ILYA U. TOPPER | Sí, yo también tuve la vaga impresión de que el personaje de la portada —un tipo mayor, la cara curtida por la intemperie, el pelo canoso peinado hacia atrás, barba de días, un cigarrillo de picadura entre los dedos y un cayado bajo el brazo— podría representar al autor del libro. Un autor-narrador, seguramente, un señor que recuerda los vestigios de lo que fue su pueblo, esa nación repartida por los Balcanes durante siglos y hoy fundiéndose como unas manchas de nieve con el cambio climático en un puñado de aldeas sueltas, ahí donde Grecia pierde su nombre y Yugoslavia ya no conserva el suyo: los arrumanos. Si a usted le gusta la literatura del siglo XIX, quizás le suene más el nombre por el que se los conocía entonces: valacos. Un pueblo balcánico que habla un idioma latino, algo tipo rumano, quizás simplemente una variante del rumano, pero a cientos de kilómetros de las fronteras de Rumanía.
“Pastor arrumano en los años 1960-70” señala la mancheta en referencia a la foto de la portada. No es el autor, pues, pero sí tiene un aire del protagonista: Pitu Vreta. Aunque Pitu tampoco es pastor, sino ex alcalde de Crushuva, Krusevo en los mapas de Macedonia. Pero ser pastor es algo casi innato a los arrumanos: hay etnias que más que por su idioma se identifican por su oficio. Quizás sea ese uno de los motivos por el que hoy día van desapareciendo los arrumanos: lo de vender queso por los pueblos ya no es lo que era. Ese es el cliché: hace un siglo, dos o tres, también eran arrumanos por los Balcanes los pioneros de la imprenta, la arquitectura, la industria y el cine.
Pitu es un hombre que se va a morir. No estoy revelando nada especial de la trama. No solo porque cualquier hombre se va a morir, sino porque las previsiones de escasos meses de vida que le dan a Pitu salen en las primeras diez páginas de la novela. Es el planteamiento. La trama es qué hacer con esos seis meses que le quedan, sin convertirlo todo en un drama. Quizás lo mejor sea no hacer nada. Así te vas despidiendo de la gente sin aspavientos. Lo malo es que ellos no lo saben: no se pueden despedir de ti. Y quien menos puede hacerlo es tu hija, que está justo dejando atrás la adolescencia y no debería pensar en despidos.
Flota en el aire la pregunta de si irse así, a la arrumana cabría decir, es un favor o una putada que se hace a los demás, pero la novela no la desarrolla: no tiene cometido filosófico. El argumento más bien sirve de armazón para contar la segunda novela que se entreteje con la primera como los hilos que van por debajo en un telar. Aquí saltamos una generación atrás: a la del padre de Pitu, un tal Costa, un aventurero con tintes de Zalacaín, uno que sí era pastor de ovejas y en su primera adolescencia aún le dio un navajazo a un gendarme otomano. Luego le pegan tiros en la Primera Guerra Mundial, cuando en los Balcanes se lía la cosa entre búlgaros y griegos, y los arrumanos en medio sin saber con quién ir. Sigue una década de recorridos e intrigas como escudero del activista arrumano Alcibiades Diamandi (Samarina, 1893), una oscura figura histórica que dedicó su vida a la aspiración de construir un Estado propio para los arrumanos. Es decir, en sacar para los suyos una pequeña tajada del pastel geográfico que se repartían desde la caída de los imperios, el otomano y el austrohúngaro, griegos, búlgaros, rumanos, albaneses, serbios, bosnios, croatas, húngaros, siempre a corte limpio de bayoneta. Quien no se había llevado nada en la primera ronda, lo intentó en la segunda, con italianos y alemanes calentando el horno.
