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Donde viven los muertos

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Para celebrar nuestro VI Aniversario, Ilya U. Topper se nos traslada en sueños a Cádiz, a la playa, con Rosa Montero y el mismísimo Juan Rulfo (o su fantasma), justo a tiempo para convencerlo de que se lea «Pedro Páramo» (1955). Creemos que en lugar del DeLorean, nuestro estadista ha utilizado esta vez otro medio, mucho más efectivo, para viajar en el tiempo: un buen atracón de papas aliñás.

ILYA U. TOPPER | Cuando el político dejó de hablar en el tablado flamenco, miré a la muchacha que tenía a mi lado. Rosa Montero era morena, finilla de cuerpo, de melena castaña, y me sonreía. -¿Nos vemos después en mi casa?-  dijo. Sentí como una oleada de calor y asentí apresuradamente. Demasiado, parece: cuando un rato más tarde fui caminando por las calles de Cádiz para buscar su casa, me di cuenta de que no conocía su ubicación, tal vez nunca hubiera estado allí, aunque Rosa parecía convencida de que no era la primera vez que quedábamos. Reflexionando sobre cómo explicarle la confusión o el olvido –y dudando cuál de las dos opciones me dejaría en peor lugar– me acerqué a la playa. Bajo un chamizo montado con hojas secas de palmera frente al Atlántico me encontré a dos personas sentadas en la arena: la misma Rosa Montero y, a su lado, Juan Rulfo.

Decidí hacerme el casual y me senté con ellos. -¿Qué tal todo, Juan?- pregunté.

-Muy mal- repuso -muy mal-.

-¿Por qué?

-Mi hermano me hace la vida imposible- dijo Rulfo. -Me pone zancadillas donde puede. De verdad ya no sé qué hacer.

-Qué mal- asentí. -Pero ¿por qué no te lees el Libro? Mira, así sabrás todo lo que pasará en el futuro y podrás tomar las medidas adecuadas.

-Lo he pensado- dijo Rulfo. -Pero el problema es que a mi hermano también se le ha ocurrido y ya se lo ha leído él antes. Y ahora él ya sabe todo lo que pasará y lo aprovecha contra mí.

-Pues vaya- dije yo. -De todas formas, yo que tú me leería el Libro.

-No sé- dijo Rulfo y desapareció, difuminándose en el aire cual neblina.

Suspiré y me giré hacia Rosa, que había permanecido ajena a la conversación.

-¿A que no lo hace nada mal?- dije.

-¿Quién? ¿Quién no hace nada mal qué?

-Juan Rulfo- dije.

-¿Que estaba aquí Juan Rulfo? ¿Dónde?- se sorprendió Rosa.

-Bueno, claro que no era él- dije. -Era su fantasma. Pero para ser un fantasma no hacía nada mal de Juan Rulfo.

Cuando me desperté, no había playa ni chamizo de palmeras. Madrid amanecía tras los cristales. Pero en mi mesilla de noche seguía el Libro. Me lo acerqué a los ojos sin darme tiempo de ponerme las lentes. Esa especie de extraña flor carnívora gris formada por dos estatuas. Y en rojo el título: Pedro Páramo.

Por un instante estaba tentado de tirar el libro por la ventana. No se puede consentir que un autor desconocido te trastoque así los esquemas. (Digo desconocido, aunque, cuando pregunté por “el de Rulfo” Luisa, la librera, me preguntó ¿cuál de ellos? y me señaló, además de la novela, una colección de cuentos cuya existencia, la verdad, se me había escapado hasta ahora).

Porque trastoca. Después de leer Pedro Páramo, uno se queda incapacitado durante cierto tiempo para leer cualquier otro libro. Porque otros libros aspiran a reflejar la realidad, una realidad cualquiera, la que sea, quizás una realidad de cuento de hadas, de lejano y mágico pasado o de inminente y aterrador futuro, y con suerte lo consiguen. Cuando lo consiguen, hay que aplaudir al autor y proponerlo para el premio Nobel. Juan Rulfo va más allá. Aquí, las realidades conviven.  O conmueren. Quizás sólo un niño pueda leer Pedro Páramo sin volverse loco. Como mi sobrina que el otro día al pasar por la Almudena dijo:

-Mamá, verdad, ¿un cementerio es donde viven los muertos?

