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Desde el vórtice mismo del conflicto

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Hablar de vanguardias durante un conflicto bélico puede llevar a error por culpa de la polisemia, pero Fran G. Matute trae a colación Estallidos y bombardeos (1937), la autobiografía del vorticista Wyndham Lewis, para conmemorar el centenario de la Gran Guerra desde el punto de vista de la conciencia artística. Las crónicas de Lewis, que oscilan entre los altos ambientes culturales de la Gran Bretaña y las fangosas trincheras de Ypres, funcionan como un documento único para analizar el golpe de realidad que supuso el advenimiento de la Primera Guerra Mundial.

 

 

Fran G. Matute

A J. B.

La guerra, vista a través de los ojos del artista endémico, puede llegar a resultar un lugar más extraño de lo que ya es pero, sin duda, mucho más atractivo. Wyndham Lewis se consideraba -junto a los escritores Ezra Pound, T. S. Eliot y James Joyce– uno de “los hombres de 1914”, en un burdo intento por apropiarse del año que vio nacer el primer y fatídico conflicto bélico a escala mundial, y que a los vanguardistas británicos de alta alcurnia como él pilló casi por sorpresa, entre fiestas de disfraces y cocktails, tal y como lo relata en su particular autobiografía Estallidos y bombardeos (1937). 

Escritor con pincel, co-fundador del Vorticismo (un movimiento nacido al calor del cubismo y el futurismo) y editor de su publicación de cabecera (la revista BLAST), Wyndham Lewis terminó, sin comerlo ni beberlo -no tuvo la epifanía de Céline de alistarse en el ejército, por impulso simpático, al ver pasar por su lado un pelotón de soldados desfilando-, en el barro de Ypres observando estupefacto cómo le caían bombas mientras padecía la llamada «fiebre de las trincheras». Vicisitudes varias le sirvieron a Lewis para abandonar el frente y acabar trabajando para los canadienses con el título de “artista de guerra” y así fue como el Vorticismo terminó sirviendo al ejército, diseñando desde las vanguardias (artísticas, me refiero) una táctica cubista de camuflaje para los buques de guerra, que eran pintados con formas geométricas imposibles para así despistar al enemigo sobre la dirección a la que viraban o la distancia a la que se encontraban. En el fondo, estarán conmigo, la idea es puro surrealismo pues el barco más cantoso de todo los mares pretendía pasar por ser el más invisible e inexpugnable. Y si no, atiendan:

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Pero más allá de excentricidades, curiosidades y anécdotas, las reflexiones de Lewis en Estallidos y bombardeos sirven para poner de manifiesto uno de los grandes dilemas que vivieron los artistas de la época: los estragos derivados de su posicionamiento político. Al igual que Knut Hamsun, Lewis se dejó engatusar por la figura de los totalitarismos liberadores y terminó viendo salpicadas las bondades literarias y pictóricas de su obra por sus pensamientos. ¿Es este ostracismo ideológico lícito? Este debate que, aunque en otra liga, sigue manteniéndose hoy día, se presentaba especialmente sangrante tras la Primera Guerra Mundial, sobre todo si tenemos en cuenta que Lewis pretendió ver en la figura del joven Hitler a “un hombre de paz”. El arrepentimiento llegó (quizás tarde) y en su autobiografía puede encontrarse hasta una suerte de justificación a sus impetuosos pensamientos de vanguardista desencantado con el mundo que el lector de amplias caderas podrá llegar a aceptar, llegada la necesidad.

Siendo honestos, lo que sí resulta difícil de defender es que Estallidos y bombardeos sea un libro sobre la Primera Guerra Mundial. Pues incluso habiendo estado Lewis en el frente, lo cierto es que el relato se centra más en los ámbitos artísticos y literarios de la Gran Bretaña de principios de siglo XX que en los propios bombardeos. Y, sin embargo, las crónicas de Lewis ofrecen numerosas claves para visualizar cómo el conflicto atizó las conciencias de cientos de artistas que pasaron de vivir en la libertad (o la inopia) de las vanguardias para hacerlo en el horror más absoluto. A Lewis, como a todo artista de su generación, la realidad se le terminó presentando más fea, más abstracta y más deforme que todo lo que había pintado y escrito hasta la fecha, convirtiendo, en comparación, su pretendido juego de provocación burguesa en una chiquillada que solo los tiempos de paz fueron capaces de contextualizar en su justa medida.

admin

2 comentarios

  1. Muchas gracias, Fran, por esta entrada dedicada al Estallidos, que Enrique Redel se atrevió a publicar después de algunos años buscando editor. El asunto de los barcos no es tan surrealista: se trataba de que los alemanes fueran incapaces de disparar con puntería a lugares estratégicos del barco. Hay que situarse en mares convulsos y agitados, con muchísima bruma y tormentas. De hecho, el primer objetivo del radar era evitar colisiones producidas por la niebla. Fue en la Segunda Guerra Mundial cuando se introdujo con fines bélicos.
    Un saludo

  2. Gracias por comentar, Yolanda.
    Aprovecho para felicitarte por la estupenda traducción que hiciste. Y, sí, lo de los barcos ya me imagino que tendría -más allá de la excentricidad- cierto componente práctico (sobre todo atendiendo a la «modernidad» armamentística de entonces), pero solo con imaginarme una cosa así flotando por el agua me entra la risa, la verdad, y he preferido verle el lado «surrealista» a la cosa… 😉
    Un abrazo.

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