salvo la longevidad y el suicidio”, y Sam Fathers, que, aunque no es el padre de Ike, lleva la paternidad en el apellido. Sam es descendiente de indios nativos y esclavos afroamericanos, así que el hecho de que Ike, blanco, lo tenga como figura paterna sugiere cierta reconciliación con ese pasado de esclavitud y mestizaje.

En el siguiente relato, «Gente de antaño», nos vamos de caza con el primo segundo de Ike, Cass Edmonds, que al ser dieciséis años mayor que él y haber vivido los tiempos de la esclavitud, le cuenta a Ike viejas, o no tan viejas, historias de linchamientos y otras barrabasadas. En «A bear hunt», en cambio, nos topamos con un Faulkner al que no estamos tan acostumbrados. El tono cómico del relato resta dramatismo a las historias que lo rodean. En esta ocasión, un hombre blanco es apaleado por otro hombre blanco porque el primero le había recomendado consultar con unos indios para que le quitasen el hipo… Con el último relato, «Race at morning», llegamos al presente. Como es sabido, en los cincuenta, en vez de ir de caza, los niños van al cole y los mayores jugamos al póker. Y conectando los relatos, un prólogo, una serie de textos y un epílogo que cuentan la historia -el declive, más bien- del Mississippi, una tierra que, como sus gentes, se ha quedado obsoleta. En el epílogo, Ike es ya anciano, la civilización le está comiendo terreno a la naturaleza y los bosques corren el riesgo de desaparecer del mapa… como Marty McFly en aquella foto.

A pesar del tono de lamento, Faulkner se muestra más apocado, más medido, que en sus obras anteriores. Llama la atención que en la versión de «El oso» que aparece en Big Woods eliminase la sección cuarta del relato tal y como fue publicado en Desciende, Moisés. En esa parte, tal vez la más polémica para la época en que vivimos, se habla del pasado de los McCaslin: el abuelo de Ike, Lucius Quintus Carothers McCaslin, engendró una niña con una esclava, luego cometió incesto con ella y tuvo una niña que, si mis cálculos no me fallan, era a la vez su hija y su nieta. También es la parte en que Ike decide renunciar a la herencia de su plantación para hacerse carpintero como san José… Algunos críticos relacionan esta moderación del tono de Faulkner con el hecho de que ganara el premio Nobel hace ya seis años. Según ellos, el menor grado de corrosión de los libros que Faulkner ha escrito después de 1949 es una especie de daño colateral del galardón: al saberse leído por un gran número de lectores, ha empezado a medir el alcance de sus palabras.

No obstante, pese a que en esta ocasión la voz de Faulkner no suene con la misma fuerza que en sus grandes obras, sigo sintiendo por él la admiración reverencial que el pequeño Ike sentía ante Old Ben. William Faulkner es el Pedro Páramo de muchos escritores (Pedro Páramo es, como sabrán, otra de las grandes novedades editoriales de este año), el padre literario que algunos no cesamos de buscar, la medida de todas las cosas… Aunque ahora sólo tiene diez años, en un futuro no muy lejano Pierre Michon dirá que encontró un padre o un hermano en ¡Absalón, Absalón!, “algo así como el padre del texto (…) Al amparo de su sombra, y, como quien dice, cogido de su mano, comencé a escribir”. Michon tomará de Faulkner la fuerza y, sobre todo la voz, esa “voz despótica de eso que se ha dado en llamar la literatura”. Mi incursión en Big Woods me ha servido para conocer a un Faulkner que quizá es menos Faulkner que en otras ocasiones, pero cuya voz sigue estando en las alturas, muy por encima de otros grandes escritores. También me ha permitido ver atardeceres que, como dirá dentro de veinte años ese otro aficionado a las piruetas temporales que es Thomas Pynchon, están en peligro de extinción: “Atardeceres como éste ya difícilmente volverán a verse. Una puesta de sol tipo siglo XX en todo su esplendor y pureza, una de esas pocas que fueron pintadas en lienzos muy parecidos a la realidad: paisajes del Oeste norteamericano, la tierra aún estaba libre, el ojo todavía era inocente y la presencia del Creador resultaba mucho más directa. (…) Sí, claro, el Imperio emprendió su camino hacia el Oeste… ¿qué otra dirección podía tomar sino la de esos atardeceres vírgenes para penetrarlos y mancillarlos?”.

Con todo el dolor de mi corazón, vuelvo a mirar el reloj de Quentin para volver a mi época. Me queda la esperanza de volver a estos parajes en sueños, como se dice que le ocurría a Breece D´J Pancake… Y si no, bastará con abrir de nuevo el libro, porque los libros, ya se sabe, son el mejor condensador de «fluzo» del mundo.

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