En Comala, el pueblo de Pedro Páramo, viven los muertos. Pero quizás no lo sepan. Quizás sean unos muertos que sueñan que están vivos. Esto es lo que podemos llamar realismo mágico, a diferencia de lo “real maravilloso” que defiende Alejo Carpentier y que no es más que realismo de toda la vida que bebe de fuentes populares. Maravilloso, sí, porque el pueblo -no sólo el latinoamericano- convive con lo inexplicado, lo mítico, lo no sujeto a las leyes de la física, pero en el fondo no deja de ser costumbrismo adornado con guirnaldas de calaveras mexicanas.

El realismo mágico es otra cosa, si bien la confusión entre los dos términos ha llegado al punto que hace pocas semanas alguien llamó “realismo mágico” a la primera novela de un joven colombiano, Gabriel García Márquez, La hojarasca recuerdo que se titula, cuando en cada frase se nota el compromiso del autor -es periodista y no puede negarlo- de recoger simplemente, y fielmente, una realidad local.

El realismo mágico va más allá, digo: crea un mundo distinto, uno que es imposible llevar al cine porque ha de crearse en la mente del lector, no existe fuera de ella, sin dejar de estar ambientado en un escenario del todo realista. Por eso tampoco encaja en esta categoría Jorge Luis Borges, que oscila entre lo realista y lo simplemente mítico, sin barajar las capas.

Realismo mágico son los cuadros del Bosco, y si el Bosco no tiene competidores en pintura, igual de difícil es alcanzar algo así con sólo la pluma por herramienta. El único ejemplo reciente que recuerdo haber leído es Industrias y andanzas de Alfanhui, de nuestro Rafael Sánchez Ferlosio, si bien este autor acaba de despilfarrar su obvio e inmenso talento en una novela, inexplicable ganadora del Nadal, titulada El Jarama, que ojalá no sea más que una momentánea aberración en el camino de un autor que podría fundar todo un género en nuestra literatura.

A Ferlosio -si se decide a ser ese maestro- le ha salido un serio competidor con Juan Rulfo. Y entre los dos desmienten este trillado eslogan de Hollywood, que se atribuye ser la fábrica de los sueños. Con lo que vemos en el cine -héroes y villanos, bellezas y aventuras- sólo soñamos despiertos. Los sueños verdaderos, los de noche, están hechos de otra materia. Son inquietantes, funden realidades, destruyen la realidad. Están hechos de las palabras de Juan Rulfo.

(Posdata: No sé quién es la tal Rosa Montero de mi sueño. No conozco a ninguna señorita que se llame así. Debe pertenecer a una capa de la realidad que se ha destilado desde otro libro, otra vida quizás, u otra muerte. Tampoco he estado nunca en Cádiz.)

admin

Un comentario

  1. Desde la redacción de Blanco y Negro, queremos matizar que, en la crítica que realizó nuestro eminente director al libro La hojarasca, nunca fue utilizada la expresión “realismo mágico”. Aun así, creemos oportuno usar dicho calificativo con respecto a la novela del joven García Márquez, ya que en ella no se pretende “recoger simplemente, y fielmente, una realidad local”, como usted dice, sino que, a su vez, se mezcla este documento con algún hecho mágico, como la aparición de fantasmas – al igual que hace este otro joven mexicano al que usted se refiere-, y se presenta como algo cotidiano o normal. Bien es cierto que la presencia de este tipo de incidentes no verosímiles es bastante puntual en el libro, pero se encuentran. Sí le reconozco que vaticino que este García Márquez, se habrá dado cuenta de su error, y pienso que dejará de prodigarse en la incursión de estas fantasías en sus posteriores libros, por lo que nuca más podremos volver a usar esta expresión en relación a su obra.

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