MANOLO HARO | Hubo un tiempo en Europa en el que sus caminos se vieron hollados por los pies de hombres sabios, hombres que portaban bajo sus capas un conocimiento que entregaban a auditorios atentos y deseosos de ser acercados a un verdadero saber que aunara la esencia de la Antigüedad, del cristianismo y de lo único salvable de un momento en la historia del Continente donde se estaba entrando en la deriva que despojaría de alma al mundo, a las cosas y a sus gentes. Winckelmann, Walter Pater, Goethe o John Ruskin pertenecieron a esa estirpe. Estos nombres aquí acuadrillados podrían colocarse bajo la reflexión que dejó apuntada Hegel sobre el mismo Winckelmann: “En la contemplación de las obras de arte de los clásicos, Winckelmann halló la inspiración que le permitiría dar un nuevo sentido al estudio del arte. Debe ser considerado como uno de los hombres que, en la esfera del arte, han sabido proporcionar una nueva herramienta al espíritu humano”. Por su parte, Goethe planteaba que el problema de la cultura se centraba en una pregunta: ¿pueden la alegría y la universalidad del ideal antiguo ser trasladado a las obras artísticas que abarcarían la plenitud de la experiencia del mundo moderno? Se podría admitir que Ruskin se movió entre esas dos querencias: la contemplación y el estudio del arte y el deseo de que éste supusiera una vía para la consecución de una existencia más plena.
Pero, ¿quién fue este Ruskin que se cuela entre nombres tan ilustres? Pues para muchos fue el mayor crítico de arte de la Inglaterra del XIX, el mayor de sus grandes victorianos, el más sagaz de sus eruditos y el más vigoroso y original pensador del siglo. Comparte con la Reina Victoria y con la “Oda a un ruiseñor” de Keats, el año de su nacimiento en la periferia de Londres, 1819. El próspero negocio de vinos de Jerez de su padre le permitió una vida desahogada y una educación exquisita. Ruskin se formó en casa bajo la severa moral de una religiosidad escocesa de la que hacían gala sus progenitores. Ya de niño con frecuencia caminaba hasta alguna galería de la ciudad para familiarizarse con el arte del momento. Su entrada en Oxford no le proporcionó ningún conocimiento que no hubiera atesorado en casa, sí un reconocido e inquebrantable lazo con los clásicos. Un desengaño amoroso a los 21 años con Adéle Domecq, hija del socio de su padre, lo llevó a emprender un viaje por Europa. Como él mismo aclara, la visión de los Alpes fue “el acontecimiento decisivo de su vida”. Sus viajes, en especial por Italia, le procuraron un profundo saber en torno al arte del Renacimiento. Le parecían execrables todos aquellos pintores que no copiaran verazmente la Naturaleza. Sus ideas sobre la pintura, que plasmó en su obra Pintores modernos, sirvió de base teórica del movimiento Prerrafaelita, del que fue su máximo teórico. Admiró y defendió a Turner precisamente por su veracidad.
Además de la pintura, la historia, la arquitectura, Ruskin mostró una gran sensibilidad hacia la educación y la formación moral de las personas. Este volumen que publica Cátedra es una pequeña pero preciosísima contribución a la hora de volcar a nuestra lengua una obra de honda meditación y calado humanos. La cuidada edición de Javier Alcoriza ya plantea en el prólogo una cuestión esencial: “cómo leer a Ruskin estaría en estrecha relación con el modo en que Ruskin nos recomienda leer”. Este Sésamo y lirios reúne tres conferencias con las que el autor abordó asuntos que tienen en común la reflexión en torno al acto de leer y de entregar lo leído al mundo. De su canon de “literatura clásica sagrada”, en el que figuran Dante, Milton, Homero y Shakespeare, admitía que se podía aprender tanto como de la Biblia. La exigencia de lectura que defiende es aquella que coloca al lector en el mismo acto de consciente voluntad que el hacedor. Leer de verdad, con la profunda certeza de que estamos entendiendo cómo sintió y cómo pensó su autor, se conforma en empresa social en tanto que el arte, como la Naturaleza, nos hace mejores. Ruskin es un moralista de estirpe esteticista, que defiende una absolución en vida por medio del Arte. Su mente filosófica, emparentada con una necesidad logográfica, plasma en estos escritos gran parte de su ideal estético y vital.
