Guido Morselli
Editorial Laetoli
ISBN: 978-84-92122-11-1
152 páginas
15 euros
Traducción: Elena del Amo
Manuel Haro
«Para no serle del todo desconocido: soy emiliano, autodidacta, vivo solo sobre un pequeño trozo de tierra donde hago de todo, incluso el albañil; políticamente estoy en crisis, con casi ninguna esperanza de escapar”. Con estas líneas, en una carta fechada el 9 de octubre del 65, se despedía el suicida Guido Morselli (Bolonia, 1912-Varese, 1973) de Italo Calvino. Éste le había enviado una detallada recensión sobre un manuscrito de su novela Il comunista, en el que le apuntaba que, dado el alto contenido ideológico de la misma, bien podría haber confeccionado un brillante ensayo –campo en el que ya había sido reconocido por la intelectualidad de su país– en lugar de un romanzo. Para el lector español el nombre de Guido Morselli es muy probable que diga poco, tal vez nada –Herralde publicó en los 80 Roma sin papa y Divertimento, 1889–, pero esta edición de su novela póstuma (todas lo fueron) Dissipatio humani generis (Desaparición del género humano) por parte de la editorial navarra Laetoli es, sin duda alguna, una contribución inestimable a esa arriesgada tarea de recuperar maestros no canonizados y ofrecerlos al caprichoso mundo de las novedades.
Morselli vivió desde los 27 años bajo el auspicio de una pensión otorgada por su padre. A partir de ese momento su espíritu se cultivó con la lectura, la escritura y el estudio. La crítica especializada lo ha visto como un emblema de un universo editorial obtuso; de hecho, en vida sólo vio publicados sus ensayos, revelándose como un intelectual de gran calado, pero sufriendo el rechazo de numerosas casas editoriales italianas como romanziere. A partir de ese momento se autoexcluirá del ambiente de la cultura con esa clara vocación de ermitaño con la que se presentaba a ojos de Calvino.
Dissipatio humani generis fue el último título que guardó el escritor en su cajón antes de someterse al severo autojuicio del suicidio, al igual que intenta hacer el narrador de la novela. Ésta se abre con una rápida anotación en un diario perteneciente al 2 de junio: “La noche extraordinaria, entre el 1 y el 2 de junio. Esa noche, estaba decidido, iba a suicidarme”. La autoinmolación frustrada en el pozo de una cueva escondida entre las montañas del pueblecito imaginario de Widman, la vuelta a la ciudad de Crisópolis en la que habita y la pasmosa constatación que en ese intervalo de tiempo ha desaparecido toda vida humana del mundo ofrecen un amplio muro por donde trepará de forma portentosa y brillante una hiedra cuyas hojas regalarán al lector una gran tajada del talento literario y la cultura de ese lector omnívoro que fue Morselli.
“No cederé al psicologismo de tipo intimista: a partir de ahora, mi historia interior es la Historia, la historia de la Humanidad”. De esta manera se dirige el narrador a sí mismo; esa fortuita soledad es el camino hacia la introversión (el autor fue un admirador y estudioso del trémulo Marcel Proust, como demostró en su ensayo Proust o del sentimento), un estado de análisis que lo enfrentará a temas propiamente morsellianos como la memoria y sus paramnesias (alteración de la memoria por la se recuerdan situaciones que no han ocurrido o se modifican), la soledad, el viaje, el sentido del arte, el miedo, la enfermedad, el amor, la muerte o el suicidio.
Como se puede extraer de lo dicho, nos encontramos ante una obra que oscila entre dos géneros que se dan la mano desde el Tristan Shandy de Sterne o el Oblomov de Goncharov, la novela y el ensayo, aunque también hay aportaciones del género diarístico, detalle este que concede al volumen el vibrato enriquecedor de voces pertenecientes a seres que ya no están sobre la Tierra. Guido Morselli siempre creyó en ese híbrido genérico y en la primera persona como única posibilidad de contar; no hacían falta interlocutores, de ahí que el uso de cartas, grabaciones, fotografías, notas, etc. hagan revivir al narrador la presencia de los desaparecidos. El gran acierto de la obra descansa en la elección de la voz de ese narrador, lúcido, irónico, solipsista, hipocondríaco y fobántropo, que reflexiona desde el silencio estancado: “el silencio de la ausencia humana es, me daba cuenta, un silencio que no fluye. Se acumula”.
Estas son, en suma, las doradas espigas que nos agavilló un autor sobresaliente para regalarnos una novela de provechosa lectura para aquellos que gusten. Que nadie se lleve a engaño: no estamos ante un artefacto posmoderno deshilvanado, sino sobre la pista de una joya literaria bien engastada, pulida con oficio y sin fisuras. He de añadir que la edición y la traducción de Elena del Amo bien merecen las primeras flores de la primavera.
En esa despedida a Calvino con la que abríamos juego estaba resumida la vida de Guido Morselli: un hombre dado al estudio en el breve trozo de tierra que quiso habitar, un pequeño constructor de edificios intelectuales en los que dejó su impronta de artesano y un ser desesperanzado que volvió sobre los pasos suicidas de su último personaje. Salud.
Morselli vivió desde los 27 años bajo el auspicio de una pensión otorgada por su padre. A partir de ese momento su espíritu se cultivó con la lectura, la escritura y el estudio. La crítica especializada lo ha visto como un emblema de un universo editorial obtuso; de hecho, en vida sólo vio publicados sus ensayos, revelándose como un intelectual de gran calado, pero sufriendo el rechazo de numerosas casas editoriales italianas como romanziere. A partir de ese momento se autoexcluirá del ambiente de la cultura con esa clara vocación de ermitaño con la que se presentaba a ojos de Calvino.
