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De fronteras y de naufragios

ILYA U. TOPPER | Pague uno, llévese dos. Sínora es un libro doble en varios sentidos. Ya el título viene en dos idiomas a la vez: griego y turco. Sinora significa ‘Frontera’ en griego, pero con la ortografía solo ligeramente modificada —es fácil imaginar que al pronunciar suene casi igual— también lo significa en turco: sınır.

Es un libro escrito desde ambos lados de la misma frontera. Esa frontera que en la parte terrestre traza el río Evros, que tiene dos nombres —es Meriç en turco— y en el resto, el mar Egeo y los arrecifes entre la costa anatolia y las islas griegas, tan cerca que parece que se pueden tocar.

Andrés Mourenza, periodista casi desde que tiene uso de razón, no solo ha visitado ambas orillas de este río, de este mar. Ha vivido tiempo en ambas, ha aprendido los dos idiomas con fluidez. Sumando tres años de corresponsal en Atenas y un total ya de 16 años en Estambul. Y por eso mismo, el libro tiene la rara virtud de estar escrito con el corazón en ambos lados. En la eterna pugna entre griegos y turcos, tan hermanos y tan enemigos, Mourenza no queda neutral: toma partido por los dos. Por los dos pueblos vapuleados por tantos gobernadores, generales y guerras. Y nos recuerda que si bien conocemos, quizás solo vagamente, el drama de la expulsión de los griegos de Anatolia, acelerada por una despiadada destrucción de todo lo griego por parte de la soldadesca turca en 1922, poco nos ha llegado de la destrucción de todo lo turco por la soldadesca griega un año antes, cuando Atenas intentó convertir en territorio nacional propio la franja occidental de Anatolia. Aquí lo leemos.

La reconstrucción minuciosa pero vívida de cómo se ha creado la frontera en el lugar casual y circunstancial por el que transcurre hoy es sin duda lo mejor de este libro. Con minucioso no me refiero a que se pierda en detalles, sino que cada detalle que ilustra la historia está documentado con precisión y mimo, desde documentos o libros de la época a testimonios de los descendientes, de griegos y turcos de hoy que recuerdan lo que hicieron sus abuelos. Un tesoro rescatado del olvido que nos abre los ojos. Porque demasiado fácil es pensar que esta franja fronteriza es una linde natural, un mar, un río, es normal ¿no?

No. Hasta la movida década de 1920, sacudida aún por las explosiones de la I Guerra Mundial, a nadie se le habría ocurrido que aquí debería haber una frontera. Y mucho menos una frontera entre dos pueblos. Como mucho, una demarcación entre dos Estados que acogieran ambos pueblos y unos cuantos más. Porque entonces los Estados aún eran polífonos.

Por eso mismo, el subtítulo «Historias de la frontera de Europa y de las personas que la habitan» es ligeramente equívoco o, mejor dicho, nos traslada a la actualidad. Porque cuando en 1923, terminada la guerra de la independencia turca, liderada por el general Mustafa Kemal Atatürk (nacido en Salónica, hoy Grecia), se estableció esa linde, aún nadie pensaba que delimitara «Europa». Y si se usa el término en el sentido político de hoy, como concepto político, social, incluso ideológico, no cabe duda de que a ambos lados de esta frontera se hallaba y se construía Europa.

Porque el «intercambio de población», que hoy llamaríamos limpieza étnica, ese inmenso movimiento humano que trasladó a millón y medio de griegos desde Anatolia a Grecia y muchos cientos de miles de turcos de Grecia y Balcanes a Anatolia, era un proceso acordado mutuamente entre los gobiernos de Ankara y Atenas: ambos compartían una visión muy en boga entonces de que un Estado debe ser una «nación» formada por un «pueblo», hoy diríamos etnia. Turcos y griegos. Aunque como nos recuerda Mourenza, quién era turco y quién era griego se definía no por la lengua, sino por la religión. Por enarbolar ambos esta ideología europea, los Estados separados por esta frontera son ambos, políticamente, Europa.

La peregrina idea de que Grecia es Europa y Turquía no, solo cobra sentido en la otra parte de este libro doble: la que observa el flujo, casi digo peregrinación, de inmigrantes asiáticos hacia esta franja cargada de historia. Con asiáticos quiero decir sirios, paquistaníes, afganos, aunque desde luego también hay somalíes, eritreos, hasta marroquíes. Para ellos sí que el Evros y las pocas millas de mar entre Anatolia y Lesbos son el abismo que separa Europa del resto del mundo.

