JESÚS COTTA | Hay un tipo de poesía que a mí me llega muy especialmente: la que en su canto pone de manifiesto la armonía universal, la que, incluso en medio del dolor, va en la misma dirección que las estrellas, la que no maldice, la que, incluso cuando llora, lo hace con palabras que resuenan al son de la Gran Cítara. Existe una armonía cósmica de la cual el poeta es testigo y portavoz. Y este libro de Cuerpo humano es ese tipo de poesía que admiro; en él no hay ni un solo verso que desdiga de ese gran cuerpo nuestro que es el cosmos y cuya conciencia somos nosotros.
Se agradece un libro como este en una época como la nuestra que dice amar el cuerpo frente al maltrato que religiones y filosofías le dieron en el pasado, pero que, en realidad, lo maltrata de muchas maneras. Para empezar, en nuestros días nos han enseñado a menospreciar de un modo u otro todo aquello que nos ha sido dado, lo que no hemos elegido voluntariamente: patria, familia, lengua, tradiciones… y nuestro propio cuerpo. Hay ideologías que consideran que la imagen mental que tenemos de nosotros mismos es más relevante y definitoria que la que por naturaleza tenemos, y de ahí nuestro afán por tunear el cuerpo, adecuarlo a nuestros objetivos, esculpirlo, tatuarlo, agujerearlo, operarlo, como si el cuerpo fuera un material moldeable de trabajo y no nuestro propio ser, dotado de una dignidad ajena a nuestras propias valoraciones. Nos encontramos ante un nuevo gnosticismo donde la verdad sobre mí no está en mi naturaleza sino en lo que un yo inmaterial e incontestable decida que soy.
Nada de eso aparece en este libro. Todos sus poemas celebran y aman el cuerpo real, el que cada uno tiene, el que el amor de nuestros padres nos ha dado en esta vida para que podamos amar otro cuerpo. Aquí el cuerpo no es mera biología condenada a la muerte, sino que es la persona amada misma, un mundo en cuyas venas/ borbotea la sangre de los astros. Aquí el poeta habla del cuerpo real que tiene frente a sí y al que se entrega para celebrar el universo; y la verdad está en esa entrega: es realidad la idea que tenemos del mundo/ cuando al fin nos besamos.
Hay un poema especialmente grande, LUZ DEL ALBA, que convierte algo tan aparentemente pequeño e irrelevante como una caricia en un hito, en el acontecimiento donde el universo encuentra su bien y su sentido: cualquier caricia tuya/ es un acto de amor al universo. ¿Y qué ocurre cuando la celebración no cabe en sí misma de gozo? Que empieza a ser alabanza: El que ha hecho la playa/ y el sol que te ilumina,/ el que ha hecho tu cuerpo/ sabe bien lo que hace.
Pero, a mi juicio, el mejor poema de este libro es ESPACIO DE ARMONÍA. Tendemos a pensar que el amor nos trastoca el juicio, que el enamoramiento es una especie de locura transitoria. Pero ¿y si es al revés? ¿Y si los más cuerdos, los más lúcidos, son los que aman, porque tienen los sentidos más abiertos? Somos los demás los que estamos apagados y necesitamos que el amor nos despierte con un poema como este, porque entre tú y yo está vivo el Universo: escucha cómo canta. La armonía que invade a los amantes no es sólo una sensación en las neuronas, un señuelo evolutivo para que procreen: es también la armonía cósmica, es lo que el universo entero hace a través de nosotros porque su vocación es también el amor aunque él no lo sabe. Basta con que lo sepa el poeta.
Si alguna palabra define este poemario, es la de resonancia: resonancia del amante con el Universo, y resonancia del Universo en el amante: lo que hago es eco del Universo y este lo es de mí. Cuando me miras tú/ ¡qué inmensa intimidad con lo creado! Y la voz del poeta, en todos los poemas, tiene un encanto muy peculiar: posee el entusiasmo y la transparencia de un joven enamorado, pero, a la vez, el sosiego y la hondura de un esposo en la edad de la sabiduría.
Otra gran virtud del libro, a mi juicio, es que cuerpo y alma no son aquí dos realidades antagónicas, sino una sola, hasta el punto de que, como ocurre en EL LUGAR o en ORACIÓN DE OTOÑO, el acoplamiento sexual es el acoplamiento de las almas. El cuerpo no es ahí un instrumento de placer, sino el yo mismo. Encuentro la negación del dualismo en versos como estos: ¡Qué ganas de volar/ a lo más alto, al cielo,/ hasta la misma altura de los ángeles,/ yo enredado en tu cuerpo y tú en el mío,/ cuerpos que ya no pesan, pues son uno!
Hay poemas gloriosos como MEDIODÍA, una especie de locus amoenus no por la belleza del lugar, sino por la belleza del amor que allí se vive. Y poemas dolorosamente lúcidos, como NOVIEMBRE, 6:30 P.M., en cuyos cinco versos se dice todo el horror de la muerte y toda la esperanza. Y poemas lúcidamente corpóreos, como AQUÍ, AHORA toda una declaración acerca del poder insustituible que el cuerpo real tiene por encima de todos los poderes de la imaginación y del recuerdo y, a la vez, una demostración de que el final del cuerpo amado no es la muerte, sino la belleza y el amor para siempre.
Yo había leído ya varios libros de Carlos Javier Morales y siempre me había parecido que el amor y el cuerpo humano le sacaban los mejores versos; por eso no puedo evitar pensar que toda su obra anterior es, en cierto sentido, una preparación para un libro tan luminoso, profundo y precioso como este, donde el canto al cuerpo humano es tan corporal como espiritual, un libro donde, más que erotismo, hay eros y, más que espíritu, hay alma y donde el cuerpo es celebrado con una teología grácil tan elevada como apegada a la tierra.
Cuerpo humano (Renacimiento, 2024) | Carlos Javier Morales | 100 páginas |11,31 euros