ILYA U. TOPPER | Dice Alejandro Luque, y de su criterio me fío siempre, que Eduard Limónov es “un novelista poco edificante”. Como personaje. Porque como persona, me temo que poco sabemos de Limónov, aunque todo el mundo se ha tomado en serio el autorretrato que ha pintado el artista. Es, desde luego, posible que ese retrato fuera fiel a su vida; incluso si no lo es, su afán de retratarse como misógino, violento, sexista y cínico dice con certeza algo sobre su carácter (o sobre su capacidad de calcular el camino hacia la fama). En todo caso, concluye Luque tras la lectura de El libro de las aguas, Limónov pertenece a esa categoría de autores con los que nunca nos tomaríamos una cerveza, pero que tienen talento, hasta genio. Y ya dijo Oscar Wilde, perdonen por una cita tan trillada, que no existen libros morales ni inmorales: o están bien escritos o mal escritos. Y ya.
Abro El adolescente Savenko, pues, con la expectativa de encontrarme un texto deleznable pero brillante. Lo acabaré, pienso, odiando al escritor, pero pasando por una experiencia literaria. Esta vez, el autorretrato se llama exactamente así: Autorretrato de un bandido adolescente, sí, pillan ustedes la alusión a Joyce. Pero donde el irlandés al menos se cambia el nombre, Limónov ni eso: se llamaba realmente Eduard Savenko, y por lo que dicen las enciclopedias, también todo el resto de los datos, desde su adolescencia en la ciudad de Járkov en Ucrania hasta el nombre de su padre, oficial militar, son reales.
El planteamiento está bien: Eduard Savenko, llamado Eddy-baby, quince años, entre niño medio bien y bala perdida, componente júnior de alguna banda de delicuentes juveniles dedicada a atracar tiendas, pero a la vez gran lector, ex asiduo a la biblioteca local y promesa local de la poesía amorosa, necesita doscientos cincuenta rublos para llevar a su novia a una fiesta pija, donde piden esa cantidad como colaboración. Una cantidad no exorbitada, pero equivalente al presupuesto de varios días de ir emborrachándose con el alcohol barato de la clase obrera, vodka y vino blanco peleón. Tiene 36 horas para conseguir el dinero y no quedar mal con Svetka, la dulce y virginal Svetka.
El libro entero transcurre en estas 36 horas y en ellas recorremos los bajos fondos de la Járkov obrera de 1958. Con numerosos retrocesos que nos trazan un retrato psicológico del protagonista y su deriva hacia el lado oscuro de la vida: a los once años, alumno miope, lector y sensible, tras perder una típica pelea de colegio contra un compañero de clase más corpulento, Eddy-baby decidió que aquello no volvería a pasar nunca más. Y la única manera de que no te peguen es pegar tú. Ser malo, o al menos parecerlo. Eddy-baby empieza a construirse su personaje. Acosa a las chicas en los baños, lleva navaja, rompe escaparates, habla de follar y bebe. Entre los rusos, beber mucho —y aguantarlo— siempre ha sido una manera de impresionar a los demás.
En otras palabras: Eddy-baby no es delincuente por las circunstancias, el barrio, la vida. Lo es porque ha decidido ser malo. Sin dejar de ser poeta.
El personaje está bien. También impresiona el retrato de Járkov en los grises años cincuenta (no sé si es menos gris hoy día): sus bandas locales repartidas por barrios, sus peleas en día de fiesta, los navajazos, el crimen, incluidos violación en la calle y asesinato. Me sorprende: pensaba que la pax soviética había traído no libertades ni bienestar pero sí ley y orden. Sin embargo, el ambiente que traza Limónov —y asegura que es fiel— sugiere más un extrarradio de Bogotá o Río de Janeiro que el de cualquier ciudad europea al oeste de Sarajevo en el último siglo.
En este sentido, El adolescente Savenko es una lectura provechosa: enseña mucho sobre una parte de nuestra historia, la que ha quedado al otro lado del telón de acero de nuestra memoria sociológica, política, literaria. Y al describirlo desde abajo nos ayuda a entender un fenómeno ante el que, en nuestra Europa occidental, estamos inermes, por falta de referencias para entenderlo: el de las bandas juveniles, de bandidos adolescentes, en el caso español normalmente llegados desde el Magreb, que se dedican al crimen menor pese a que pudieran no hacerlo, pese a tener al alcance de la mano un lugar donde comer y dormir. Se dedican, es la palabra.
Eduard Limónov lo cuenta con poca emoción, con ánimo de cronista que toma nota de los actos de un personaje con precisión, sin importarle que sea él mismo. No justifica: describe. Tampoco se disculpa: narra. Ni siquiera analiza: refleja. Eddy-baby no será nuestro héroe, ni tampoco lo odiaremos. Lo acompañamos en su travesía hacia un lado que siempre puede ser un poco más oscuro aún. Lo entendemos. No lo aplaudiremos. El autor no nos pide que aplaudamos.
¿Un buen libro, entonces? No. El adolescente Savenko está lejos de ser una buena novela. Limónov ha cometido un error de principiante (siendo su cuarta obra, con 40 años): extiende ante el lector no solo la panorámica de Járkov con barrios y río, sino también todos sus residentes. Todos. Hay decenas y decenas de personajes secundarios en el libro, muchos de ellos protagonistas destacadas de un par de páginas, vecinos de Eddy-baby, colegas, amigos, amigas, camaradas de banda, de borrachera, de parque, de lectura, de charla, de fiesta. Son demasiados. Por supuesto la vida es así. Pero el arte, y eso un escritor con talento lo sabe, consiste en prescindir. La marea de personajes que hacen cameos por las trescientas páginas de El adolescente Savenko solo dejan en el lector una sensación confusa de haberse perdido: algunos, encima, se llaman igual. Eso también es normal en la vida real, pero en el arte o es un efecto buscado o es un error.
Un escritor bueno habría condensado los cien adolescentes con quienes se codea Eddy-baby en quince, les habría asignado papeles más continuos en la acción y habría convertido una experiencia de juventud en una novela buena de verdad. Limónov ha sido fiel a su memoria, y es fácil quererlo por esa sinceridad que no juzga ni disculpa, pero no es un buen escritor.
El adolescente Savenko (Ediciones del Oriente y del Mediterráneo, 2020) | Eduard Limónov | 336 páginas | 22 euros | Traducción: Pedro J. Ruiz Zamora