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El crimen de los Urquijo

escobedo

RAFAEL ROBLAS CARIDE | Desde que en 1888 el crimen de la calle Fuencarral nos descubriera a los españoles como seres especialmente inclinados hacia la morbosidad mediática, muchos han sido los hitos que han jalonado el devenir de la historia negra de nuestro país. Así, Don Benito, el Huerto del Francés, el Expreso de Andalucía, Jarabo, Monchito, la Envenenadora de Valencia, el Arropiero, los Galindos, Puerto Hurraco, las niñas de Alcasser, Rocío Wanninkhof, Marta del Castillo… son marcas que sucesivamente han servido para señalar la cota del horror en sucesos, que, durante varias décadas, tuvieron su altavoz oficial en El Caso, diario que -junto al Marca- batía récords de ventas en esa triste España de posguerra ávida de historias extraordinarias y exóticas. El crimen de los marqueses de Urquijo es un eslabón más de la citada cadena. Un eslabón que, como tantos otros, quedó para siempre sin cerrar del todo tras las numerosas incógnitas e incertidumbres que el sumario del caso dejó tras de sí. Un eslabón importantísimo y fundamental, en fin, que subraya con sangre una de las etapas más trascendentales de la historia contemporánea española, la de la Transición.

Hoy, casi cuarenta años después, puede que muchos desconozcan la naturaleza de aquellos hechos que se remontan a la madrugada del uno de agosto del año 1980, cuando un grupo de indeterminado –todavía- de personas penetró en una mansión de Somosaguas propiedad de los marqueses de Urquijo. Pese a las lagunas del caso, parece probado que al menos dos individuos accedieron a la planta superior de la casa con el objetivo asesinar a don Manuel de la Sierra y Torres, marqués consorte que, entre otras labores, presidía distintas sociedades, entre las que destacaba el influyente Banco Urquijo que, luego se descubrió, no atravesaba por sus mejores momentos. Consumado el plan, un ruido despierta a la señora marquesa, doña María de Lourdes de Urquijo y Morenés, que se incorpora en la cama del dormitorio contiguo –los marqueses dormían en habitaciones separadas- y este hecho obliga a los intrusos a acabar también con su vida para evitar testigos innecesarios. A la mañana siguiente, la sirvienta descubriría con horror la masacre, dando cuenta a las autoridades.

Pronto se irían descubriendo detalles sobre el crimen que habrían hecho las delicias del gran Hitchcock o de la no menos intrigante Agatha Christie. Unas víctimas pertenecientes a la alta aristocracia; un administrador que se presenta enlutado en la escena del crimen sin que nadie previamente le hubiera comunicado el tenor de los hechos; un hijo descontento que dispone de una coartada impecable; una hija no menos oscura ennoviada con un apuesto americano; un exyerno despechado aunque aún coladísimo de su exmujer; su padre, un enamorado de las armas con una meritoria colección privada; un aristócrata alcoholizado venido a menos casado con una mujer de bandera; un joven amigo que pasaba por allí y que conduce al máximo sospechoso hasta el lugar del crimen y que luego destruye una de las pruebas fundamentales del crimen. Atisbos de drogadicciones varias, homosexualidad, tríos amorosos, orgías, armas legalizadas y sin legalizar; todo ello mezclado con una investigación policial demasiado deficiente. Para finalizar, silencios oficiales sospechosos y circunstancias adyacentes aún más sospechosas. Y, como coda, un mayordomo indiscreto y demasiado locuaz.

Tras años de sucesivas investigaciones y después de uno de los juicios más mediáticos de la recién estrenada Democracia, una sentencia, que ya ha pasado a la historia, afirmaba que Rafael Escobedo Alday, “por sí solo o en unión de otros”, estuvo en el lugar de autos y ejecutó a sus exsuegros por un móvil concreto: su probado odio hacia ellos, al considerarlos determinantes en la ruptura de su matrimonio con Myriam de la Sierra. Treinta años de reclusión mayor por cada uno de los asesinatos que nunca se cumplirían íntegramente, dado que el único condenado fue encontrado el 27 de julio de 1988 ahorcado en su celda del penal del Dueso. Rafael Escobedo no era más que un pobre guiñapo consumido por la heroína a esas alturas de su existencia. La cárcel le había pasado su factura. La versión oficial corroboró el suicidio, por más que en su organismo se encontraran restos de cianuro que aún hoy contradicen esta hipótesis. El círculo se cerraba, pues, al menos aparentemente porque, en la memoria colectiva, siempre permanecieron ciertas dudas más que razonables sobrevolando el caso.

Javier Menéndez Flores y Melchor Miralles, varias décadas después, no han hecho más que rescatar del olvido un asesinato, ya prescrito hace tiempo, que se resolvió de una manera bastante abrupta. Para ello se fijan en la figura de Javier Anastasio de Espona, el amigo de Escobedo que hizo desaparecer el arma del crimen en un pantano madrileño y, al alimón, recomponen los hechos creando una primera persona literaria que sustenta al personaje protagonista: un periodista que hurga al cabo de los años en las entrañas de la famosa investigación. Nace, pues, de este modo El hombre que no fui que, tal como refleja la portada del libro, no pretende ser otra cosa que “una trepidante novela sobre el caso Urquijo”.

