ROSARIO PÉREZ CABAÑA | La mañana del 5 de junio de 1962, cuando Vladimir y Vera Nabokov llegan a Nueva York en el Queen Elizabeth, era martes. Ese día de tardía primavera pasaron algunas cosas en el mundo, como todos los días de cualquier tardía estación. En el Reino Unido, Good Luck Cham de Elvis Presley entraba en los cinco primeros puestos de éxitos; en Alemania, un grupo de políticos exiliados del franquismo participaban en el IV Congreso del Movimiento Europeo, el mismo martes en que un señor bajito renombrado con un extraño superlativo saludaba con guante blanco desde la tribuna de honor del Paseo de la Castellana al paso del también extrañamente llamado Desfile de la Victoria, pensando, tal vez, que ese mismo día se celebraba aquel “contubernio de Múnich”. Es posible que todas estas cosas pasaran aquel martes en el que el matrimonio Nabokov llegaba a Nueva York para acudir al estreno de la Lolita de Kubrick. Este párrafo no deja de ser una fórmula de retardo, un estadio inalterado donde situar nuestra acción: el hotel donde, una vez instalado el matrimonio, unos cuantos periodistas entrevistan al escritor. La entrevista, de más está decir, se efectúa al estilo nabokoviano. Como siempre, exige las preguntas escritas y él, una a una, las responde también por escrito. En una de ellas, en la que le impelen a hablar de sus gustos y aversiones, él contesta: «Mis aversiones son simples: la estupidez, la opresión, el crimen, la música dulzona. Mis placeres, los más intensos y conocidos por el hombre: escribir y cazar mariposas». Este libro está lleno de respuestas, podría haber escogida cualquiera, incluso al azar. Es lo que he hecho.
El caso es que cuando me disponía a escribir algunas notas sobre este libro, pensé que reseñar una obra así ─es decir, un compendio de lúcidas reflexiones; un sumario nada sumarísimo; un florilegio de sentencias, en muchos casos, inapelables─ debería ceñirse a extraer citas y colocarlas unas debajo de otras. Porque qué puede decirse después de la rotundidad endiabladamente lúcida, soberbia, irónica, magistral de un escritor que era incapaz de improvisar oralmente dos palabras seguidas, pero que con un lápiz encima de una hoja nos deja quietos en la silla. Es el momento, creo, de agradecer a los sumerios el detalle de la escritura. «Pienso como un genio, escribo como un autor distinguido y hablo como un niño», así comienza el prólogo. A ver cómo lo hago.
Lo primero que quiero adelantar es que este libro, bajo la fórmula o excusa de compilación de reflexiones publicadas en distintos medios, no deja de ser una autobiografía. A los que ya disfrutaron de Habla, memoria, en cuya portada de la primera edición española podía leerse la leyenda «La autobiografía del autor del Lolita» (me pregunto si más de alguno o alguna esperó encontrar allí la vida de Humbert Humbert), no les resultará extraño la peculiar manera que tiene Nabokov de contar su vida. La primera salida a las librerías españolas de Opiniones contundentes fue en 1977 en la editorial Taurus, con reedición en 1999. Ahora Anagrama nos ofrece una edición aumentada respecto a la anterior, que incluye 22 entrevistas, 11 cartas a directores de publicaciones (aquí tengo que anticipar la pertinaz soberbia, la majestuosa arrogancia, la precisión suiza en la defensa o la diatriba) y 14 artículos y textos ensayísticos (y aquí, en este dispendio de saberes, recomiendo encarecidamente el ensayo “Inspiración”). Todas las entrevistas que se incluyen en este volumen fueron realizadas entre junio de 1962 y octubre de 1972 y van introducidas por una glosa redactada por él mismo donde nos indica algunos aspectos de relevancia: fuentes, fechas, anécdotas y algunos otros detalles de varia condición. El propio autor reconoce reiteradamente su incapacidad para la oralidad: «Las preguntas que quiera formularme el entrevistador ha de mandármelas por escrito, y yo se las contesto por escrito, y han de ser reproducidas al pie de la letra. Estas tres condiciones son ineludibles». Este hecho podría restar valor periodístico a los textos, muchos de las cuales responden al modelo de entrevista perfil; pero, a costa de la pérdida de espontaneidad, nos otorga un inmenso valor literario. Sobre todas ellas, el cálculo siempre, le premeditación obsesiva y ¡cómo no, la ficción! Por otra parte, no deja de ser interesante el hecho de que en ocasiones se simule esta espontaneidad, y esto ya forma parte de la pericia del entrevistador, que saltea las preguntas a la hora de publicarlas, fragmentando las respuestas del autor y redirigiéndolas, dándoles apariencia de conversación a lo que no deja de ser una falsa entrevista.
