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Días de la diáspora

978-84-15862-53-6ANTONIO RIVERO TARAVILLO | «Anach Cuain» narra un naufragio frente a la costa de Galway. Es una canción delicada, un lamento de tantos como hay en la tradición gaélica que han entonado Liam Clancy o Dolly MacMahon y que se ha convertido en un clásico del repertorio para gaita irlandesa y flauta travesera. Así tocada, su aire lento es propicio a la introspección y la melancolía. El aire soplado es de este modo un suspiro. Aparece, al igual que otras, en las páginas de este libro singular y sobrepone sus notas elegíacas sobre las letras de molde de una narración de exilio, nunca de desarraigo, pues el irlandés siempre tiene el nervio ocular, aunque sea en el magín, atado a los árboles de su tierra, prendido a alguna piedra en una linde o sujeto a matorrales en la ladera de una colina. San Columba (siglo VI) ya cantó yendo a Escocia su nostalgia por la tierra natal (en su caso, Derry). Timothy O’Grady, en Inglaterra, también tiene siempre el pensamiento en el terruño, aunque preste la voz a otros. Sabía leer el cielo posee la hermosura no impostada de lo auténtico en un mundo cada vez más impersonal. La subrayan las fotografías de Steve Pyke, que también es autor de Poguetry (publicado por Faber & Faber y con las letras de las canciones de Shane MacGowan, no hace falta decir que se trata de un libro sobre una de las mejores y más novedosas bandas de los ochenta, The Pogues, en su mayoría también irlandeses, o hijo de irlandeses de la emigración a Inglaterra). No son fotografías solo rurales las de Pyke, también las hay de ciudades como Dublín o Londres, y muchos detalles de manos, y rostros, numerosos rostros.

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Por eso se cuentan historias, que se enredan con los recuerdos, y hay pasajes presentes o evocados en este libro de 1997. Y fotografías que como señala John Berger en su prólogo, tienen una especial cualidad: “la ventaja de las fotografías en blanco y negro es que recuerdan esa búsqueda de lo que no se puede ver, de lo que falta”. Al principio, como en tantas obras que merecen la pena, el lector tarda en ubicarse en estos capítulos breves, en los que caben –qué acierto– las listas: el 9 enumera las cosas que el narrador, jornalero y hombre de campo, sabía hacer; en el 16, las que no. Es un ejemplo de cómo lo prosaico se tiñe de lo lírico. Así, las últimas líneas de lo primero: “Manejar la volteadora, la rastra y la trilladora. Sabía leer el mar. Disparar con puntería. Coser zapatos, esquilar ovejas. Recordar poemas. Sembrar patatas. Arar y gradar. Leer el viento. Criar abejas. Liar gavillas. Fabricar un ataúd. Aguantar la bebida. Asustar con historias. Sabía qué canción cantarle a una vaca mientras la ordeñaba. Tocar veintisiete canciones en el acordeón.”

En la voz del narrador coinciden experiencias de los emigrantes irlandeses, un texto coral, polifónico, que suena siempre con notas tradicionales aun modificadas por la áspera realidad de las urbes y los trabajos más duros. Se hizo una adaptación cinematográfica. Su música es del cantante Iarla Ó Lionáird, el mismo que en una escena también de emigración irlandesa y vidas desarboladas en Brooklyn, la película basada en la novela de Colm Tóibín, se levanta y entona una balada muy bella. Bellísima. Como Sabía leer el cielo. Para escribir su libro, O’Grady tuvo largas conversaciones en Chicago (cómo no recordar la canción de Christy Moore, también con su aguijón clavado en el corazón de los emigrantes que sueñan en la ciudad de Illinois con las colinas de Donegal) con el violinista Martin Hayes, quien con Dennis Cahill también toca en la banda sonora de la película, como en ella cantan Sinead O’Connor y otro intérprete inmenso, Liam Ó Maonlaí. Muchas veces se ha hablado de la diáspora irlandesa. En este libro se ve. Se escucha.

Sabía leer el cielo (Pepitas de Calabaza, 2016), de Timothy O’Grady y Steve Pyke | 176 páginas | 17 € | Traducción de Enrique Alda | Prólogo de John Berger 

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