ILYA U. TOPPER | Madame,
Usted nos engaña. En la solapa de su novela –sí, dice novela– pone claramente que usted nació en Alejandría en 1945. Pero basta con tornar las primeras cuatro o cinco hojas para que entre los recuerdos de infancia de la nena que comía erizos de mar en la playa de Abu Kir surja el motivo de no poder viajar a Europa «porque hay guerra». Y cuando las nacionalizaciones de Egipto en 1956, usted viaja con su madre a Italia, en una apenas disimulada huida, y es una adolescente. Que en el siguiente capítulo empieza su vida nueva en Milán, a los 17 años y medio.
Es decir, usted, Madame, nació en 1940 y se ha quitado cinco años en el pasaporte, por coquetería. Algo que ya practicaba su madre que, según usted cuenta, aún en su lecho de muerte le tuvo que decir al doctor: «Lo siento, doctor, he mentido tanto sobre mi edad a lo largo de mi vida que ya no me acuerdo».
La hija, por cierto –es decir, usted– tampoco se acuerda: viene usted de una familia que no archiva certificados de nacimiento, porque en su mundo, los papeles son una mera circunstancia, una casualidad; lo habitual es no conocer el país cuyo pasaporte se lleva en el bolsillo de la chaqueta de lino. Ustedes pertenecen a esa raza de apátridas por arriba: los que tienen demasiados países como para quedarse con uno solo. Pero apátridas al fin y al cabo. Ustedes forman parte de la única etnia del Mediterráneo que no solo no tiene tierra sino tampoco idioma ni religión, ustedes nacen hablando italiano, francés, árabe, griego e inglés, van al colegio de Nuestra Señora de Sión, donde las monjas, llevan flores a los cementerios judíos y no creen en dios alguno. Ustedes son levantinos.
Entre regatas de vela, jornadas de pesca y el gasto a manos llenas para hacer honor al apellido familiar –porque un levantino ha de ser rico, esto es su destino–, ustedes no creen siquiera en el dios del dinero, que se acaba ganando y perdiendo por los caprichos de la geopolítica. Como los de Nasser, que hizo Egipto grande de nuevo, y el mundo árabe de paso, pero a costa de que Egipto, para siempre ya, dejara de ser Egipto y se convirtiera en un país árabe.
Este mundo ha desaparecido, Madame, y usted nos lo cuenta. Permítame decirle: me saben a poco las migajas de recuerdos que nos trae. El pescado en la playa, alguna palmera, los mendigos ante su casa, el sirviente árabe que, como es de costumbre en las buenas familias, es como si fuera de la familia. Y las ensoñaciones ante las fortalezas donde las naves de Napoleón intercambiaron cañonazos con las de Nelson. Treinta páginas, y ya. Nos hallamos en Italia, donde empieza una nueva vida.
Eso sí, no sabe lo que le agradezco haber vertido en palabras el proceso de venir de otro mundo –esas playas, esas ensoñaciones, esa Ilíada cuyos versos nos son más cercanos que los titulares de los periódicos, esa infancia apátrida que nadie en el colegio de Milán quiere ni podrá entender– y buscar ser parte de una civilización concreta, limitada, estrecha, presa en sus propios pequeños horizontes. La italiana, pongo por caso. Aceptar las consecuencias, buenas o malas, tanto monta. Cambiar de idioma para siempre. Olvidar que se sabía árabe o griego. Fingir que no se conoce otra cosa. Elegir la vida que a los demás les fue dada en la cuna. Ser una más. Créame, Madame, que sé lo que es.
