José María Moraga nos presenta una de sus primeras experiencias literarias: la lectura de El nombre de la rosa (1980) del italiano Umberto Eco a la tierna edad de doce años.Un clásico del siglo XX, transformado en exitosa película, y pionero dentro de un género tan denostado posteriormente como es la novela histórica. Un ‘best seller’ internacional ideado por uno de los grandes pensadores y estudiosos europeos que conserva toda su vigencia hoy día.
José María Moraga
Para un niño de doce años, una película sobre monjes y asesinatos ambientada en la Edad Media, con un trasfondo entre filosófico y policiaco puede ser demasiado ‘heavy’. Y la novela en la que dicha película se basa todavía puede serlo mucho más. O puede ser que esa novela, El nombre de la rosa (original de 1980), le abra un mundo tal de posibilidades que descubra, a la tierna edad de doce años que -señoras y señores- leer es maravilloso.
El nombre de la rosa es un libro sobre libros, es una novela de intriga histórica, policial (como se ha dicho) pero también una magna obra literaria preñada de erudición. Cuando el que esto escribe la leyó por primera vez (la he leído tres veces), seguida del ensayo Apostillas a El nombre de la rosa (1985), ni siquiera sabía lo que significaba la palabra “apostilla”. Tampoco sabía lo que eran la semiología ni la semiótica, ni podía sospechar que años más tarde acabaría estudiando todo lo relacionado con la lengua y la literatura hasta obtener un título de (más o menos) lector profesional.
Pese a no saber estas cosas, ni conocer a Umberto Eco ni soñar con la importancia de su obra, aquel niño de doce años intuyó que la novela italiana que tenía entre manos era un artefacto prodigioso de belleza y complejidad, aprendió que entre dos tapas de cartoné 600 páginas de papel entintado podían contener una riqueza de mundos, símbolos, interpretaciones e ideas como no las había vislumbrado en sus infantiles lecturas de Chesterton o Conan Doyle (qué duda cabe, modelos para Eco). No descubro nada al afirmar que El nombre de la rosa tiene tantas posibles lecturas como lectores, a lo mejor igual que cualquier libro, solo que aquí esa verdad se nos revela todo el tiempo.
En el precioso volumen que recibí como regalo de Navidad, la novela venía seguida de la traducción de los textos latinos y por el ensayo del propio Eco Apostillas a El nombre de la rosa, que me hizo descubrir, antes de leer las fantochadas de Dámaso Alonso o Stanley Fish, que había una actividad muy seria llamada crítica literaria (sesuda, no como la que hacemos aquí, que es diletante).
La intriga policiaca que pone en marcha El nombre de la rosa seguirá resultando deliciosa más de 30 años después, el extraño caso de unas muertes de monjes en una apartada abadía benedictina en los Apeninos, a principios del siglo XIV. Su resolución, aún nos deja con la boca abierta. El aparato teológico-filosófico en el que se sustenta la obra puede ser disfrutado al más alto nivel o puede ser obviado por el lector lego, quien lo dará a beneficio de inventario de la ambientación medieval (debate sobre la pobreza de Cristo, enfrentamiento Papa-Emperador, balbuceos del método científico-deductivo, órdenes mendicantes, Inquisición, pecado, herejía…).
La verosimilitud de la voz narrativa es algo que el lector siempre habrá de conceder al autor, puesto que no sabemos los dialectos italianos ni el latín del siglo XIV (ni Eco los sabe). No obstante, el amor por el detalle y el esfuerzo por resultar creíble, por dotar a los personajes (inolvidables Adso de Melk, Guillermo de Baskerville, el abad Abbone, el inquisidor Bernardo, Jorge de Burgos) de una mentalidad plausible, acorde con su época y su papel social (el de ‘oratores’ en un mundo que se resquebraja) da como resultado un producto de primerísima calidad. En otras palabras, si la Edad Media no fue como la pinta Umberto Eco, podía haberlo sido perfectamente.
Y luego está el amor por los libros. Es Guillermo –entre Ockham y Holmes- extasiándose ante los comentarios al Apocalipsis de Beato de Liébana, son los debates en el ‘scriptorium’ en torno al tema de la risa (¡ay, ese segundo libro de Poética de Aristóteles!), es la celebración de una biblioteca, que en este caso está vedada pues esconde un misterio. Una isla de cultura dentro de la isla de cultura que ya de por sí representaba un monasterio medieval. La biblioteca como espacio mágico, como mundo de posibilidades infinitas, algo que ya codificó Jorge Luis Borges y de lo que recientemente hemos tenido noticia en Luis Manuel Ruiz.
Con el tiempo me enteré de que Umberto Eco era un erudito de talla inconmensurable. Pionero de la semiótica (el estudio de los signos), hijo del estructuralismo y una de las voces más preclaras del debate cultural contemporáneo. Con el tiempo aprendí sobre sus distinciones entre “alta” y “baja” cultura, entre apocalípticos e integrados, y pude poner en contexto su ingente obra crítica, filológica y literaria (este hombre lo mismo te habla de Joyce que de los carbonarios que de “la lengua perfecta” o de una supuesta “Nueva Edad Media”). Con el tiempo este reseñador llegó incluso a cumplir su sueño desde los doce años: ver en persona a Umberto Eco, el chalado de los libros, el ‘lector in fabula’.
El nombre de la rosa es un libro sobre otro libro, pero también sobre los libros en general y sobre los lectores, por eso no se me ocurre mejor obra para celebrar con vosotros el II Aniversario de Estado Crítico.
«El nombre de la rosa» también fue una de mis primeras lecturas de juventud, aunque claramente no me produjo el mismo impacto que a tí.
Recuerdo con estupor aquéllas descripciones interminables de la arquitectura medieval, esos arcos de medio punto repletos de extrañas figuras talladas en piedra… ¿Y cómo era aquéllo que bramaba el jorobado? ¿’Penitenciagite’?…
Yo nunca la leí, aunque creo que la tengo en casa (o la tuve en casa cuando tuve casa) tras comprármela – la versión italiana – por pocos dinares en una mercadillo de Bagdad. Pero la pura circunferencia de la obra me echó pa’trás cada vez que me quise enfrentar a ella (la miras y te dices ¿tendré 30 horas libres en las próximas dos semanas?) Hay enemigos que imponen más por su masa muscular que por su peligrosidad.
No sabes cómo te entiendo, Ilya, no voy a poner ninguna objeción a tu comentario. De hecho, desde hace unos 5 años a mí me pasa que -por principio- no leo nada de más de 400 páginas, a ser posible entre 100 y 300.
Pero antes no tenía ese prejuicio, y te aseguro que si alguna vez te da por hincarle el diente a esta obra, salvando todos los prejuicos, te verás gratísimamente recompensado. No conozco a nadie que se la haya leído y no haya disfrutado.
No he leído el libro pero si la peli es la mitad de buena que el libro es toda una obra maestra y además tocho de compañía de los que a mí me gustan. Mila
Todo eso que dices lo sentía también yo mientras la leía, aunque no la leí tan jovencito como tú. Y aún sigo apabullado por el ambiente del libro.