ILYA U. TOPPER | «Quizás en otro tiempo, y en un lugar muy concreto –Israel–, esta novela habría tenido su justificación», empecé a pensar tras varios capítulos. Fue sólo entonces que miré la fecha de publicación original en la primera página –nunca leo la contraportada antes de empezar un libro– y descubrí el dato que me había saltado al arrancar la lectura con cierta presura, intimidado por las 400 páginas del volumen: 1966.
Efectivamente: se trata de un libro escrito en su momento para reflejar una realidad de entonces. Hoy nada de eso queda; no existen ya los kibbutz (más allá de restos folclóricos) ni los tiroteos en la frontera con milicias palestinas. Hoy, Israel no se parece ni remotamente a la sociedad y al país que el escritor quiso reflejar entonces.
Porque de eso se trata; de reflejar una sociedad y, más concreto, la del kibbutz. Hay tramos en los que podría pensarse que la novela quiere indagar en la relación turbia de ciertos protagonistas: la de la adolescente atraída por un hombre parco en palabras que le dobla la edad y cuya mujer, además, está liada con su padre (el de la chica). Añadan una madre fugada a Alemania –país del enemigo mental, Nazilandia lo llaman aún hoy algunos– y una maledicencia general, y tenemos el cuadro.
Pero si esa fuera la intención, sería un ejercicio fallido: pese a algunos muy líricos monólogos interiores de la joven, pese a escenas de seducción adolescente muy conseguidas y a diálogos intensos precisamente porque muestran todo lo que no se dice, la novela no llega a explorar finalmente todo lo que debe. En algún momento se corta la comunicación del narrador omnisciente con la chica y ya sólo seremos espectadores. El caso del cuadrángulo erótico –amoroso sería decir demasiado, y ya con erótico vamos más que sobrados– se convierte simplemente en el caso que concentra, cual antena parabólica, la mala onda general del kibbutz.
La maledicencia es la protagonista verdadera de esta novela, que se quiere coral. De ahí la ingente cantidad de personajes que van apareciendo, haciéndose con el espacio, dominando espacios, colocándose bajo los focos, para luego volver a desaparecer sin dejar mayor rastro. Una especie de La Colmena israelí, kibbutzera.
Pero donde Cela dirigía su linterna sobre escenas inconexas para captar, a modo de instantánea, un trozo de vida, con destellos de pasión y, a ratos, ternura, Amos Oz intenta mantener todo el rato una iluminación genérica sobre el kibbutz con todos sus hilos de conexión. Hilos de saliva, de mala leche, de amargura, de viejos rencores tragados. Más que colmena, avispero. Pero sobre todo lo impregna todo con una especie de rutina gris que no se puede cuestionar, que no se cuestiona, un mandato de deber a cumplir y punto. Nadie se pregunta para qué vivir en un kibbutz. No se plantea la cuestión de que fuera de él pudiera haber vida. Salvo si se trata de abandonar todo, irse a Alemania, con mamá. Eso es otro mundo: es traicionar todo.
En esta novela, Israel es el kibbutz y el kibbutz es Israel (pese a que algunas escenas transcurren fuera). Sin duda es la intención del autor, que no quiso plantear, entonces, el lugar del kibbutz en la sociedad israelí, sino que utilizó la vida de la comunidad como una metáfora de todo el país. Desde la distancia, 40 años más tarde, es difícil decir hasta qué punto fue entonces un ejercicio logrado, con qué acierto Oz reflejó los debates de la sociedad del momento, si no quedaba ya entonces demasiado caricaturesca la figura del señor que hace del malo de la película, un judío alemán que ha elegido quedarse en aquel país (¡oh!), haciéndose rico (¡oh, oh!) mediante espectáculos de cabaret de chicas poco vestidas (¡oh, oh, oh!) y ahora busca carne fresca en Tel Aviv (oh, etc…).
No lo mejora el hecho de que este antagonista sólo entre en escena en la segunda mitad del libro, y que la tensión que va montando –por fin parece que sí que vamos a tener algo tipo nudo y desenlace– promete un auténtico dilema de tragedia griega, sólo para terminar en un mutis por el foro casi accidental.
Respecto al estilo de Oz en esta primera obra, irremediable es pensar en lo que explica Etgar Keret: que aquella generación de escritores israelíes, prácticamente la primera que utilizaba para la literatura el hebreo, tenía como único ejemplo literario la Biblia. Y se nota. Salen novelas épicas con lenguaje épico. Lenguaje hermoso. De altos vuelos. Qué remedio. Faltaban aún décadas para que el idioma se desgastara un poco y pudiera usarse sin pretensiones.
Hay un solo aspecto que no ha cambiado en la literatura de Israel desde ese lejano 1966: la total ausencia de los palestinos, del conflicto palestino. Entonces, dos décadas después de fundarse Israel, los “árabes” eran simplemente el enemigo, amorfo, universal, presencia ineludible pero reducida a un cañón de arma, a un blanco al fondo de un cañón de arma, inexistentes como humanos.
Cuarenta años más tarde, a tenor de las novelas que nos llegan, son simplemente la causa, casi natural, como lo sería un huracán o un terremoto, de algún que otro atentado, un enemigo amorfo, universal, ineludible, inexistente como humano. Uno nunca deja de cuestionarse si la literatura israelí de hoy sería más valiente si en 1966 hubiera obligado al lector a hacerse otras preguntas.
Quizás en otro lugar (Siruela, 2015), de Amos Oz | 406 páginas | 24,95 € | Traducción de Raquel García Lozano