Esta historia se ha contado muchas veces: en reportajes, en documentales, cine, libros y casi novelas. Por supuesto, Sínora es una de las mejores miradas sobre este fenómeno, quizás la mejor: Andrés Mourenza se ha pasado muchas jornadas, reiteradamente, durante años y años, en los sotobosques a ambos lados del Evros, en las playas egeas, con las familias dispuestas a embarcar y con las que ya llegaron al otro lado, a los terribles centros de acogida —si es que se puede usar una palabra tan hermosa para un lugar tan terrible— de Lesbos.  Combina la descripción viva, cercana, apasionada, con la conciencia despierta del periodista que consigna el dato, compara, contrasta, investiga y pone el contexto. Es el libro casi definitivo si hablamos de la inmigración en esta franja de Europa: las vías elegidas por los migrantes, los métodos de las mafias, los intentos de poner puertas al campo, los crímenes de la «devolución en caliente» (o en frío, vista la temperatura de río y mar), las expulsiones ilegales, el racismo.

Lo que no me convence es el concepto que subyace a la propuesta de unir en una sola obra estos dos libros, el de la creación de la frontera greco-turca en 1919-2023 y el de la inmigración en 2010-2020. Porque no se trata de dos ensayos impresos en el mismo volumen. Desde la primera hasta la última página, ambos trabajos se entrecruzan, se solapan, se ilustran mutuamente. Es fácil evocar la imagen de una columna de refugiados griegos, con maletas y enseres, que cruza Tracia para buscar una nueva patria en lo que les han dicho que es su país, y compararla a la de las familias sirias —sí, a veces son columnas enteras— que noventa años más tarde hacen el mismo camino.

Pero este recurso de ilustrador que superpone imágenes oculta una profunda diferencia. Sabemos, porque Mourenza nos lo cuenta con admirable precisión, por qué anatolios y tracios tuvieron que intercambiar sus lugares de morada, por qué ambos se convirtieron en refugiados en la tierra del otro. Se llama nacionalismo o, si queremos, espíritu de nación, voluntad de fundar dos Estados modernos, homogéneo cada uno y distinto del otro. Los pueblos víctima de esta idea no tuvieron elección.

Los inmigrantes que hacen ese mismo camino hoy vienen impulsados por motivos completamente distintos. En el caso de los sirios aún puede ser comparable, porque son refugiados, expulsados de su tierra por las armas. Pero reducir al concepto de «refugiado sirio» los cientos de miles de migrantes que han pasado por estas orillas sería simplificar demasiado; hay activistas, incluso políticos, que al hablar del fenómeno se escudan en que todos los migrantes de países más pobres que Europa son, por definición, refugiados, da igual de qué huyen, o de qué quieren alejarse, y por lo tanto todos deben ser tratados igual. Una propuesta solo aparentemente ética que por supuesto no ha redundado en beneficio de los verdaderos refugiados sino en su detrimento. Mourenza, periodista, no activista, por supuesto no cae en este discurso facilón.

Pero conforme avanza la lectura me queda la sensación de que al qué, cuándo, cómo, quién, le falta el por qué. Algunos de los sirios llegan directamente desde el frente de Alepo, cierto, pero otros muchos llevan ya tiempo en Turquía legalmente, y aún así se arriesgan a perder todo, desde los ahorros a la propia vida, para cruzar a un país en el que vivirán —las descripciones de Sínora no dejan lugar a dudas— peor, muchísimo peor, que en Turquía. Evidentemente, su meta no es Grecia sino Alemania. ¿Vivirán mejor, mucho mejor, en Alemania? ¿Se les legalizará inmediatamente, tendrán trabajo, serán acogidos, son los alemanes menos racistas que los turcos, los griegos, los pueblos balcánicos? (Y por cierto, ¿por qué tantos migrantes se ahogan cada año intentando cruzar el Canal de la Mancha? Son los británicos más acogedores y menos racistas que los alemanes?)

Sínora se publicó el mismo mes —febrero de 2020— en que una nueva oleada de migrantes, columnas enteras con enseres, mantas, maletas, marchó hacia el río Evros, en una imagen que quizás recordase más que nunca  la de aquellos griegos y turcos expulsados. Andrés Mourenza estuvo allí, como estuvimos muchos periodistas. Y pudimos constatar que el motor que impulsa a este nuevo movimiento de poblaciones enteras va mucho más allá de una necesidad económica. Muchos sirios que llevaban una década viviendo en Turquía vendían sus propiedades —sí, ya habían adquirido propiedades— para acabar desposeídos y derrotados a orillas del Evros. Desesperanzados.

Qué los impulsó, quién los consiguió convencer, con qué quimeras y falsedades, quién fletó autobuses para inducirlos a abandonar una vida estable y convertirse en náufragos de la frontera, esto es una pregunta que un día deberemos hacernos. Porque no se trata solo de sirios. Hubo hasta marroquíes en aquella orilla, y no eran refugiados políticos, ni eran pobres. Y no solo ocurre en el Evros y en Lesbos: también en Libia, en Túnez, en todo el sur del Mediterráneo. El motor que impulsa este nuevo movimiento de población es materia de un libro que queda por escribir. Quizás sea pedir mucho, pero desde luego estaríamos de suerte si lo hiciera Andrés Mourenza. 

Sínora. (La Caja Books, 2020)  |  Andrés Mourenza  |  238  páginas | 18,80 euros

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