Stanislaw Lem
Impedimenta, 2013
ISBN: 978-84-1597-902-9
422 páginas
22,95 €
Traducción de Joanna Orzechowska
Ilya U. Topper
Lem escribe como Dios. Sí,sí, eso ya lo sabe usted. Pero reconózcame que hay que tenerlos esféricos galácticos para atreverse a redactar un relato que recoge, en primera persona, las reflexiones que Dios hace sobre su destino, su misión, el por qué de su existencia, su propio ser. Aunque claro, en realidad quien escribe ese «Diario« no es Dios sino un montón de chatarra de níquel de una luna oxidada convertida en laboratorio mediante un espermatozoide cibernético, que ha llegado a creerse Dios. El montón de chatarra, digo.
Confieso que este relato es el más indigesto de los trece que componen Máscara. Veinte páginas de disquisiciones que no llegan a ninguna parte (¿acaso Dios llega a alguna parte? Otro gallo cantaría) se pueden hacer pesadas hasta en un autobús. Tal vez no habría leído hasta el final -la teodicea, cabría decir- si no hubiera sabido que se trata de un Lem. Y un Lem siempre hay que leerlo hasta el final, siempre.
No se dejen engañar tampoco por el aspecto zarrapastroso del mendigo que pide -no una moneda sino- una revista científica en «La Fórmula de Lymphater»: aquí tiene usted al hombre que creó a Dios. Sí sí, digo bien. El científico que consiguió, en una década de trabajo solitario, apoyado sobre las observaciones de las hormigas, unir pletinas, cables, transistores, gelatinas hasta desembocar en el ensamblaje de un ser omnisciente, omnipotente, capaz de abarcar el universo entero.
Dicho así, ustedes tal vez no se lo crean, pero para eso lo ha escrito Lem: para que ustedes no tengan más remedio que dejarse atrapar por la lógica inherente de cada frase, cada paso, y acabar creyéndoselo: Dios no es la fuerza que creó el universo sino su final, su destino, aquel que alguna raza de seres inteligentes, pongo por caso la humana, no puede dejar de construir, algún día. Menos mal que Lymphater reaccionó a tiempo, si no, ahora ya no seríamos nadie. Pero llegará…
Ante este relato -apocalíptico es decir poco- tal vez palidezcan las demás piezas, pero complementan el ciclo. «El amigo» recoge la misma idea, sólo que aquí no hay constructor: aquí es la propia máquina, sin que nadie se lo haya propuesta, que intenta usurpar este puesto y convertir a los humanos en criaturas suyas. Una historia de tintes detectivescos, casi de novela negra, de desconfianza, pistas falsas, y oscuros sótanos de fábrica. Menos mal que a un ser de este tipo, incluso cuando está a punto de hacerse con el poder, siempre puede traicionarle un poco de metal de Wood, usado en lugar de estaño para soldar las junturas de los cables.
Menos espantoso, más inocente cabría decir, es el ordenador casi omnisciente de «Ciento treinta y siete segundos», capaz de recoger, procesar y escribir por su cuenta y riesgo la información de prácticamente todas las partes de la Tierra, gracias a su conexión a internet. Lo gracioso aquí es que según parece, Lem publicó este relato en 1973, cuando internet aún no existía: su precursor, Arpanet, inventado tres o cuatro años antes, apenas contaba con 40 nodos repartidos por los laboratorios tecnológicos de Estados Unidos.
Visionario es lo mínimo que se puede decir de un relato que describe el ambiente en una redacción donde un ordenador conectado a la red -sí, sí- es capaz no sólo de recibir automáticamente los télex de los corresponsales sino también de componer él sólo las páginas del diario, actualizándolas a cada rato y ensayando diversas maquetas. No sé si es el sueño de todo redactor de plantilla o su mayor pesadilla. Y sólo como anécdota quiere apuntar que el año pasado -2013- alguien inventó de hecho al ordenador capaz de escribir por si solo las noticias, sin intervención humana. Cuarenta años se ha tardado.
