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Dialogar, remover, conmover

JUAN CARLOS SIERRA | Una de las palabras que seguramente mejor define a Luis García Montero es el verbo ‘dialogar’, junto a su semejante ‘negociar’. En la esfera profesional, al actual director del Instituto Cervantes cada día le hacen falta buenas dosis de diálogo para ejercer su responsabilidad, de eso no me cabe la menor duda, y como docente sé que ha dialogado fluida y abiertamente con su alumnado durante sus años de profesor universitario, tanto dentro como fuera de las aulas. Quien siga su recorrido literario sabrá además que también ha tenido trato con diferentes géneros (la poesía, por supuesto, pero también el teatro, la novela o el ensayo) y que han formado parte de esas conversaciones su vocación cívica, su intimidad, sus contradicciones,… Pero por encima de todo siempre se le ha oído y leído que es fundamental entablar una charla sincera con el pasado, con la tradición, para conformar un futuro a salvo de la interpretación adánica e ingenua del presentismo. En este ámbito, aunque pueda resultar paradójico, habría que insertar asimismo su prevención íntima ante la posibilidad de convertirse en un viejo cascarrabias, para lo que se recomienda la escucha atenta a todo lo que tengan que decir las generaciones más jóvenes.

            Dicho esto y mezclándolo casi todo, me viene ahora a la cabeza el interés de Luis García Montero por dialogar con la obra de Gustavo Adolfo Bécquer que le valió, si no recuerdo mal, el título de catedrático universitario y, más allá de esto, la publicación en 2001 y en Tusquets de Gigante y extraño, un ensayo esencial para entender la poesía en español del último siglo y medio. Entre las múltiples enseñanzas de esta conversación con el poeta sevillano, habría que rescatar una de las más productivas para cualquiera que piense dedicarse a los versos, aquella frase recogida en Cartas literarias a una mujer en la que Bécquer declara literalmente lo siguiente: “por lo que a mí toca, puedo asegurarte que cuando siento no escribo”; algo así como negar la mayor, como refutar el principio fundacional del Romanticismo y de buena parte de nuestra actual relación con la poesía. Así que nada de escribir en caliente sobre la verdad íntima y transparente de los sentimientos de ese ser superior que es el poeta, sino que este ha de bajarse de su pedestal sagrado y acercarse a los versos desde la distancia sanadora del tiempo y de la memoria, que además sabemos que es proclive a la ficción. Ya en 1996 Luis García Montero trató este asunto de la ficción poética en el libro Aguas territoriales a propósito de la composición de su poema de Habitaciones separadas (1994) ‘Life vest under your seat’: “Lo importante no es la verdad del que escribe, sino la verosimilitud de la historia escrita, la verdad que puede llegar a sentir un lector conmovido por estos versos” (-pág. 31- La cursiva es mía).

            Pues bien, atendiendo a esas contradicciones –o aparentes contradicciones- con las que charlamos todos los días y con las que porfiamos amigablemente una hora sí y la otra también, podría afirmarse que Luis García Montero en cierto sentido rompe con estos principios líricos en dos de los libros más hermosos que ha escrito, Completamente viernes (1998) y el que nos ocupa en esta reseña Una hora y tres meses, ambos debidos estrechamente a Almudena Grandes. En cada uno de los libros que conforman el conjunto de la obra poética de García Montero podemos detectar la charla, el debate, la conversación más o menos animada, pero probablemente es en estos dos títulos donde el diálogo sea más diáfano, más directo y, sin embargo, más opuesto dentro del hilo narrativo que los une, que no es otro que la historia de amor entre el poeta y la novelista. Por eso apuntaba que quizá salen aquí a flote algunas contradicciones –o aparentes contradicciones- que, no obstante, el discurrir de los poemas va a poner en su exacto lugar de coherencia.

            Entre Completamente viernes y Un año y tres meses se extiende literariamente una narración, la del amor entre Luis y Almudena –permítanme la confianza, pero me resulta muy difícil hablar de amor con los apellidos de los protagonistas y menos cuando pretendo ser respetuoso con el tono poético de ambos libros-. En ambos poemarios se celebra el amor, de principio a fin, su verdad, su biografía compartida, su intimidad confesable e inconfesable. A ambos títulos los separa y los une toda una vida y una muerte, la de Almudena, eje central, como ya casi todo el mundo sabe, de Un año y tres meses. Este poemario es el conteo desde el inicio de la enfermedad hasta el desenlace final en noviembre de 2021; un conteo de meses que se traducen aquí en versos de una contención intensa, de un desgarro silencioso, de un orden desordenado,… unos versos conmovedores por contenidos -o viceversa-.

            Y creo que aquí se desentrañan todas las contradicciones -o aparentes contradicciones- del autor, ya que precisamente aquí se encuentra esa coherencia de la que aparentemente adolecería Un año y tres meses para quien mantenga en su lectura el prisma romántico más básico. Me intentaré explicar.

            El verso de Luis García Montero en este último poemario no se desborda, no sobreactúa, no se mesa la melena romántica mecida por el viento tormentoso, no se desgarra dramáticamente en ayes o en reproches a un dios implacable. Los versos de Un año y tres meses nacen de otro lugar más sereno -cuando siento no escribo-, más conciliador, más sentido incluso en lo insoportable del dolor. Los versos de este libro conversan desde el amor cara a cara con la muerte y, por eso, a pesar de la inevitabilidad de esta última, salen ganando el amor y su recuerdo, incluso en medio de los meses de análisis, diagnósticos, hospitales, sillas de ruedas, apagamiento y devastación del cuerpo, para aterrizar en el oxímoron -aparente- de los últimos versos del libro: “Comprendí el argumento de esta historia/ en la noche estrellada,/ una historia de amor,/ este año y tres meses,/ estos días finales que ya son,/ ahora, recordados,/ los más felices de mi vida”.

            Precisamente esta estrategia compositiva, en equilibrio perfecto con un tono poético limpio, narrativo, directo,  acompasada a la vez al universo simbólico de García Montero, contribuye a la emotividad de los poemas de Un año y tres meses, a su capacidad para conmover al lector; se trata de versos que no se pueden leer sin un escalofrío, sin un nudo en la garganta, sin que remuevan al lector en lo más profundo de su sensibilidad. Y esto es muy complicado de conseguir por el grado de implicación emocional del autor -pero, ya se sabe, cuando siento no escribo- y porque en estas circunstancias es muy fácil caer en el patetismo o en la cursilería.

            Una cosa es teorizar sobre cómo se escribe un buen poema o estudiar la tradición literaria para impartir doctrina lírica desde la cátedra; otra muy diferente es llevar todas esas enseñanzas a la práctica poética sin que se caigan de las manos. En sus diferentes conversaciones con la tradición, con el presente, con la propia intimidad, con la poesía y con el futuro, Luis García Montero ha demostrado que solo siendo honesto poéticamente se puede pasar de la teoría a la práctica sin traicionarse y sin traicionar a la propia poesía. Un año y tres meses es un claro ejemplo de ello, porque la poseía no debe aspirar a la autobiografismo de confesionario, sino a que la verdad de la ficción poética conmueva al lector.

Un año y tres meses (Tusquets, 2022) | Luis García Montero | 80 páginas | 16.90 euros

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