ALEJANDRO LUQUE | Tengo a mano dos fotografías de Enrique Del Risco: una de los años 90, cuando lo conocí en La Habana, la otra en la entrega del premio Fernando Quiñones de novela por su Turcos en la niebla (a la sazón premio EC 2019). Entre una y otra hay 25 años y unos 40 kilos, los que ganó cuando decidió exiliarse de Cuba e instalarse primero en Madrid y luego en Nueva York, donde reside hoy.
Del Risco, historiador de formación pero escritor de raza, concilia ambas facetas en su último libro, Nuestra hambre en La Habana, título que habría hecho las delicias de un experto en juegos de palabras como Guillermo Cabrera Infante, y que quiere ser una crónica personal de los años más duros del llamado Período Especial, la década que sucedió al derrumbe del muro de Berlín y al hundimiento del campo soviético, el desmerengamiento, y que afectó directamente a esta isla tan distante de Moscú, pero tan dependiente de su ayuda.
Aunque desde la ficción novelesca se ha abordado esta trágica etapa de la Historia cubana con títulos como Trilogía sucia de La Habana de Pedro Juan Gutiérrez, La nada cotidiana de Zoe Valdés o El hombre, la hembra y el hambre de Daína Chaviano, no me consta que existiera, sin embargo, un relato abiertamente autobiográfico como el que brinda Del Risco, a quien el Período Especial le pilló en la primavera de la edad, recién graduado, con toda la vida por delante y todas las penalidades encima. Porque si en los años anteriores Cuba tampoco había sido Jauja, pero la URSS había logrado apuntalar la Revolución, ahora se abría una etapa de escasez de toda clase de productos, precariedad generalizada –desde el transporte público a la atención sanitaria– y desengaño ideológico.
Quienes, como Del Risco, defendían una perestroika a la cubana, toparon con la inflexibilidad de un régimen dispuesto a afianzarse a toda costa, combinando la apertura al turismo y los inversores extranjeros con una rigurosa vigilancia y represión de cualquier elemento disidente. Todo lo cuenta el escritor desde el privilegiado observatorio que le tocó en suerte, que no fue otro que el cementerio habanero de Colón: una metáfora que resulta una mina para explicar cómo era la vida, y también la muerte, en aquella agónica Cuba castrista.
Nuestra hambre en La Habana describe así una cotidianidad que se parecía muy poco a la utopía socialista, y que para mucha gente marcó un punto definitivo de desafección al proyecto de Fidel. Y lo hace en páginas muy, muy duras, más que cualquiera de las ficciones antes referidas, porque en la Cuba de aquellos años la realidad se empeñaba en superar a cualquier fantasía novelesca. Las enfermedades por malnutrición y las depresiones, los riesgos de andar en bicicleta bajo el sol del Caribe, sorteando baches y vehículos de museo sedientos de gasolina, la tentación de lanzarse a recorrer el estrecho de Florida aun a riesgo de acabar devorado por los tiburones, son solo algunos de los detalles de este sobrecogedor relato.
No obstante, Del Risco huye de cualquier patetismo y se atreve a hablar de todo ello sin perder el sentido del humor. Quienes hayan leído, por ejemplo, sus libros de relatos Lágrimas de cocodrilo o ¿Qué pensarán de nosotros en japón? sabrán de sus hilarantes habilidades, pero en él la guasa es siempre un arma de doble filo, y va siempre acompañada de una notable carga de profundidad. Y eso, quizá de forma inconsciente, fue una característica de aquellos tiempos: del mismo modo que se dice que los mejores chistes se cuentan en los velatorios, el Período Especial fue una insólita fábrica de humor a gran escala en un momento en que faltaba casi todo.
En Cuba, el humor es lenguaje. Un lenguaje que desafiaba a ese poder hecho también de palabras, verdaderos muros de palabras dispuestos en discursos maratonianos, en eslóganes y consignas, un lenguaje llamado a cuestionar, a desactivar la retórica revolucionaria empleando la vieja y efectiva munición de la ironía, del símil, del doble sentido, del retruécano: el sarcasmo como trinchera.
Aquella Cuba –ignoro cómo será la de hoy: no he vuelto por allí en 17 años– tuvo como testigos a cientos de miles de turistas españoles. Del Risco se pregunta qué buscaban en Cuba, qué interés podía tener para ellos aquella vasta colección de ruinas arquitectónicas y humanas. Como fui uno de ellos, creo que puedo ensayar una respuesta somera: aparte de quienes buscaban tan solo sumergirse en una postal de playas de aguas cristalinas, arena blanca y cocoteros, y de quienes acudían al reclamo del turismo sexual, fuimos muchos quienes quisimos verificar todo lo oído, leído y visto en el cine sobre Cuba desde que éramos casi niños.
Turistas del ideal, nos habría llamado Ignacio Vidal-Folch. Algunos volvieron reafirmados en sus convicciones, otros vacunados de utopías para siempre. Pero dudo que nadie haya olvidado lo vivido entonces, como dudo que tenga remedio el amor por Cuba y por su gente, por su literatura, su música, su cine, sus paisajes esplendentes o apocalípticos, más allá de cualquier posicionamiento político. Un amor que reúne de manera fatal a los cubanos de dentro y a los de fuera, que los ata inexorablemente. Un amor que se renueva, lógicamente atravesado de dolor y acompañado de una invitación al examen de conciencia, cuando se lee un libro como Nuestra hambre en La Habana.
Nuestra hambre en La Habana (Plataforma Editorial, 2022) | Enrique Del Risco | 336 páginas | 19 euros