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El arte de escribir contracubiertas

ELENA MARQUÉS | Hace tiempo que sé (no sospecho: lo sé) que la tarea de escribir contracubiertas y paratextos reseñísticos es un arte, un subgénero de la narrativa. De la narrativa de ficción. Forma parte del elemento publicitario de cualquier producto. Puesto que los libros no suelen anunciarse en la televisión, como los detergentes que lavan blanquísimo o los coches que te hacen vivir una vida más plena, hay que esmerarse en convencer a través solo de la palabra. Al fin y al cabo, es la herramienta con la que está construido el artículo que se quiere vender. Muchos nos dejamos llevar por lo que firmas de reconocido prestigio y medios dedicados a la crítica literaria nos cuentan de lo que se nos ofrece, normalmente con frases elogiosas que en ocasiones se reducen a adjetivos tales que «excepcional» e «imprescindible» o locuciones del tipo «lo mejor que uno puede leer en mucho tiempo». Al final tienes que seguir tu propio criterio o escuchar las recomendaciones de algún buen amigo, pues todas las novedades se ven igualadas por ese tipo de nomenclatura laudatoria.

De Nora Ephron conocía su faceta como guionista. Por supuesto que lo pasé bastante bien con Cuando Harry encontró a Sally o Tienes un email, aunque ninguno podría afirmar nunca que son dos obras maestras y que pasarán a la historia del cine. No dejan de ser comedias románticas con las que evadirse un rato y esbozar una sonrisa, una forma sana de entretenimiento, que para eso sirve también el séptimo arte.

Con No me acuerdo de nada ha sido esa mi experiencia. Destaco de este conjunto informe de textos, más cerca del género diarístico-autobiográfico y el anecdotario (yo también tengo mi propio Aruba, pero no creo que dé para una columna), de los que algunos, como «Mi vida como heredera» o «Ir al cine», bien podrían funcionar como cuentos, la presencia constante del humor bien medido, incluso para explicar acontecimientos dramáticos (qué otra cosa puede decirse de la conciencia del envejecimiento) o criticar la sociedad de su tiempo, especialmente el machismo del mundo laboral («Periodismo: una historia de amor»). A ellos se unen artículos bien trazados que podríamos llamar de circunstancias. A mí me han recordado a esos textos que los pseudoescritores (los que no lucen el prefijo apenas tienen necesidad de ellos) vierten a las redes o en sus blogs como ejercicio diario, en los que opinan sobre asuntos diversos o cuentan chascarrillos de cuya veracidad podemos dudar. Pongo como ejemplo «Las seis fases del correo electrónico», pero más hay por ahí.

Me ha ocurrido también como me pasó con la autobiografía de Woody Allen, A propósito de nada, que nombraba a muchos directores, guionistas y otros actantes de su mundo que yo desconocía, con lo que podría ocurrir que me estuviera perdiendo algo, aunque es verdad que Ephron no abusa de ello, y que todo se conjuga con un estilo natural y fresco que te hace deslizarte sin sentirlo por las breves páginas que forman cada uno de estos artefactos. De hecho, algunos de sus textos se reducen a una enumeración o listado que deberían ser más significativos u ocurrentes de lo que a mí, al menos, me parecen. Léanse «Cosas que no echaré de menos» y «Cosas que echaré de menos» y luego me cuentan.

Es cierto que su capacidad de observación y su inmersión en la realidad demuestran una inteligencia que ya quisiéramos muchos, y que se le supone a quien, como ella, se dedicó muchos años al periodismo. Que sin que pueda ofender a nadie se burla de ciertos tipos y adelantos contemporáneos a los que nos vamos habituando («Los conferenciantes actúan para un público en el que hay personas corrientes, pero en realidad actúan los unos para los otros»), y que también se ríe de sí misma (léase «Adicción» o «Fracaso»). Es cierto que describe a los personajes con acierto y originalidad, que consigue crear la atmósfera precisa en párrafos magistrales. Que demuestra una enorme capacidad para convertir lo cotidiano en algo literaturizable y sabe traducir en palabras la vida normal y sencilla que uno no le imagina a alguien que se dedica más que nada a crear historias para el cine, lo que es de agradecer. Desmitificar empieza a ser uno de mis deportes favoritos. Pero en una primera lectura todo eso casi nos pasa desapercibido. Quizás porque, como digo, los textos de contracubierta no cuentan toda la verdad y uno espera exquisiteces lingüísticas de otro calibre.

Yo desconozco si este su último libro es producto de una recopilación editora más que un deseo expreso de quien lo firma de que aparecieran así, pero lo que sí que creo (no lo sospecho: lo creo) es que si, como se empeña el texto de la contracubierta en hacerme saber, es una de sus mejores obras, las demás no serán tampoco literatura de alto nivel, que es lo que se espera cuando (y vuelvo a citar el texto de contracubierta) se afirma con rotundidad que «Nora Ephron es un género literario en sí misma».

Seguramente esté siendo injusta con la neoyorkina, y estoy convencida de que mis observaciones poco van a influir en que alguien deje de leer este libro, pues el marketing editorial tiene sus propias leyes y funciona a la perfección. De hecho, animo a que lo hagan. Pueden incluso aprender alguna receta de cocina (para ello, vayan directamente a las páginas 149-150). Simplemente reflexiono sobre que no todo lo que escribe un escritor, por muy afamado que sea, es digno de ser publicado, porque la literatura, para algunos, llamadme ilusa, es algo más. El hecho de que uno de los mayores libros de la historia se titule El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha no significa que el ingenio sirva para trocar las palabras en arte. Como mucho, ayudará para actuar de monologuista en un espectáculo o escribir el guion de una nueva comedia romántica.

No me acuerdo de nada (Libros del Asteroide, 2023) | Nora Ephron | 176 páginas | 18,95 euros | Traducción de Catalina Martínez Muñoz

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