El no ceñirse a lo meramente estético trae consigo también vivos apuntes sobre lo que ya ocurría a mitad de siglo en Suiza y que, por extensión, ocurrió y ocurre aún en el resto del mundo civilizado: “El valle de Cluse, por el que infelices viajeros consienten ahora en ser facturados, atestados en cestas como pescado, con tal de poder alcanzar a precio barato, con la prisa fervorosa que se ha convertido en la ley de su ser, la cañada de Chamouni, cuyo encantador primer plano rocoso ha sido ahora derruido para construir hoteles para ellos, contiene más belleza en media legua del que contenía todo el valle que han devastado y convertido en un casino con su indemne orgullo; y ese pasaje del Jura por Olten (entre Basle y Lucerna), que el turista moderno atraviesa triunfante por un túnel en diez minutos, entre dos gruñidos porcinos que reclaman el extático tránsito, le solía mostrar en cada recodo y curva de su ascenso serpenteante al caminante que recogía flores silvestres, durante medio día feliz, aspectos más divinos de los Alpes distantes de los que nunca se han logrado con esfuerzo agotador o ganado al arriesgar la vida”.
Por ello, este librito es un joyero atestado de perlas sueltas entre las bien engastadas. En el prefacio de 1871 advierte sobre la importancia de no desperdiciar la corta vida en leer libros sin valor, sobre cómo todo país civilizado ha de poner al alcance de sus habitantes los que sí lo tengan y sobre la conveniencia de contar con un equipo de salvamento, una pequeña estantería con pocos pero suculentos títulos para ser usados durante toda una vida. Ruskin además de esteta es un ‘gentleman’ que defiende la conveniencia de usar dos espejos en el tocador para el cuidado del vestir físico y del alma, así como colocar encima del mantel una o dos flores del jardín. “Dejad que el descorazonamiento sobrepase cierto punto de amargura y el corazón perderá su vida para siempre”, avisa en un claro afán de que lo feo de la vida no trascienda en la existencia de los jóvenes, pues “Sésamo. De los tesoros de los reyes” y “Lirios. De los jardines de las reinas” son ambos textos un llamamiento a que, tanto hombres como mujeres, encuentren en el trabajoso roturar de páginas sobresalientes el alimento para sus almas. A la manera de Harold Bloom en este siglo, Ruskin trataba sobre qué, cómo y por qué leer, defendiendo siempre un acercamiento al libro con “alma pensativa” que se nutra de lo que valioso contiene.
Remata el volumen con la conferencia “El misterio de la vida y sus artes”, reflexión que imbrica el motivo de la existencia de los seres humanos de una nación con las necesidades que debe cubrir una juventud bien educada para enfrentar el mundo con solvencia moral. Esta no es otra que la de enseñarles a sacar el alimento de la tierra, saber vestirse y conocer los rudimentos de la arquitectura para darse cobijo.
Ruskin es un pensador de imágenes certeras. Su estilo busca la cercanía más que la sorpresa. Las notas que acompañan al texto ofrecen una visión de un autor que trabaja su discurso en los detalles más nimios, como él mismo plantea la lectura de los textos canónicos. A veces la metáfora queda flotando en el aire a modo de símbolo especioso. Tal vez el paso del tiempo no le perdone cuestiones a cuya urgencia actual Ruskin no podía acudir por motivos evidentes: como es el caso de su complaciente y ancilar visión de la educación de la mujer, demasiado pendiente de su función como esposa o mujer por desposar. A pesar de ello, su lectura resulta deliciosa, así como la de su obra Técnicas de dibujo (Laertes, 2012), de la que no puedo dejar de copiar un fragmento que retrata muy bien un mundo extinto y maravilloso del que sólo nos podemos hacer una idea gracias a estas maravillosas recuperaciones: “si al estudiante le parece oscura cualquiera de las instrucciones subsiguientes, o en una fase cualquiera de las prácticas aconsejadas tropieza con dificultades que yo no le haya preparado lo suficiente para superar, puede dirigirse por carta a Mr. Ward, que es mi ayudante en el Working Men’s College (45 Great Ormond Street); él le proporcionará cualquier ayuda que necesite por la cantidad más módica imprescindible para remunerar la ocupación de su tiempo (…); y creo que el estudiante que se ajuste a sus instrucciones descubrirá que, en general, las mejores respuestas las da la perseverancia, y que los mejores maestros de dibujo son los bosques y las colinas”. Bye.
Sésamo y lirios (Cátedra, 2015) de John Ruskin | 256 páginas | 15 € | Edición de Javier Alcoriza