Alcibiades Diamandi lo intentó. Se arrimó a los italianos. Fundó un batallón arrumano, la Legión Romana, lo envió a combatir contra los partisanos griegos que resistían la ocupación alemana, llegó a declarar un principado. Italia perdió; perdió la legión. A Alcibiades Diamandi se le quedó pegada la etiqueta de fascista. Los cronistas le hicieron al pueblo arrumano el favor de borrar su nombre de los libros. Hoy nos puede servir de ejemplo para entender que una ideología en tiempos de guerra es a menudo solo la sombra del árbol al que arrimarse, sea en Ucrania, sea en Siria.
Perdonen la digresión. Esto no es una crónica de guerras, aunque desde luego, al lector no se le escapa que las andanzas de Costa por Pindo, Epiro, Albania y Roma son una manera literaria de fijar por escrito el último siglo de historia del pueblo arrumano y de acercárselo al público. Nada que objetar: están bien resueltas literariamente. Incluidas las escenas del pajar donde la selección natural —la de un tipo con treinta años de caminos de montaña a cuestas y una muchacha con veinte de vida que se miran en un mercado, se desean, se cogen de la mano y no pierden el tiempo— hace su trabajo para dar a la próxima generación, la de Pitu.
Cabe preguntarse si esa faceta de no perder el tiempo de las muchachas arrumanas, que también trasluce en los cameos de la pizpireta novia de Pitu, más tarde madre de su hija, e incluso en su última novia, es un bello recurso de la trama novelesca, o si quizás refleje un rasgo real de esa sociedad de pastores, aunque personalmente tampoco sabría afirmar si contrasta mucho con los hábitos de los demás pueblos de los Balcanes o quizás solo con los de los vecinos albaneses, que hasta hace un par de generaciones sacaban la recortada cuando escuchaban la palabra himen. Por supuesto, todo esto ya no se plantea en el caso de la hija de Pitu: vivimos en el siglo de Instagram, aunque cuando Pitu menciona por primera vez la popular red de selfies, casi nos sorprendemos de que aquel pueblo montañés macedonio viva realmente en el siglo XXI.
En conjunto, al lector no se le escapa que Si la adelfa sobrevive al invierno es en esencia una novela planteada para escribir sobre los arrumanos, bosquejar su historia, narrar su cada vez más escaso presente, dejar en el aire una reflexión si como pueblo —es decir como comunidad que habla un idioma propio, el arrumano— están tan condenados a morir en un tiempo muy breve, muy calculable, como un señor al que un médico le ha diagnosticado un tumor cerebral. Y flotando muy lejos, sin ser traída al suelo de la reflexión dramática, queda también la pregunta de si esta muerte tranquila de un pueblo, sin aspavientos, es realmente una desgracia que habría que evitar, si estamos a tiempo, o si la desgracia de verdad sería tener veinte años y no solo llevar el hermoso nombre de Samarina en honor a aquel pueblo arrumano, sino además ser obligada a llevar a cuestas la responsabilidad de continuar la estirpe, escoger novio acorde, mantener un hogar donde se hable el idioma, hacer patria en lugar de soñar con Múnich, poner la Historia por encima del simple deseo de ser feliz. Ser una misma la adelfa en el balcón.
Podría haber ido más lejos el autor en plantear esta cuestión, aplicable a todas las minorías étnicas a punto de asimilarse y de desaparecer en su entorno, pero hasta donde llegamos con Si la adelfa… ya es un buen punto de partida para la reflexión, modelado en forma de una novela que cabe llamar hermosa y tiene oficio, tanto literario como narrativo.
Terminada la lectura miramos la solapa donde figuran foto y nota biográfica del autor. No, Stefan Popa no es un viejo señor arrumano que cuenta algo así como la historia de su familia. Stefan Popa no es un viejo señor. Es un joven periodista holandés (Vleuten-DeMeern, Utrecht, 1989), tan joven que acaba de cumplir los treinta años cuando escribe esta novela; y eso que ya es la tercera. Si traducen las otras dos —una sobre Rumanía, la otra sobre Holanda— o la próxima que saque, me las pido, seguro.
Si la adelfa sobrevive al invierno (Armaenia Ed., 2021) | Stefan Popa | 442 páginas | 23 euros | Traducción del holandés: Catalina Ginard Ferón