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Desde el castillo de Praga

ILYA U. TOPPER | Cualquier otro habría resbalado en este terreno. A cualquier otro escritor que se ponga a hablar del alma de las naciones y de la identidad de Europa habría que darle un cosqui, y si es Alain Finkielkraut habría que dárselo en el ombligo, que es lo único que se mira. Pero es Milan Kundera. Y Milan Kundera probablemente sea no solo uno de los mejores escritores sino también el intelectual más lúcido que ha tenido Europa en el siglo XX y parte del siguiente. Atentos a lo que nos tiene que decir.

Me corrijo: Atentos a lo que nos tuvo que decir. Porque la primera de las dos piezas que reúne el volumen —en la medida en la que tienen volumen 88 páginas encuadernadas— es un discurso leído  en 1967 en el Congreso de Escritores Checoslovacos, sí, un año antes de la invasión soviética que puso fin a la Primavera de Praga. El mundo ha cambiado tanto desde entonces… ¿o no?

El mundo ha cambiado, sí: hoy ya nadie se hace la pregunta que Milan Kundera hizo a su público aquel día de 1967: ¿Para qué sirve ser una nación? Hoy día, poner esta cuestión sobre el tapete es anatema para los nacionalistas: «Cuestionas mi identidad» responderían, y de inmediato: «Niegas mi identidad». De lo cual se derivarían acusaciones de opresor, colonialista y, entre algunos exaltados, hasta genocida. Pues Milan Kundera, probablemente la figura más universal de la nación checa, cuestiona, reflexiona y responde.

Los checos eran a principios del siglo XX un pueblo entre muchos de Europa central, y uno de aquellos que se planteaban ser una nación, derrumbado el imperio austrohúngaro. Sus escritores e intelectuales —y especialmente sus traductores, apunta Kundera— acababan de crear un idioma propio, es decir: acababan de definir (en las últimas décadas del XIX) una forma estandarizada de escribir una determinada variedad de las numerosas hablas eslavas de Bohemia y Moravia, orientándose en la utilizada en las cancillerías del siglo XVI. Fue un esfuerzo consciente de crear una nación propia, que entonces abarcaría a algo más de cinco millones de personas. ¿Para qué? pregunta Kundera. ¿No habría sido más fácil y más conveniente continuar la asimilación del alemán, mucho más difundido, idioma mundial, en ese momento, de cultura y ciencia? ¿Para qué empeñarse en escribir en una lengua que habla tan poca gente, solo para ser distinto?

Ser distinto vale la pena, si sirve para ser mejor que los demás, responde Kundera: mejor en un sentido cultural. Si la literatura checa es excelente, justifica la existencia de la nación checa; si no, no. Y para ser excelente hay que ser universal y, sobre todo, libre. Libre no solo del fascismo, que se da por hecho, ya que el fascismo siempre ha rechazado los principios del humanismo (dice Kundera), sino también libres del estalinismo, que se presenta como heredero del humanismo y por lo tanto es un peligro mayor. Si no se llega a esa libertad, no vale la pena ser una nación, concluye.

Conozco unas cuantas naciones o aspirantes a nación que se deberían plantear esta cuestión. Y la reflexión se puede ampliar también a un ámbito no literario: un pueblo que se quiere independizar de otro debe necesariamente dotarse de leyes mejores que aquel y dar más libertad a sus futuros ciudadanos (y sobre todo a sus futuras ciudadanas, insisto, pensando en más de uno al sur y este del Mediterráneo). Si no, ¿para qué?

En el segundo ensayo, Un Occidente secuestrado. La tragedia de Europa Central, publicado en 1983 en Francia (país al que se exilió Kundera en 1975), el escritor reflexiona sobre la posición de estas pequeñas o medianas naciones que parecen ser Europa oriental si uno mira desde la parte que ha quedado al oeste del telón de acero, pero que en realidad son Europa central. Y esto no es una cuestión geográfica sino de «una cultura o un destino»: cuando Hungría se levanta en 1956 contra un régimen estalinista para pedir democracia y libertades, lo hace en nombre de Europa, es decir, en nombre de los valores políticos que llevan siglos desarrollándose en Europa central y occidental, pero no en el imperio zarista, cuyo heredero es la Unión Soviética, nos recuerda Kundera.

