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El amor es una secta

ILYA U. TOPPER | Dolor es una novela con un argumento bastante clásico. Eso no es malo: me gustan las novelas que tienen argumento. Uno clásico siempre es mejor que no tener argumento, que es lo más habitual en el holoceno de la autoficción. Veamos: la protagonista es Iris, 45 años, madre convencional con dos hijos adolescentes y un marido igualmente convencional con el que, tras veinte años de matrimonio, comparte casa pero poco más, ya ni cama, y con un trabajo de directora de un colegio público en el que intenta ser poco convencional y hasta idealista, en la medida que sus fuerzas lo permiten (pero eso no es el tema de la novela). Y entonces, en una visita al médico bastante rutinaria, se encuentra con que el doctor es su amor de juventud. Sí, aquel chico del que se enamoró tan, pero tan perdidamente a los 17 años que cuando la dejó, prácticamente se suicida por el método de dejarse morir en silencio sin salir de la cama. Eso era convencional en el siglo XIX; hoy día es casi original.

Una vez comprobado que el chico, ahora padre divorciado y sin ataduras, tampoco la ha olvidado y está muy dispuesto a reenganchar la historia donde la dejaron treinta años antes, se plantea el dilema: ¿abandonar todo para volver a vivir de nuevo ese amor superlativo, esa entrega total y correspondida, o dejar que se quede todo en unos cuantos polvos, superlativos, eso sí, unas pocas mentirijillas ante el marido, y regresar con la familia sin que la cosa llegue más lejos que unos cuernos, que no son el fin del mundo? Los hijos ya pueden apañárselas sin ella, la mayor acaba de empezar a trabajar como camarera en Tel Aviv, el menor cumple ahora la mayoría de edad y la orden de reclutamiento —en Israel, el servicio militar son tres años— le llegará dentro de nada. El marido… ¿quién sabe si el marido no tiene, él también, sus historias? Y después de dos décadas de correcta esposa, abnegada madre y exitosa profesional, ¿no tiene una mujer derecho a un poco de felicidad?

Venga, Iris, ¿a qué esperas?

Iris espera hasta pasada la página 180, exactamente la mitad del libro, para que le surja el primer indicio de las circunstancias que convierten una reflexión ya no del todo contemporánea en un dilema de verdad y un argumento de novela: quizás sus hijos sí la necesiten aún. El chico no, pero la chica sí: resulta que se ha dejado abducir por una secta. Una secta clásica, con su explotación laboral y sexual bajo guisa de aprendizaje espiritual. Hay que sacarla de ahí.

Y para sacarla de las garras de un gurú que la tiene dominada psicológicamente, se dice Iris, lo que hay que ofrecerle a la niña es un hogar sano con una familia convencional en la que todos se quieren mucho, especialmente mamá y papá. ¿Cómo puedes convencer a tu hija de dejar al gurú que le tiene comido el coco si tú misma te dejas abducir por tu amor de juventud, si pones la fascinación que ejerce ese hombre por encima de las convenciones de un sano hogar?

Sí, se puede leer el libro como un canto a la mediocridad emocional (porque la relación que tiene Iris con su marido no es, por habitual que sea en nuestra sociedad, algo que desearía a una amiga). También se puede leer como una advertencia: el amor que la adolescente Iris sentía por «su» chico, ese amor tan homenajeado por siglos de literatura romántica y suicidios del nopuedovivirsinél, es tan enfermizo como una entrega a una secta. Ahí estoy de acuerdo. Pero Iris ¿no ha madurado en esos 30 años? ¿Y no nos ha servido un siglo de feminismo para huir de una dicotomía de ser o madre o loca? No, parece que no.

Si ustedes leen la contraportada, pensarán que la novela va de otra cosa: dice que hay un atentado terrorista que cambia todo. Es falso. El atentado terrorista y las secuelas de dolor que deja durante diez años son el planteamiento inicial de la novela y ocupan las primeras 50 páginas, pero no tienen nada que ver con la historia; hasta el punto de que ese dolor físico persistente que parecía ser un símbolo de algo importante desaparece directamente del texto, cuando por fin se empieza a desarrollar la trama. Es un recurso de fácil empleo en la literatura israelí, que también conocemos de A. B. Yehoshua en Una mujer en Jerusalén: si no se sabe cómo empezar una novela, se arranca con un atentado suicida. Si a los cien páginas resulta que la historia va tomando vuelo y cualquier accidente de andar por casa habría hecho el mismo apaño, se deja igualmente, nunca viene mal.

Por supuesto, hay que evitar cuidadosamente toda tentación de derivar de este elemento una reflexión política; un atentado es una circunstancia natural como un terremoto o una tormenta eléctrica, no hay lugar para reflexionar sobre posibles motivos ni causas. Una cosa llamada conflicto palestino no existe en la novela israelí; por no existir no existen ni palestinos, como mucho una vaga referencia a árabes, pero hasta un papel de figurante es mejor dárselo a un inmigrante srilanqués. Esta es una ley no escrita que cumplen todos, de Amos Oz a Yehoshua y de Batya Gur a Dror Mishani, y por supuesto también la cumple Zeruya Shalev.

Dolor (Acantilado, 2022)  |  Zeruya Shalev  |  284  páginas |  24 euros | Traducción: Ana María Bejarano

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