Dissipatio humani generis fue el último título que guardó el escritor en su cajón antes de someterse al severo autojuicio del suicidio, al igual que intenta hacer el narrador de la novela. Ésta se abre con una rápida anotación en un diario perteneciente al 2 de junio: “La noche extraordinaria, entre el 1 y el 2 de junio. Esa noche, estaba decidido, iba a suicidarme”. La autoinmolación frustrada en el pozo de una cueva escondida entre las montañas del pueblecito imaginario de Widman, la vuelta a la ciudad de Crisópolis en la que habita y la pasmosa constatación que en ese intervalo de tiempo ha desaparecido toda vida humana del mundo ofrecen un amplio muro por donde trepará de forma portentosa y brillante una hiedra cuyas hojas regalarán al lector una gran tajada del talento literario y la cultura de ese lector omnívoro que fue Morselli.
“No cederé al psicologismo de tipo intimista: a partir de ahora, mi historia interior es la Historia, la historia de la Humanidad”. De esta manera se dirige el narrador a sí mismo; esa fortuita soledad es el camino hacia la introversión (el autor fue un admirador y estudioso del trémulo Marcel Proust, como demostró en su ensayo Proust o del sentimento), un estado de análisis que lo enfrentará a temas propiamente morsellianos como la memoria y sus paramnesias (alteración de la memoria por la se recuerdan situaciones que no han ocurrido o se modifican), la soledad, el viaje, el sentido del arte, el miedo, la enfermedad, el amor, la muerte o el suicidio.
Como se puede extraer de lo dicho, nos encontramos ante una obra que oscila entre dos géneros que se dan la mano desde el Tristan Shandy de Sterne o el Oblomov de Goncharov, la novela y el ensayo, aunque también hay aportaciones del género diarístico, detalle este que concede al volumen el vibrato enriquecedor de voces pertenecientes a seres que ya no están sobre la Tierra. Guido Morselli siempre creyó en ese híbrido genérico y en la primera persona como única posibilidad de contar; no hacían falta interlocutores, de ahí que el uso de cartas, grabaciones, fotografías, notas, etc. hagan revivir al narrador la presencia de los desaparecidos. El gran acierto de la obra descansa en la elección de la voz de ese narrador, lúcido, irónico, solipsista, hipocondríaco y fobántropo, que reflexiona desde el silencio estancado: “el silencio de la ausencia humana es, me daba cuenta, un silencio que no fluye. Se acumula”.
Estas son, en suma, las doradas espigas que nos agavilló un autor sobresaliente para regalarnos una novela de provechosa lectura para aquellos que gusten. Que nadie se lleve a engaño: no estamos ante un artefacto posmoderno deshilvanado, sino sobre la pista de una joya literaria bien engastada, pulida con oficio y sin fisuras. He de añadir que la edición y la traducción de Elena del Amo bien merecen las primeras flores de la primavera.
En esa despedida a Calvino con la que abríamos juego estaba resumida la vida de Guido Morselli: un hombre dado al estudio en el breve trozo de tierra que quiso habitar, un pequeño constructor de edificios intelectuales en los que dejó su impronta de artesano y un ser desesperanzado que volvió sobre los pasos suicidas de su último personaje. Salud.
Soy de aquellos a los que el nombre de Guido Morselli dice poco, probablemente nada. Pero viniendo de ud. la recomendación y el entusiasmo, corro a encargarlo. Todavía le debo el descubrimiento de Rugarli, igual podemos sumar este también. ¡Gracias!
Parece un libro interesante. Me pregunto qué quiere decir «fobántropo»,y por qué se afirma en la crítica -estupendamente escrita, por otra parte- que Proust era «trémulo». ¿En qué sentido se afirma?
Bravo. Es usted un submarinista de la literatura, siempre atento a la recuperación de tesoros sumergidos. Salu!
Querido lector anónimo:
El término fobántropo viene de la unión de los dos términos griegos fobo (miedo) y antropo (hombre). Su significado sería «persona que teme a los hombres y, por extensión, al género humano». Sí que es cierto que la combinación de ambos términos podría tener otro orden, dando así la palabra «antropófobo», pero opté por la primera al ser la utilizada por la editorial.
En cuanto al «trémulo Proust» (así mismo lo llama Morselli), me pareció que era un adjetivo muy sugerente: el francés sufrió durante todo su vida asma. Quiero pensar que en la imaginación del adjetivador Morselli estaban sus accesos de tos y sus correspondientes espasmos.
En fin, esto es todo lo que le puedo decir. Espero que nos siga a menudo y que disfrute con Estado Crítico. Reciba un cordial saludo.
Acabo de leer un perfil sobre Italo Calvino contado por Ernesto Ferrero. De paso, como si nada, menciona a Guido Morselli de esta manera
» Decir ‘no’ es como dictar sentencias de diez o veinte años de cácel, o peor, cadenas perpetuas, penas de muerte. A mí también me toca ayudar a aligerar la pila de manuscritos, y siento angustia cada vez que debo exponer las causas del rechazo. Yo también firmé uno de los tantos ‘no’ que Morselli recibió por parte de los editores. La copia a mano que rechacé venía firmada con pseudónimo, pequeña estratagema para tratar de evitar lo que le parecía una persecución editorial dictada por prejuicios contra él. Pero esto vine a descubrirlo muchos años después»
¿Es aún el mundo editorial tan torpe aún?