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El escultor del tiempo

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Una y otra vez la película se desmoronaba en el montaje, se negaba a ponerse de pie, no tenía unidad, unión interior, se desperdigaba ante nuestros ojos (…) Pero un buen día, intentando desesperado por última vez, surgió de repente una cerrada y coherente unidad de imágenes (…) El material cobró vida y los elementos, las partes de la película entablaron relaciones fundamentales mutuas y se unificaron hasta formar un sistema preciso, orgánico. Andrei Tarkovski  (sobre El espejo)

 

 JABO J. PIZARROSO | Imagínate una habitación con escaso mobiliario. Puede haber una mesa grande, desconchadas paredes, cuatro sillas. Un cortinón que se desliza en ocasiones por el cristal y abre y cierra la visión de una calle con edificios racionalistas de doce plantas, con casas iguales. Imagínate que en esa habitación hay un joven de pómulos rectos, de huesos de calavera duros que marcan las facciones como un carboncillo las líneas de un retrato, con ojos que son piedras volcánicas, ojos grandes y bigote de cosaco. Está sentado en una de las sillas. A su lado, una mujer que de cuando en vez cierra los ojos y habla como en trance, con voces de otros seres. En este preciso instante la mujer habla con voz de hombre, habla con la voz de Boris Pasternak. El hombre de apariencia cosaca que está a su lado ni se inmuta.  Se llama Andrei. Espera unos segundos, y al rato lanza la pregunta que ha preparado para esta sesión de espiritismo, ¿cuántas películas haré?…, Se oye el cloquear goteante de un alero. Primero gruesas notas graves de goterones que inician una lluvia cada vez más ametralladora. Luego el goteo de un grifo mal cerrado, un vaso lleno de leche que se acaba de volcar en una encimera de una habitación cercana, y que rueda, con un sonido de piedras de cristal, que abre una luna de pensamiento en las dos personas silentes dentro del cuadro de la habitación.

La mujer deja que Boris Pasternak hable en ella. Siete películas, pero todas buenas, esa la contestación.

Esta es una de las anécdotas con las que se inicia el prólogo de este libro. Desde Esculpir en el tiempo, publicado en Ediciones Rialp allá por los noventa, no teníamos rituales editoriales como los que se están publicando actualmente en torno a la figura de uno de los directores de cine más impresionantes del siglo XX, Andrei Tarkovski.

Aquella o aquel que se haya dejado embalsamar por esa voz dactilar, de pulsos cromáticos que reúne versos del padre del director en varias escenas de El espejo: Todo el mundo se transformaba, / hasta las cosas simples -el cuenco, el jarro-/ cuando entre nosotros se alzaba, como en guardia/ el agua dura y laminada, aquel o aquella que se haya tumbado en La Zona junto a Stalker, o aquella o aquel que haya visto arder a Doménico entre hombres y mujeres sigilosos y detenidos en Nostalgia, en un remedo estático de la escalera de Odessa, esta vez vigilantes ante la destrucción del mundo, en la que un hombre se entrega a lo bonzo, como llevaban haciendo los monjes budistas desde hace años en las calles de Saigón, tiene ahora la posibilidad de acercarse por primera vez a los textos literarios de este director, los guiones que en forma de narraciones sin tecnicismos, sin subrayados de EXT ni INT, sin números de escena,  recoge este libro.

En 2013 Geoff Dyer publicó en su versión castellana, (Zona: Un libro sobre una película sobre un viaje a una habitación, Literatura Random House), su libro sobre la película Stalker, un costurero y puntilloso acercamiento al visionaje de este filme desde la crónica íntima y cercana de un espectador privilegiado y aprisionado por la magia de esta joya del cine. En el documental The Story of Film: An Odyssey, Marc Cousins, en el capítulo 8, se dice de Andrei: «los sorprendentes finales de sus películas son lo que él llamaba detectores de lo absoluto». Los pulsos audiovisuales de muchas de las escenas de Tarkovski tienen eso mismo, lo que Walter Benjamin llamaba aura, «la sensación de una lejanía por muy cercana que ésta pudiera estar de nosotros» , una de las muchas explicaciones que se han dado al arte.