Y, como somos animales dotados de sentimientos de amplio espectro, algunos podemos llegar a disfrutar de un punzante regusto al descubrir detrás de este animal literario alguna angustia, alguna incapacidad. Somos así. Qué sutil regodeo saber de sus defectos, de sus mayores obsesiones conocidas: «La falta de espontaneidad; la molestia de los pensamientos paralelos, el repensar y volver a repensar; la incapacidad de expresarme de forma adecuada a menos que componga cada maldita frase en la bañera, en mi mente, junto a mi escritorio». Imaginarlo en sus mañanas, el lápiz sobre el escritorio, rebosante de capacidad narrativa, ante el café humeante diciéndose: «Hasta el sueño que le describo a mi mujer en el desayuno no pasa de ser un borrador». Y es que en este libro las opiniones cobran apariencia de confesiones elaboradas al estilo Nabokov. Esa es una de las suertes del libro. Leer sus consideraciones y meditaciones sobre cuestiones domésticas, sobre arte, religión, sexo y, claro, sobre literatura, como el hallazgo de una de las más bellas y alegóricas definiciones que he leído jamás: “¿Sabe usted cómo comenzó la poesía? Siempre pienso que comenzó cuando el muchacho de la caverna volvía corriendo a ella, a través de la alta hierba, gritando cuando corría: ‘¡El lobo, el lobo!’ y no había lobo (…) El relato extraordinario había nacido entre las altas hierbas.» ¡Ah!
El interés que despierta el perfil humano de este “escritor norteamericano, nacido en Rusia y educado en Inglaterra«, donde estudió literatura francesa antes de pasar quince años en Alemania, no encaja bien con la imagen cercana a la misantropía que dibuja de él mismo una y otra vez. “Me enorgullezco de ser una persona carente de interés público. Nunca en mi vida he estado borracho. Nunca empleo palabras malsonantes propias de escolares. Nunca he trabajado en una oficina ni una mina de carbón. Nunca he pertenecido a ningún club ni grupo». Insisto, adorable. O cuando habla de sus mayores manías: el cálculo, la revisión endiabladamente puntillosa: «Mis lápices sobreviven a sus gomas de borrar». ¡Oh, cuánto hubiéramos ganado los lectores del mundo y los bosques del planeta si los maestros nos hubieran hecho copiar en tablillas de pizarra esta frase unas cuantas veces al día! A cada párrafo nos sorprende la pertinente sagacidad de un impertinente que parece llevar una báscula de precisión molida en el grafito del lápiz: «Mis deseos son modestos. Los retratos del jefe del gobierno no deberían exceder en tamaño a un sello postal». Por ejemplo.
Es cierto que encontramos en el libro cierta insistencia en los mismos temas, lógico si tenemos en cuenta que en su mayor parte se trata de entrevistas y que el interés mediático hacia el autor se centra en varios puntos clave: uno de ellos, cómo no, su Lolita. Leemos reiteradas justificaciones ante los constantes ataques hacia la novela, lo cual podría parecer cargante a alguien incapaz de deleitarse ante las múltiples formas en que un escritor puede decir las mismas cosas. Constantemente insiste en su predilección por este libro: «Me estremezco retrospectivamente cuando recuerdo que hubo momentos, en 1950, y luego en 1951, en que estuve a punto de quemar el pequeño diario negro de Humbert Humbert». Y es que la losa de ser “el hombre de Lolita” debió de tener lo suyo. Escribió Lolita, dice, «por el placer de hacerlo, por la dificultad. No tengo ningún propósito social, ningún mensaje moral; no tengo ideas generales para explotar, simplemente me gusta componer acertijos con soluciones elegantes». Su carácter asocial no concuerda con la autoría de un ser tan endiabladamente conocido como Lolita. “Lolita es la famosa, no yo. Yo soy un oscuro, doblemente oscuro novelista con un nombre impronunciable”. Que viene siendo algo así como “Señores, estoy hasta los cojones. Humbert Humbert no soy yo”. Esto no lo dijo, que yo sepa, y, desde luego, no lo escribió. Pero los lectores somos así. Somos público y el público, al fin y al cabo, es «esa sala llena de gente que lleva la máscara del artista». Esto sí lo dijo, al menos, lo escribió.
Otro placer añadido es conocer de primera mano sus gustos y disgustos en cuestión de literatura. Esa insolencia catedralicia o esa somera amabilidad con que construye o destruye los grandes nombres. Esa perturbadora candidez con la que salva de la quema a Borges o a Robbe-Grillet. Pero ¡oh!, sus bêtes noires: Dostoievsky, de quien «sus asesinos sensibles y sus conmovedoras prostitutas no se pueden soportar ni un momento»; Hemingway, de quien salva benévolamente su «descripción del pez tornasolado»; Conrad y «su estilo de tienda de souvenirs»; el nauseabundo Sartre, o Cervantes, de cuyo Quijote se vanagloria a tiempo pasado de haber desmontado (con alguna que otra majadería por no nombrarla “quijotería”, dicho sea de paso). Otro gallo hubiera cantado (y aquí me pongo seria con el adorable impertinente) si el señor Vladimir Nabokov hubiera leído la historia del célebre hidalgo en castellano y no en la traducción inglesa de Samuel Putnam publicada por Viking Press en 1949. Nadie es perfecto.
En fin, esta es una lectura especialmente indicada para quienes quieran experimentar la inmensa felicidad que acompaña y sigue al placer supremo de la lectura, esa seráfica perversión de los sentidos. Yo, que lo he experimentado, he intentado transcribir estas notas fríamente, alejada del gusto personal que me acerca poderosamente a la escritura de Nabokov, siguiendo en cierto modo los dictados del maestro, porque él lo dejó escrito: «El corazón es un lector notablemente estúpido». Obviamente, no lo he conseguido.
Opiniones contundentes (Anagrama, 2017), de Vladimir Nabokov | 376 páginas | 20,90 euros | Traducción de María Raquel Bengolea y Damià Alou
Me gustado mucho, mucho esta reseña.
Muchas muchas gracias, José.
Gran reseña.