VICTORIA LEÓN | Giacomo Leopardi (Recanati, 1798 – Nápoles, 1837) es una de esas figuras gigantescas y fundamentales de las que resulta muy difícil hablar sin incurrir en retórica de manual de historia de la literatura, hasta tal punto es vasta la influencia del autor de los Cantos y el Zibaldone. Este pequeño volumen, que recoge un texto diarístico de juventud y un poema coetáneo estrechamente ligados, permite acercarse a él de un modo muy distinto. Porque el que encontramos aquí no es el gran poeta y pensador al que estamos acostumbrados, sino su antecedente ingenuo y lleno de pasión confusa que aún no sabe explicarse a sí mismo: el muchacho enamorado que fue una vez y que dejó su autorretrato en estas páginas que escribe para sí, aunque al mismo tiempo estén teñidas de una intensa y delicada envoltura literaria. Pues, al fin y al cabo, para el joven Leopardi, como para cualquier joven poeta aún inexperto en el mundo, todo intento de hallar explicación a nuevas emociones a través de la indagación introspectiva pasa, necesariamente, por recurrir a las sombras de la caverna de la poesía, que son la única realidad que ha experimentado hasta entonces.
El jueves 11 de diciembre de 1817, cuando contaba diecinueve años, Leopardi conoció a Geltrude Cassi Lazzari, joven prima de su padre que pasó unos días de visita en su casa y con la que tan solo compartió algunas horas de anodino encuentro social. El domingo, cuando ella está a punto de marcharse, comienza a escribir un diario donde trata de poner palabras a la estupefacción que a la vez lo fascina y consume. “Si esto es amor —no lo sé—, es la primera vez que lo experimento a una edad en la que puedo entregarme al sentimiento y hacer algunas consideraciones […] Y descubro que el amor es más bien amargo, y que siempre seré su esclavo”, escribe.
Llama la atención que no es la mujer individual, a la que que apenas ha llegado a tratar, el origen de aquella convulsa y violenta experiencia psicológica, sino el contacto con el arquetipo estético que esta encarna y que se convertirá en puro catalizador de su creatividad. Será el rostro de un ideal que ha adoptado los rasgos de la mujer concreta el que describa una y otra vez para intentar preservarlo en la memoria en sus más mínimos detalles, el que se le aparezca en sueños y el que invada su pensamiento en cada página. Pues no es en la vida, sino en el arte, donde aspira a adorar al objeto de su pasión. Y ese templo es el que parece proponerse construir en el poema de cuya composición paralela nos va hablando en el diario.
“Los versos de Leopardi no solo son apasionados, amorosos y tristes, sino elegantísimos y perfectísimos de hermosura; la cual veía Leopardi escasa, confusa y fugitiva en el Universo, y en el arte, purificada, limpia y permanente”, escribía Juan Valera en Sobre los Cantos de Leopardi sintetizando a la perfección el sentido de la creación artística que ya en este texto juvenil vemos fraguarse en el poeta. El arte como compensación de la vida, acaso como constatación, como quería Pessoa, de que la vida no basta.
Como digno descendiente de la estirpe de Petrarca, lo que Leopardi descubre ante todo en esa especie de revelación que le supone el hallazgo del amor, es que el amor lo eleva: “Procuro, en fin, retener todo lo que puedo aquellas imágenes amadas y dolorosas que ahora huyen de mí: creo que gracias a ellas mis pensamientos son ahora mejores, que mi espíritu se eleva por encima de lo usual y que mi corazón se ha abierto más a las pasiones”, nos dice. Por eso se aferra al dolor, temeroso de que lo abandone y que con él desaparezca su potencialidad creativa. No quiere que regresen el sueño ni el apetito. Tiene miedo a olvidar, aunque desde el principio sabe que acabará olvidando. Pues ha descubierto que en esa “ciega codicia del todo insaciable”, o incluso “enfermedad de la mente”, como llega a llamarla, acaba de encontrar una de las llaves de la habitación vacía del universo, pero también de la poesía. El eterno amante desgraciado ha hallado por vez primera en el recuerdo recurrente de esa dulce amargura el que acaso será para él uno de los más terribles secretos de la existencia. Y pone así este libro al alcance del lector la experiencia de la vida y la del arte como espejos enfrentados y complementarios en una personalidad apasionante como es la de Leopardi.
Transcurridos los nueve días que recogen las entradas sucesivas del diario, el poeta finaliza su relato: “Concluyo hoy esta conversación que he mantenido conmigo mismo para aliviar el corazón y conocerme a mí mismo y mis pasiones”. De las cenizas de la experiencia ha surgido el poema titulado “El primer amor”, que el 29 de diciembre nos dice que ha dado a leer, ya acabado, a su hermano Carlo. Esta edición lo recoge también al final del diario ofreciendo el bellísimo texto italiano junto a la traducción. Lo que permite recorrer completo el interesante camino psicológico que ha conducido a esa transformación de vida en arte. La vieja metamorfosis catártica. El universal viaje hacia adentro en busca de la forma exterior con que convertir emoción y experiencia en objeto poético.
El final de este camino iniciático son ciento cuatro vibrantes versos endecasílabos de perfecta y marmórea factura clásica, encadenados en tercetos como la Comedia del Dante. Poseen la misma frescura sentimental y juvenil del diario y su mismo carácter vivencial (Tornami a mente il dì che la battaglia / d’amor sentii la prima volta…). Pero son ya mucho más que eso. Son el doloroso abrazo del vacío y el desamparo capaz de crear belleza incluso desde el sentimiento de la nada del que nace la poesía de Leopardi. Sus ecos todavía no han dejado de resonar en nosotros.
Recuerdos del primer amor (Acantilado, 2018), de Giacomo Leopardi | 64 páginas | 10 euros | Traducción de Juan Antonio Méndez