En el documental Room 666, Wim Wenders reunió durante el Festival de Cannes de 1982 a un nutrido grupo de directores en una habitación de hotel. A todos les hizo la misma pregunta, ¿cuál es el futuro del cine? Uno de los invitados a este experimento de habitación vacía con un televisor encendido y una Nagra en la mesa, era Werner Herzog. Antes de responder a la pregunta formulada, se descalza, se desprende de los calcetines y los zapatos porque esa es la manera de responder a esa pregunta, y estas son algunas de las palabras que recoge el documental:

«Yo no veo la situación de forma tan dramática,  como se deduce de esta pregunta. Yo siento que no dependemos totalmente de la televisión. Las películas artísticas se encuentran en un aparte, la televisión es un tipo de juke-box. Tú nunca estás dentro de un espacio teatral, o dentro del propio filme, porque tienes una posición móvil como espectador frente a la tele, y puedes apagarla, pero en cambio el cine no puedes apagarlo.»

Eso decía Herzog en el 82. ¿Qué diría hoy? ¿Hemos apagado el cine, la película del mundo?

Esperemos que no. Habrá que volver a Tarkovski para encontrar la brújula, para evitar que el cine no se apague. En sus reflexiones sobre la cualidad de las imágenes, del sonido, dijo «una imagen contiene la conciencia de lo infinito, del espíritu de la materia«, «Si se aumenta la duración media de un plano, te aburres, pero si sigues alargándolo, despierta tu interés, y si lo haces todavía más largo, emerge una cualidad nueva, una intensidad especial de la atención.» Este director se pasaba horas, días, semanas experimentando con distintos fluidos, y líquidos, probando sus goteares, sus caídas sobre diferentes materiales, sobre bases de materia distinta para encontrar esas notas naturales que catapultaran sus imágenes a esa parte de los espectadores que solo este tipo de películas despierta y ahonda. En la actualidad pocos directores continúan esta senda de trabajo artística que se inició con el director ruso. Puede que en algo se parezcan los créditos iniciales de Roma, de Alfonso Cuarón, con esa imagen pregnante de un enlosado sobre el que un charco fluido abre y cierra una imagen reflejada de un barandal y un cielo atravesado por un avión.

En Narraciones para el cine se puede disfrutar plenamente de los textos de Solaris, Stalker, Blanco, blanco día (El Espejo), Nostalgia, Sacrificio, y de los guiones de rodaje de La aplanadora y el violín y la La Infancia de Iván. Se trata, como bien apunta el prólogo de un acercamiento y un descubrimiento de la escritura narrativo-fílmica de Tarkovsky, porque negro sobre blanco, ya se encuentran en estos guiones literarios todas las características de las escenas que luego rodará con precisión milimétrica. Un ejemplo del guion de Nostalgia,

«El cielo está lleno de nubes blancas, ligeras, como esquirlas. Su reflejo se desliza por la colina, diluyendo la sombra de los árboles diseminados por la pendiente. Alternancia de luz y sombra en la suave superficie de la cresta que ondula hacia el horizonte – como si fuera el aliento de la vida misma, el ritmo victorioso de la naturaleza-, colmado por el canto de las cigarras y la luz, enceguecedora cuando el sol aparece entre las nubes. Tierra labrada d ela Toscana por donde pasan sombras de nubes, casi tan bella como mis campos, mis bosques, mis colinas, lejanos, rusos, inabarcables, eternos.»

La experiencia profundamente humana del visionado de las películas de este director, se hace mayúscula con la inmersión en los libretos de Tarkovsky que nos regala este magnífico libro, que serán, no hay duda, un ritual estético de placeres insospechados para todo amante de la literatura y del cine que se abra sus páginas.

Narraciones para cine. Guiones literarios (Mardulce, 2018) | Andrei Tarkovski | 648 páginas | 20,90€ | Traducción de Luisa Borovsky

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