JUAN CARLOS SIERRA | Sería recién estrenando el siglo XXI cuando conocí a Ángel González. Andaba por tierras melillenses como profesor de Secundaria, aún me manejaba en mi década de los veinte –algo avanzados, eso sí-, el entusiasmo me desbordaba hasta rozar cotas algo ridículas de fundamentalismo pedagógico-literario y salir de cañas con alumnos tras acudir con ellos a una lectura de poesía no levantaba aún sospechas vergonzantes y mojigatas. Fue después de una de estas lecturas, en concreto la ofrecida por el poeta asturiano, que andaba por tierras africanas como parte del jurado del Premio de Poesía Ciudad de Melilla, cuando una compañera de tareas educativas sugirió a Ángel González y a quien lo acompañaba, mi admirado Felipe Benítez Reyes, que compartieran un rato en algún bar cercano con nosotros, es decir, con dos o tres profesores y el nutrido grupo de alumnos de Bachillerato que nos habíamos llevado a las actividades poéticas que cada otoño organizaba la UNED de Melilla alrededor del premio lírico antes citado. Saliéndose de todo lo protocolario y lo programado, ambos poetas aceptaron nuestra invitación y disfrutamos de aproximadamente una hora de charla animada entre cervezas, vinos, güisquis –doble para Ángel González- y refrescos varios, ya que gran parte de aquel alumnado nuestro profesaba la religión islámica.
Un año o dos más tarde, en la Feria del Libro de Madrid, en una de esas aglomeraciones típicas de las horas punta en el Paseo de Coches del Parque del Retiro, la fortuna quiso que, a la altura de la caseta de la editorial Sílex -mi particular nave nodriza en esta feria madrileña-, me cruzara con un animoso grupo literario compuesto por Luis García Montero y Almudena Grandes, que llevaban de la mano a su hija Elisa García Grandes en su versión infantil de siete u ocho años, Benjamín Prado y Ángel González. Probablemente hubiera alguien más, pero solo recuerdo a estos entre aquella multitud. De aquel encuentro más bien fugaz, recuerdo vivamente el abrazo intenso y bien exprimido del poeta ovetense que me cogió totalmente desprevenido por inesperado. Ese cariño espontáneo, ese abrazo enorme, sin venir a cuento, sin conocernos lo suficiente para justificarlo, me dejó algo descolocado, felizmente descolocado.
Le he dado muchas vueltas a ese gesto imprevisto de afecto entre la muchedumbre de la Feria del Libro de Madrid. He intentado encajarlo en alguna explicación lógica, pero no la encuentro. Entonces me he inclinado hacia lo emocional y de repente me he encontrado con el abrazo cálido de muchos de los poemas de Ángel González, pero también con los que parecen pedirlo, con los que destilan una sensación de desvalimiento y que reclaman un gesto, en concreto ese abrazo que sostiene frente a la derrota –recuerdo especialmente en este sentido ‘Aquí, Madrid, mil novecientos’ de Áspero mundo-. Recorrer Palabra sobre palabra –yo lo hago en la edición de enero de 1997- a ratos es acoger a ese Ángel González niño que adora a su madre María Muñiz, a la que le dedica el conjunto de su obra, o acompañar al crío que en el poema ‘Ciudad cero’ de Tratado de urbanismo explica su experiencia de la Guerra Civil, oal chaval que enferma de tuberculosis y se pasa en Páramo del Sil tres años para recuperarse de la enfermedad y de paso para contagiarse irreversiblemente de otra dolencia también crónica, la poesía.
Leer a Ángel González es viajar a Madrid en lo más gris del franquismo con un joven que no encaja en el estrecho corsé de la España de la dictadura, un joven que busca desde el principio de sus versos la genealogía de su ser para llamarse Ángel González, un joven que determina juntarse a otros jóvenes poetas en Barcelona para Sin esperanza, con convencimiento vivir y beber las noches y escribir los versos que los liberen, a pesar de todo, del peso plomizo de la pegajosa moral nacionalcatólica, pero también de la retórica hueca de la lírica del régimen. En este contexto es complicado abrazarse en común amor. Aunque en Ángel González a veces asistamos entre sus versos enamorados a la distancia o al alejamiento, también tenemos la oportunidad de leer los abrazos más profundos y quizá los versos más hermosos jamás escritos en español; para muestra no encuentro mejor botón que ‘Me basta así’, poema archiconocido del original Palabra sobre palabra publicado por Seix Barral en 1968.
En estos abrazos de y con Ángel González caben también de una manera natural la mirada y el verbo irónicos que señalan con el dedo las miserias públicas –‘Camposanto en Colliure’ o ‘Elegido por aclamación’ de Grado elemental– y privadas –‘Lecciones de buen amor’, por ejemplo, en Tratado de urbanismo-, y alcanzan el nivel de retranca en, por ejemplo, ‘Glosas a Heráclito’ de Muestra, corregida y aumentada, de algunos procedimientos narrativos y de las actitudes sentimentales que habitualmente comportan (1977), en aquellos versos imborrables de la glosa número 4: “Nada es lo mismo, nada/ permanece./ Menos/ la Historia y la morcilla de mi tierra:/ se hacen las dos con sangre, se repiten”. La ironía en Ángel González está hecha de extrañamiento, de lejanía saludable, de distancia, la necesaria para observar con perspectiva la realidad, para abrazarla de una forma oblicua; una distancia necesaria que paradójicamente abraza, estrecha y da calor en lo emocional, una distancia que acogerá en el campus de la Universidad de Alburquerque en Nuevo México al poeta ya maduro y cansado de esperar a que España cambie, harto del frío marmóreo del franquismo, de su mordaza.
Fue Ángel González quien en el referido encuentro melillense de principio de este siglo XXI me dijo que en Estados Unidos ya era imposible tomarse una cerveza con un alumno, porque inmediatamente uno se convertía en sospechoso de pederastia o algo peor, aunque el o la joven en cuestión fuera mayor de edad, universitario y casi independiente económicamente. Me costó creerlo, pero no iba a poner en duda la palabra de alguien con un bagaje de tantos años trabajados en el mundo universitario estadounidense, alguien que había sufrido esta experiencia en carne propia. Ahora, a estas alturas del partido en campo local y a propósito de abrazos, versos, ferias del libro y memoria, me asaltan aquellos versos que cerraban el poema ‘Inventario de lugares propicios al amor’, de Tratado de urbanismo (1967): “Queda quizá el recurso de andar solo,/de vaciar el alma de ternura,/ y llenarla de hastío e indiferencia,/ en este tiempo hostil, propicio al odio”.
Parece que aún nos queda mucho por abrazar. Podríamos, para empezar, darle una vuelta a la poesía de Ángel González.
Palabra sobre palabra (Seix Barral, 1997) | Ángel González | 432 páginas | 2000 pesetas