ILYA U. TOPPER | Bilbao: Le pedí una caña al camarero, pero del grifo, porque si le llego a pedir un botellín, seguramente me habría lanzado a la cabeza uno relleno de petróleo y con la mecha encendida.
Alemania: Cuando el funcionario del cámping descubre mi apellido en el pasaporte, seguro que mentalmente junta los talones, alza el brazo derecho y sueña con enviarme a un crematorio. El gesto con el que toca el cenicero lo dice todo.
Yemen: El bolígrafo quizás sea el arma que más miedo me produce: quién sabe si el empleado del hotel no está escribiendo “Alá es grande” y envalentonándose con ese eslogan va a inmolarnos a la mayor gloria de su Dios.
De las tres elucubraciones anteriores, no es difícil adivinar cuál sale en Los sultanes del Yemen. Pero me pregunto si las anteriores dos nos parecen clichés insoportables, indignos de una barra de bar, por qué la tercera nos tendría que parecer graciosa.
Porque de parecer gracioso se trata en este libro que narra un viaje de dos turistas por Yemen, en todoterreno con conductor, todo contratado con una agencia local. Y lo gracioso si uno viaja al Yemen es, por supuesto, que los yemeníes se divierten en sus horas libres cortándoles la cabeza a los turistas a la mayor gloria de su Dios. O al menos, secuestrándolos para luego pedir rescate.
Lo segundo, lo del secuestro, incluso ocurre de verdad de forma esporádica, pero el gran drama de Enrique Mercado y su compañero de viaje Varasek es que ningún beduino quiere secuestrarlos. Hay una escena, bastante al principio del libro, donde parece haber un amago, con disparos al aire incluido y un subsiguiente excurso filosófico del autor sobre la estoicidad antes de morirse. No sé si creerme la escena. Y menos cuando veo que la contraportada del libro dice que el relato está “basado en hechos reales”.
«Basado en» quiere decir que no reproduce fielmente los hechos, como una lo esperaría de un libro de viajes. Y debe de ser así, porque si no, no me explico la escena en la que el autor sigue a un conductor yemení, sin mediar palabra, a su habitación de hotel donde éste le abraza repentinamente por detrás y le empieza a besuquear. Y “en un abrir y cerrar de ojos me ha pasado media bola de qat a la boca”, asegura el autor. ¿Desde detrás? ¿Y todo eso contra su voluntad? Como escena de violación, no me lo creo, señor juez.
Como recurso literario, lo de montárselo con un guía de viaje dejó de ser original en tiempos de Herodoto, pero si usted es gay y le hace ilusión, pues cuéntelo. Pero el autor no es gay, o eso intenta hacernos ver mediante un excurso sobre el barrio rojo de Amsterdam y numerosas alusiones a las mujeres yemeníes que no se ven o, si se ven, sólo de lejos y tapadas del todo. Sólo puedo concluir que la escena de la semiviolación también está basada, pero muy lejanamente, en hechos reales.
También es gracioso, debe de creer el autor, transcribir el nombre Kemal como Qué Mal y el de Mohamed como Mojamé, siguiendo una rancia tradición española que probablemente le producía bostezos a Franco cuando era cabo. Y para despejar las últimas dudas, el estilo literario acude a reforzar la noble intención de divertir al lector: “Nos mira de fez en cuando”, “nos cuesta Alá y ayuda”, “ora fuma, ora bebe un trago, ora hasta ora entre dientes”.
Lo que me produce cierta desazón es pensar no que el autor sea racista, que no creo que lo sea en absoluto, sino que nosotros, el público en general, sigamos siendo tan racistas que nos haga gracia leer Mojamé e imaginar a todos los yemeníes como cortacabezas. Que el autor crea haber dado con el gusto del público al usar esos recursos para contar un viaje aburrido.
Al mismo tiempo, este libro es la demostración de que la estupidez se cura viajando. Si en las primeras 50 páginas prácticamente ninguna carece de alusiones a peligros de secuestro, rapto o ejecución sumaria –hasta que dan ganas de gritar ¡Tengo colegas que han vivido una semana con los talibán y lo cuentan con menos aspavientos!– , a partir del segundo tercio, estas fantasías parecen aburrir incluso al autor. A partir de ahí se limita a transcribir los enfrentamientos reales con niños que piden monedas o tiran piedras, los encuentros con otros turistas y los desencuentros con el conductor-guía, aquel Kemal que por frecuencia de mención parece el auténtico héroe del relato, aunque su diálogo no pasa esencialmente del «Sí, Bwana».
Alguna página voluntariosa se añade con datos sobre el país, su historia y su ubicuo presidente, curiosamente sin nombrarlo, como si ignorar la identidad de Alí Abdalá Saleh añadiera exotismo al asunto. Y sin aclarar que esa Revolución que se conmemora fue el levantamiento contra los británicos. Más adelante, lo que se intercalan son algunos fragmentos copiados de mil y una noches y ubicados en Yemen para que al menos parezca que estamos en un mundo lleno de historia. Y al llegar a Aden, unas páginas sobre Rimbaud, cosa que se agradece.
Pero incluso los poemas del compañero de viaje, Varasek, se inscriben en esa mirada orientalista decapitómana. Imagínese que usted, humilde morador de Castillejos de la Sierra, ha conseguido montar en su pueblo un pequeño taller para fabricar y vender polos de helado rosa. Adivine cómo lo verá un turista. ¿Como un guerrero normando? “Antes / segaba cabezas y jacintos / en estrechas ciudades del desierto / donde se abre la palabra / Ur, Nínive”. La distancia es la misma.
Y para que no falte orientalismo, está el título del libro, Los sultanes del Yemen, cuando en Yemen no ha habido sultanes, salvo los otomanos, desde 1517. De manera que probablemente el autor se refiera a sí mismo y su colega, en su relación con los empleados yemeníes. Pero olvida que esta relación entre señor y peón sólo tiene interés cuando se cuenta desde abajo, como hizo Brecht con El señor Puntila y su criado Matti. Contado desde arriba, un relato sobre un viaje de turista con chófer no es más que la versión masculina y barrabarera de las reuniones de té entre las señoras de buena burguesía que pasaban el rato quejándose de las criadas.
Puedo imaginar divertirme enormemente con un libro de Enrique Mercado, escrito en el mismo estilo irreverente, sobre alguna fauna que él conozca bien, verbigracia un cónclave de editores españoles. Porque la caricatura funciona cuando uno conoce bien lo que dibuja. Y este viaje organizado en todoterreno por Yemen no le ha dado, obviamente, oportunidad de conocer bien el país. Es así, hay viajes que son aburridos. A veces no se puede evitar. Lo que sí se puede evitar es el gasto de imprenta.
Los sultanes del Yemen (Baile del Sol, 2014), de Enrique Mercado | 182 páginas | 12,50 €