ROCÍO ROJAS-MARCOS | Un chaval de catorce años, un espigón, el mar, el deseo de saber cómo huele una mujer por dentro y la seguridad de que quien lee poesía no puede ser mala persona. Con estos mimbres y algún que otra imagen deslumbrada por el sol de ese verano eterno al que aspira el chaval de la novela es como Alejandro Pedregosa teje una obra sutil, viva y bulliciosa que nos resarce de los pesares a los que estamos habituados a diario. Como si pretendiese compensar daños de los que no es culpable, Alejandro Pedregosa nos hace sentir bien mientras leemos Siempre es verano. Esto no es algo habitual, en realidad a los críticos les encanta decir que un libro debe zarandearnos y eso siempre se ha entendido en sentido negativo, es decir, debe hacernos sentir incómodos, traicionando una pureza que nos supera, deudores y culpables, en definitiva, de las desgracias que nos rodean, y puede que todo eso sea verdad, pero también somos responsables de admirar la belleza de un atardecer una tarde de verano, culpables de sonreír al sentir el agua fría del mar, y culpables de tararear cualquier canción del verano, aunque sea de Georgie Dann, pues tal vez mientras el chaval de la novela se iba a una moraga con los amigos también tarareaba La Barbacoa. Sí, de esa felicidad somos culpables, pero se nos olvida que eso también es literatura, que también nos zarandea porque nos recuerda que tuvimos esa edad, que anhelábamos las mismas cosas que el chaval y su amada Cenicienta.
La inocencia desnuda es la más dulce, pero también la que más sufre cuando debe aprender a reconocer lo que le rodea. La inocencia de un chaval de catorce años bueno, que sabe que su responsabilidad, una vez acabado el curso escolar, es ayudar a su madre a ratos en la tienda, única fuente de ingresos de la familia, y cuidar de su abuelo impedido. Un chaval que desde el cariño y la empatía entiende que debe hacer sus tareas para que la vida continúe por los carriles correctos mientras por dentro la adolescencia en ebullición lo empuja permanentemente al filo de lo que él entiende como un precipicio: descubrirse enamorado, reconocerse débil ante la belleza de una Cenicienta tan buena como la del cuento, tan distinta a las demás chicas, tan deslumbrante a ojos del chaval que dedicará un verano entero a adorarla, un verano que debería durar para siempre.
Y por último, la poesía. El chaval lee poesía pues es el modo que ha encontrado de acercarse a su padre muerto de quien no tiene recuerdos. El chaval aprende a conocer un mundo que, desde su familia, por mucho que se sienta querido y protegido no le pueden ofrecer porque a su alrededor nadie lee poesía. Pero, además, la inocencia de la que antes hablábamos le hará confiar tanto en el bien poético que no admitirá que alguien que lea poesía pueda ser malo. Si lee poesía no, no le cuadra. Tendremos que llegar al final de la novela para saber si el chaval tiene razón, si leer poesía es un acto de bondad contagioso y entonces darnos cuenta de que esta obra es también de las que nos zarandea, de las que nos da una patada en la boca del estómago al reconocernos peores que el chaval, ya con la inocencia podrida a base de años y telediarios a nuestras espaldas. Mientras, podemos seguir desenado que siempre sea verano, podemos seguir deseando volver a tener los catorce años que nos hacían vivir como si cada día fuera el último, como si cada día un olor nuevo debiese archivarse en nuestro catálogo particular de madurez galopante, siempre felices, siempre anonadados, siempre verano.
Publicado en la Revista Quimera.
Siempre es verano (Sonámbulos Ediciones, 2022) | Alejandro Pedregosa |166 páginas | 16 €