Pero como siempre ocurre con Lem, la ambientación es lo de menos. Todo el modo de trabajo, esbozado en breves frases, que hoy nos parece futurista y que no sé qué pudo parecer en 1973, no es más que el marco para la reflexión sobre el libre albedrío de corto plazo y la condición física del tiempo: una pirámide invertida cuyo vértice es el presente, un presente que quizás dure 137 segundos sin que nos demos cuenta.
Permítenme apuntar -‘aló’ Impedimenta, ¿me recibe?- que aún no he encontrado en castellano otro de los relatos-joya de Lem, el del profesor Affidavit Donda, que condensa con la máxima maestría sus dos mejores conceptos: la de la información condensada en internet (¡en 1978!) y una parodia de la teología católica simplemente divina.
Y ya que estamos con los ordenadores: ¿sueñan con ovejas eléctricas? Philip K. Dick publicó su novela en 1968. En 1969 apareció en Polonia, en el tomo Moho y oscuridad (que recoge la mayor parte de las piezas reunidas en Máscara) el relato «El martillo», que se hace la misma pregunta. Y dado que los sueños pueden ser egoístas, la lucha entre el hombre y la máquina está programada.
Como vaya uno por uno por los relatos, me acabaré encandilando y no acabaremos nunca. Baste con apuntar que dos piezas -«La rata en el laberinto» y «La invasión»- juegan con la idea que ya conocemos de Solaris: el impulso de cierta materia ajena -animada o no ¿cómo saberlo?- de imitar, copiar, reproducir lo que halla a su alrededor, por ejemplo cuando impacta en la Tierra. ¿Como un juego? ¿Como un experimento? Cuando no sólo se reproducen formas sino también dimensiones del tiempo, se duplican sucesos en forma de espiral, pongo por caso en el interior de un cohete caído en la Tierra, es fácil sentirse atrapado cual rata en un laberinto.
Otra forma de invasión la tenemos en «Moho y oscuridad»: aquí nos va conquistando una pequeña y aparentemente inofensiva Nada, uno de los juguetes preferidos del escritor, capaz de dar la vuelta a cualquier concepto físico. En «La invasión de Aldebarán« tenemos una pieza que bien encajaría, por su tono jocoso, en los «Diarios de las Estrellas» (¡ese escudo protector de hidróxido de etilo!), mientras que el de los monjes cibernéticos de «El acertijo» podría adscribirse igual de bien al ciclo de Trurl y Clapaucio (¿traducido ya? ¿’aló’ Impedimenta?).
«La verdad» recoge una idea distinta, que quizás a todos se nos haya ocurrido alguna vez ante una hoguera: ¿es el fuego un ser vivo? tal vez no aquí, pero ¿en el interior del Sol? «La colchoneta», finalmente, le gustará, lector, si le gusta -como debe gustarle- una de las mayores obras del genio polaco: hablo de El Congreso futurológico y sus desternillantes capas de realidad y alucinación superpuestas.
Me he dejado para el final el relato que da título al libro: «Máscara». Quizás sea el único que a un lector empedernido de Lem le parezca poco propio de él, por la ambientación onírica medieval. Tan onírica que durante buena parte uno cree leer simplemente un sueño (nadie como Lem para hacer malabarismos de sueños en sus relatos). Prefiero pensar que es cierto lo que dicen por ahí: que se trata de una reflexión sobre si una máquina inteligente, programada para matar, puede cambiar su destino, tracias a que su inteligencia le permite analizar y condenar su propio comportamiento. Pero también podría ser, simplemente, una terrible metáfora del amor.
Les dejo aquí. Son las tres de la mañana. Soñaré con ovejas eléctricas.
No sé si ha leído el ensayo de Lem, Un genio entre charlatanes, en el que habla de su –admirado- Philip K. Dick…. En fin, ¡gran reseña de ese gigante de las letras! Por cierto, muy recomendable, y también editada por Impedimenta, su primera novela, El hospital de la transfiguración, totalmente realista y ambientada en Polonia durante la II Guerra Mundial