Vivir y morir en Lavapiés
José Ángel Barrueco
Escalera, 2011. Colección «Trayectos»
ISBN: 978-84-938363-5-1
224 páginas
16 €
Daniel Ruiz García
Se tiende a menospreciar la literatura que traza puentes con lo cinematográfico, tildándola de pobre, de vacua y de esquemática. Los vates de la cosa crítica enseguida se ponen en pie despreciando con virulencia los intentos de invasión de la cultura de la imagen al sacrosanto bastión de la cultura de la palabra. Que un libro resulte muy cinematográfico viene a ser algo parecido a que una película resulte muy publicitaria o “de videoclip”: contaminación de la forma de contar que establece el canon por parte de otros lenguajes y de los recursos que le son inherentes. No vamos a negar que hoy se escriben muchas novelas, en su mayor parte ‘bestsellers’, que parecen más bien una escaleta cinematográfica convertida en folios cosidos y con lomo. Se me ocurren, por poner un ejemplo masivo, las novelas de Dan Brown, donde todo parece concebido con la idea de dibujar en el lector la sensación de estar asistiendo a una película; a una película protagonizada por Tom Hanks, para más precisión. Tampoco es incierto que hay muchos jóvenes novelistas que crecieron amamantados por la teta de la MTV, y que a la postre eso se nota: las limitaciones en el vocabulario, la incapacidad para construcciones sintácticas especialmente complejas, la falta de oficio en el trazado de arquitecturas novelísticas solventes son algunos elementos tristemente recurrentes entre las últimas hornadas de escritores que aún se mueven en la veintena. Como cantaran los Buggles, el vídeo asesinó a la estrella de la radio; cabe pensar si, de camino, no anda también por cargarse la literatura.
Todo esto, empero, no debe conducirnos a la cerrazón, y a no apreciar todo lo bueno que puede resultar de la fusión e integración del lenguaje fílmico con el literario. Un terreno de arenas movedizas donde es muy fácil sucumbir al malentendido. Ahí identifico un espacio que puede llegar a ser enormemente fértil e interesante, siempre que concurra, claro, una porción de talento en aquel que lo intenta.
Por lo leído en Vivir y morir en Lavapiés, a José Ángel Barrueco le sobra ese talento. Como se deduce de su novela Recuerdos de un cine de barrio, de carácter autobiográfico, creció entre las butacas de un cine de barrio -era el negocio familiar-, donde sometió sus pupilas a todas las exposiciones imaginables de sesiones dobles, triples y especiales de cine. Su cultura cinematográfica es extensa, pero sobre todo natural, nada artificiosa: dicha novela (altamente recomendable, por cierto, para todos los que gustan de las ficciones en torno a la cultura popular) se lee como una especie de dietario sentimental alrededor del Séptimo Arte y del submundo de los antiguos cines de barrio. La familiaridad de Barrueco con el cine es lo que le permite abordar sin ningún tipo de prejuicios ni condicionantes una literatura abiertamente en deuda con el hecho cinematográfico, y lo que a la postre le capacita para dar a la imprenta textos donde la literatura y el cine logran una simbiosis que en muchos otros creadores resulta forzada.
El propio título del libro está en deuda con la película de William Friedkin Vivir y morir en Los Ángeles. Es una novela rabiosamente cinematográfica, pero a la vez muy literaria. Se compone de un enorme número de estampas, en las que se plasma la realidad del barrio de Lavapiés en sus distintos ángulos, con un tratamiento normalmente “objetivante” que en muchos casos recuerda a los encabezados de escena de un guión, pero que en otros casos sugiere una mayor implicación de la voz narrativa. La apariencia calidoscópica de la narración, en la que se presta voz a un número impreciso de personas que habitan o pasan por el barrio, parece ir destilándose conforme el relato avanza hasta solidificarse sobre tres historias principales que acaban construyendo un único tronco. Una traslación fílmica de este relato literario sin incurrir en condensaciones ni ejercicios de síntesis sería simplemente imposible: son tantas y tan diversas las historias, es tan enorme el fresco que resulta de su adición, que cuesta verlo transformado en carne de fotogramas. Barrueco ha querido ejercer así de director, más que de autor, logrando un montaje extraordinario para una película que, al menos desde su riguroso planteamiento literario, resulta inabordable por su tremenda ambición.
Vivir y morir en Lavapiés huele a cine, pero no a cualquier cine. Barrueco ha sabido sobrevolar por encima de los riesgos de una novela que aborda un territorio urbano tan reconocible como Lavapiés -le podría haber salido, por ejemplo, una novela más costumbrista- planteando una ficción con un pie en la realidad y otra en el cine negro, más concretamente en el cine negro americano de los 80. Resulta inevitable, a mi juicio, asociar la lectura con monumentos como Goodfellas, de Scorsese, el Scarface de De Palma, o True Romance, de Tony Scott. Tres ejemplos de un tipo de cine que es en realidad bastante clásico, y es que en el fondo, Vivir y morir en Lavapiés sigue, como todo el cine de Scorsese, en quien reconozco mayores deudas por parte de Barrueco, una vocación de clasicismo muy bien adornado bajo los abalorios de las formas más modernas de contar historias.
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