Polonia es Occidente, concluye; Rusia no lo es. El comunismo (habla del sistema político, no del ideario) niega la tradición nacional rusa (por ejemplo la religiosa) pero culmina su aspiración imperial. Y esa aspiración de Rusia necesariamente aplasta a las naciones de Europa central, hoy oriental, presentándolas como «eslavas» y por lo tanto prácticamente rusas y finalmente parte del Comunismo ruso o la Rusia comunista. Europa occidental lo va aceptando, creyéndose que efectivamente, todo aquello es un oriente eslavo y hasta tiene un «alma eslava». Ha dejado que Moscú secuestre esta parte del continente, no solo políticamente sino culturalmente. Y no se da ni cuenta, porque lo que antes era la seña de Europa, su Cultura (es decir, su actividad cultural), ya no existe como referencia suprema. Ya no hay en la Europa de finales del siglo XX escritores, músicos, pintores que sean figuras independientes de la política, por encima de ella, más respetadas que cualquier político, lamenta Kundera: han sido reemplazados por un confuso revoltijo de medios de comunicación, mercado y avances tecnológicos; ¿quizás surja el gran periodista en lugar del gran poeta como referencia?  Casi, casi: Kundera da con las claves, pero en 1983 aún no puede saber que la nueva gran figura —medios, mercado, tecnología— se llamará Influencer.

En este punto, el ensayo de 1983 entronca con el de 1967: destaca la producción cultural de una nación o, en este caso, un continente, como elemento imprescindible de su ser, justificación de su existencia. Europa ha abandonado su mitad oriental porque se ha abandonado enteramente, entendemos.

¿Resiste este ensayo medio siglo más tarde la prueba de algodón de Putin? Una prueba de algodón es el acto de colocar una espada en un arroyo y dejar que un copo de algodón fluya hacia el filo: si se parte limpiamente en dos, la espada es afilada; recupero la metáfora porque con su invasión de Ucrania, Putin ha conseguido partir limpiamente en dos la izquierda europea. Sabemos en qué bando estaría Kundera.

Pero curiosamente, esa misma invasión que parece confirmar la clarividencia del genio checo rebate sus argumentos: porque en su afán de integrar las regiones europeas centroorientales en Europa Central y trazar una divisoria hacia el verdadera Este, es decir, Rusia, recurre brevemente a la religión como factor: para Bulgaria, asegura, el dominio rusocomunista fue menos traumático, porque al ser un país de tradición ortodoxa, no católica, ya se sentía perteneciente a ese ámbito y no sufrió tanto la sensación de haber sido arrancado de su región natural.

Y ahí es donde hace aguas todo el argumentario. Porque Ucrania también es cristiana ortodoxa, y además ha formado parte del imperio ruso desde hace siglos. También formó parte del polaco-lituano, pero la lucha contra Polonia es precisamente el marco de Taras Bulba, la gran novela de un gran escritor que Kundera cita expresamente como exponente de la cultura rusa: Nikolai Gogol, ucraniano. Y es esa Ucrania de Taras Bulba que hoy lucha contra la expansión del imperio de Moscú y se siente trinchera de Europa y su primera línea de frente. Si ni los ucranianos tienen alma eslava ¿quién la tiene? ¿Putin en exclusiva?

Sí, les pasa a los mejores. Cuando se quiere definir Europa en términos de cristiandad y herencia grecorromana, una fórmula socorrida que Kundera adopta sin cuestionar, sin recordar su fundamento mediterráneo, incluido el hoy llamado árabe-islámico, el castillo europeo se viene simplemente abajo. Por lejos que se crea Praga, Kundera podría haber recordado que no existiría ni el slivovice checo, si en el siglo IX no hubieran empezado a destilar alcohol médicos persas a orillas del Tigris. La misma miopía se observa en la página en la que el escritor caracteriza a «los judíos» como un pueblo centroeuropeo más, junto a polacos, húngaros, checos, croatas, eslovenos y rumanos, que ha conseguido también fundar su «pequeña nación», a la que Kundera declara su amor. Tiene toda la razón en describir a quienes fundaron Israel como pueblo centroeuropeo —son exactamente eso— pero olvida añadir que ese pueblo centroeuropeo de habla alemana usurpó el nombre de algo completamente distinto: una religión mediterránea de extensión mundial, cuyos mitos religiosos ha elevado a argumento geopolítico, suplantándola y finalmente erradicando sus tradiciones y comunidades. Sería otro ensayo, claro. Debería haberlo escrito.

Diez años después de Un Occidente secuestrado, Milan Kundera dejó de escribir en checo y adoptó plenamente el francés. Dicen los críticos que la calidad literaria de las tres novelas que publicó en ese idioma están muy por debajo de lo que esperábamos de él. Quizás porque ya no importaba: de estas novelas no depende justificar la existencia de una nación.

Un Occidente secuestrado (Tusquets, 2023) | Milan Kundera | Traducción de Mayka Lahoz | 88 págs. | 17 €

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