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El amor que mueve el sol (naciente) y las estrellas

Siete-caminos-para-Beatriz

 

Siete caminos para Beatriz

Ernesto Pérez Zúñiga

Fundación José Manuel Lara, 2014. Colección «Vandalia»

ISBN: 978-84-96824-36-2

128 páginas

11,90 €

 

 

Antonio Rivero Taravillo

Hay una Beatriz real como hay otra figurada en este libro. Eso es algo que ya le sucedía a Dante en la Comedia, donde la de carne y hueso se transfiguraba en el motor de una búsqueda espiritual; y de ahí ese esoterismo de Dante (que es título de un estudio ya clásico de René Guénon). La Beatriz que acompaña en su vida diaria al poeta y narrador Ernesto Pérez Zúñiga (Madrid, 1971) es también el pretexto para alumbrar este viaje que como el del toscano va recorriendo Infierno, Purgatorio y Paraíso (no siempre con esos nombres).

Una gran variedad formal, desde poemas que se basan en la acrisolada combinación de endecasílabos y heptasílabos (levemente asonantados) a otros construidos en verso libre, más los compuestos con octosílabos romanceados estrofa a estrofa, o bajo la disposición del romancillo hexasílabo o con empleo únicamente de pentasílabos. Y sonetos. Y una décima. También hay algunos poemas en prosa. Los hay que emplean la puntuación tradicional y otros que carecen de ella. Los encabezados por título y los que no. Proteico, como se ve, el poeta se atreve a trenzar una breve narración en capitulillos que hace comparecer a personajes de Robert Louis Stevenson, como el ciego Pew, que es también recordado entre los adultos porque Jorge Luis Borges le dedicara un soneto como casi todos los suyos compuesto a la usanza de Inglaterra. “Aquí viene el ciego Pew, tiene algo que entregarme”, termina uno de los textos de la segunda parte del libro de Pérez Zúñiga: “La isla de los muertos” (la más larga con diferencia). La página que sigue se intitula precisamente “El ciego Pew”, y en ella se alude a “la canción del tesoro del muerto” (la consabida cuyo estribillo exclama como un mantra etílico “¡Ron, ron, ron, la botella de ron!). Esta, a su vez, termina con el verso “Hacia la galería de los sueños. A la roca segura.” Y “Roca segura” es justamente el siguiente poema. Si no tercetos encadenados, que brillan por su ausencia, hay un entrelazado de motivos.

Se dedican tres poemas a la laguna Estigia. Y aparece, naturalmente, Virgilio. Se da también lo que podemos llamar intertextualidad cuando el autor escribe, haciéndose eco de Cernuda pero contradiciéndolo: “Al contrario de ti, a quien liga el amor, la única libertad / que no me exalta, / única libertad por la que mueres.” (“Si el hombre pudiera decir lo que ama”, de Los placeres prohibidos). Tampoco falta un guiño a la película Blade Runner, con el deseo de vivir otro año expresado por un replicante. O al Rimbaud que apostrofa al hipócrita lector. También a Kawabata y Murakami.

Y esto nos lleva al Japón. La amada es un talismán, y ante unos árboles pertenecientes a la familia imperial entre los que no puede caminar, porque está prohibido, el sujeto del poema declara con una encendida fe en el amor: “Entonces pensé en ti. / Entonces pensé: si conmigo caminara Beatriz / todos los bosques se abrirían.” Estamos en Tokio, un Tokio futurista que recuerda al de Perdido en la traducción, la película basada en un poema de James Merrill.

Frente a la formulación que sigue a su modelo del siglo XIV, hay muchos elementos contemporáneos que actúan como contrapunto, con la presencia, por ejemplo, del whisky, Internet y los neones. Pérez Zúñiga ha urdido un recorrido no solo por el amor (como podría deducirse del título), sino, como el Eliot de La tierra baldía (donde, por cierto, el angloamericano tradujo versos del Inferno) por el caos, por la acumulación informe de la vida contemporánea, y que no se agota en una única lectura.

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