Atrás quedan los sueños de batallas navales, atrás La Triomphante, ese bello buque de otro siglo, con cañones por banda y a toda vela. Cuando éramos niños quisimos triunfar, Madame, ¿verdad? y luego vinieron los pequeños pasos, el trabajo en un periódico, los intentos de labrarse poco a poco un nombre, el paso a la sala de máquinas, donde se tiene un buen sueldo y una vida interesante, pero que no es lo mismo que triunfar. Y de esa sala, de la dirección técnica o comercial de las casas de edición ya no se sale, solo se sube, se llega de Milán a París, se llega a la cubierta más alta, sí, se pasan buenos momentos, el coche que una quiere tener para poder manejar la vida propia como un volante (sí, el mío fue blanco también, y también lloré el día que lo desguazaron), tal vez una noche en el desierto de Palmira, tal vez un paseo por Venecia con un amante que es artista y con el que se puede tener un amor posible. Porque también esto lo suscribiría: «Los reproches y los chantajes en nombre del amor me resultan insoportables, no entiendo que se sufra por sufrir. Mi forma de amar es primitiva: posible o imposible, gloriosa o trágica. Los estadios intermedios me parecen superfluos». Chapeau, Madame.
Esto vale incluso para Egipto, para Alejandría, donde regresamos cuarenta, sí, cuarenta años después de haberle dicho adios desde la cubierta de aquel barco, cuando éramos apenas una niña. Y la sensación, qué bien la conozco, no es siquiera de dolor: «Ahora era incapaz de intentar hacerme un injerto con el fantasma de mi juventud». Del árabe, dice, le queda una canción infantil con palabras ya que no reconoce.
Siempre nos quedará Italia: porque ahí es donde regresamos, a un pueblo de la costa mediterránea, un poco de olor a algas y anclas y viñas. Por despecho: tras tantas décadas en París, Francia le niega a usted, la apátrida venida a más, su pasaporte. Así que apurando los setenta, nos dedicamos a observar a los críos que se dan chapuzones y jugamos a ser coleccionista de postales decimonónicas de La Triomphante, este buque que una vez quisimos ser y nunca fuimos. La vida era esto, ¿verdad, Madame? Aunque a usted le quedan aún cinco años para llegar a la edad en la que concluye la novela, según lo que afirma su fecha de nacimiento en la solapa de esta novela –sí, dice novela– y la Wikipedia.
A propósito de la Wikipedia: podría haber mirado antes, pero no lo hice por respeto. Y ahora que miro veo que usted nos ha engañado de verdad. No con la fecha de nacimiento: nos ha metido una andanada entera desde barlovento. Porque la niña protagonista de este libro no es usted. Usted nació realmente en 1945, sí, pero miente cuando dice que se quedó toda la vida en la sala de máquinas de las grandes editoriales. Usted las dirigía: Gallimard, Flammarion, usted fichaba a los autores que luego ganarían el premio Goncourt o el Medici, tiene unos cuantos en su lista, usted negociaba entregas y lanzamientos con Michel Houellebecq, Yasmina Reza o Catherine Millet. La jefa, le decían a usted. Porque fue usted, Madame, quien durante un par de décadas decidía para todo el mundo qué es la literatura francesa. Si quiere, usted decidió qué era, para nosotros, Francia.
Usted hizo verdad sus sueños de gloria de cuando era una niña jugando con erizos de mar en la orilla de Alejandría. Sin dejar de ser apátrida. Lo que ha hecho en la novela es dibujar aquella otra vida suya, la que pudo haber sido y no fue… porque usted triunfó, por esas corrientes y vientos de la vida, donde igualmente podría haber naufragado. Mi rendida admiración, Madame, y quizás pueda añadir que también en mi estudio, el único cuadro en la pared es un poster enmarcado de Corto Maltés.
La Triunfante (Anagrama, 2016), de Teresa Cremisi | 200 páginas | 16,90 euros | Traducción de Jordi Terré
Extraordinaria reseña del admirable Llya Topper. Sí, todo con adjetivos mayúsculos. Qué gusto leer críticas de este porte y nivel. Por piezas así, Estado Crítico tiene muy buena ‘prensa’. Y toda mi confianza.
Es sencillamente genial descubrir las imposturas de un autor o autora, poder desentrañarlas y alertar al lector. También resulta admirable seguir el hilo sin autoengañarse cayendo en clichés establecidos en la primera parte. Esta crítica significa un ejercicio de inteligencia y honestidad, que estimula a la lectura y hace de la crítica literaria una de las bellas artes y la más denostada.
¡Felicidades, Ilya!