De este modo, el innombrado periodista -trasunto unitario de Menéndez y de Miralles- focaliza la narración bajo la perspectiva del citado Anastasio y, poco a poco y a lo largo de todo el relato, va desvelándole al lector las claves del caso, sirviéndose para ello de un recurso bastante tópico aunque no menos efectivo: los sucesivos encuentros con el personaje. Javier Anastasio logra así un protagonismo extra y, a su vez, dota al texto de un valor testimonial añadido, al fortalecer los datos y las hipótesis que se exponen durante la narración.

En este punto habría que profundizar en el papel representado por Anastasio en el crimen de los Urquijo. Durante la investigación, fue suficientemente probada su indispensable participación -involuntaria al menos- para que el desenlace fatal se produjera, ya que él fue el que transportó a su amigo Rafi Escobedo hasta el chalet de Somosaguas y, días después, hizo desaparecer la pistola homicida. Debido a estas circunstancias, la policía siempre lo situó dentro de la órbita de principales sospechosos y, una precipitada huida a Inglaterra tras la detención de Escobedo, tampoco favoreció para que se considerase seriamente su inocencia. Inevitablemente, su detención se produjo en enero de 1983, por más que Anastasio siempre sostuviera que no había tenido nada que ver en el asunto. Posteriormente, un mediático juicio determinaría que Escobedo había sido el autor material del crimen ya que todo apuntaba en su contra: desde unos misteriosos casquillos que fueron encontrados en una de sus propiedades familiares y que, misteriosamente, desaparecieron durante la causa hasta una declaración autoinculpatoria que, al parecer, fue firmada tras vejaciones y torturas policiales. Pruebas concluyentes, según el Tribunal que las estudió que, finalmente, condenaron al que siempre fue considerado como “cabeza de turco” de un plan mucho más complejo y multitudinario.

Ante tal panorama y previendo una suerte no demasiado dispar a la de su amigo, Anastasio escapó de España en diciembre de 1987, apenas un mes antes de su juicio. Desde entonces y hasta la prescripción del crimen, se había mantenido en paradero desconocido al menos oficialmente, ya que con cuentagotas fueron apareciendo en prensa algunas entrevistas en las que invariablemente insistía sobre su inocencia. Tras el plazo estipulado por la justicia española, Anastasio regresó a España con una vida sólidamente construida. Aquí reside desde entonces, como un anónimo ciudadano más, ajeno al más sórdido episodio de su vida pasada.

Mas el periodista de ficción creado por Miralles y Menéndez logra dar con él y arrancarle una suerte de confesión autobiográfica que, paradójicamente, lejos de cerrar interrogantes, los deja abiertos para el lector perspicaz. ¿Mató realmente Escobedo a sus suegros? ¿Andan todavía vivitos y coleando los instigadores reales del cruel asesinato? ¿Participó Anastasio en el crimen más allá de los hechos probados que confesó y aún hoy confiesa? ¿Pudo haber hecho más la policía para el esclarecimiento del caso y no quiso? ¿Facilitó la justicia, con su laxa actuación, que Javier Anastasio huyera a Amércica? ¿Se suicidó Rafael Escobedo en el penal del Dueso o lo mataron?…

En este punto, he de confesar que disiento un tanto del eslogan publicitario dado al volumen por La esfera de los libros y, quizás también, por sus autores; porque ¿es verdaderamente El hombre que no fui una “novela”?  La impresión que uno tiene tras su lectura no es tanto la de encontrarse ante una obra de ficción al uso –vulgo novela- sino más bien ante un riguroso trabajo de investigación que pone en pie y confronta con la realidad los múltiples ángulos muertos que aún hoy permanecen en el caso. ¿Modestia de los autores o quizás una manera de evadir algún que otro problema legal? Puede que ambas cosas a la vez.

Lo que sí está claro es que Javier Menéndez Flores y Melchor Miralles han firmado una excelente narración: ágil, con tensión e intriga, muy bien construida y extraordinariamente escrita. Una narración que hunde sus raíces en el estudio profundo del sumario, que escudriña la mejor selección bibliográfica existente sobre el caso y que juega su principal baza en el contenido de horas y horas de intensa conversación con uno de sus testigos más principales. Una obra, en fin, más que recomendable para el público en general e indispensable para todos aquellos que sienten una especial inclinación por la historia del crimen en España.

¿Cómo era aquello de que la historia de un país es la historia también de sus crímenes? Pues eso, lean, disfruten… y aprendan historia.

El hombre que no fui (La Esfera de los Libros, 2017) | Javier Menéndez Flores y Melchor Miralles | 358 páginas | 20,90 euros

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