JABO H. PIZARROSO | Los últimos diez o veinte años muchos escritores han hecho un esfuerzo por mezclarse con la clase media, vivir como empleados de banca y disimular cualquier signo exterior de desorden; una estrategia espléndida, en mi opinión, siempre que se trate de un acto de espionaje concebido para estar en la mejor posición y observar las costumbres de sus enemigos naturales, fragmento de una carta escrita por John Cheever el 19 de marzo de 1946.
(Cartas, John Cheever, Penguin Random House, 2018)
No nací en una verdadera clase social, y desde muy pronto tomé la decisión de infiltrarme en la clase media como un espía para poder atacar desde una posición ventajosa, solo que a veces me parece que he olvidado mi misión y tomo mis disfraces demasiado en serio.
(Diarios, John Cheever, Penguin Random House, 2018)
Aún hoy se puede adquirir al precio de unos 350.000 dólares la casa en la que vivió la mayor parte de su vida John Cheever, en el número 197 de Cedar Lane, en Ossining, estado de Nueva York. El refugio desde el que proyectó atravesar a nado las piscinas de todos los vecinos de su condado, «El nadador», y la mayor parte de los cuentos que aparecen en esta grandiosa edición, seguramente una de las que mejor ha recogido la mayor parte de los relatos cortos de este gigante norteamericano de las letras.
A mediados de 1973, en el Writer’s Workshop de la Universidad de Iowa, coincidieron dando clase los dos grandes maestros del relato corto norteamericano del siglo XX, Carver y Cheever. Pero no hicieron otra cosa que beber ginebra, whisky y lo que tuvieran a mano que superase los cuarenta grados. Ambos reconocen que no desenfundaron en ningún momento sus respectivas máquinas de escribir. Uno imagina en sus delirios mitomaníacos, algún que otro invitado de lujo en esos encuentros alcohólicos, Ernest Hemingway, por ejemplo, y ya tendríamos completa la sagrada trinidad de los maestros del relato americano. Se me ocurre pensar que existen dos tipos de lectores cheeverianos, los que llegan a Cheever pasando previamente por Carver y los que llegan a Cheever y luego acampan en Carver. Hace unos años, en una entrevista para Avión de Papel, Eloy Tizón decía esto: “No me llevaría un libro de Carver al hospital: un libro de Cheever sí”. Estoy de acuerdo con él. El autor del conocido como realismo sucio norteamericano tiene un gran peso específico en las letras universales, pero hablar de Cheever son palabras mayores, sobre todo si uno tiene que curarse de algo y confiar en una pronta sanación. Carver, como Thomas Bernhard, no cura, enferma. Y no es una cuestión de meterles a competir, ya hicieron lo suyo bebiendo como cosacos en Iowa, no sé quién ganaría, se trata tan solo de analizarlos en conjunto y comprobar de dónde sale la obra de uno y de dónde la de otro. Si Carver es un continuador directo del esquematismo de frase corta de Hemingway, de la elocuencia minimal del autor de «Los asesinos», Cheever compite en otra disciplina deportiva diferente a la de Raymond. Es curioso el delineado concéntrico al que somete Cheever a la frase larga, las subordinada que se subordina y vuelve a hacerlo, puede que una estructura narrativa un tanto impropia para el idioma inglés, más que impropia, inusual, algo más reconocible en la lengua castellana, tan de meandros, tan de tiralíneas hacia el infinito del punto, es curioso, digo, que este tipo de frase inacabable, es una de las características más sorprendentes, desconcertantes y mágicas de este escritor. Y por ende, una de las características que separa a Carver y a Hemingway de la manera de escribir de Cheever.
Otro de los aspectos más renombrados y aplaudidos de la escritura de este autor son los comienzos de sus cuentos. Vayan tres ejemplos por delante:
Cuando el tren de Chicago salió de Albany y empezó a traquetear valle fluvial abajo camino de Nueva York, los Malloy, que ya habían vivido con anterioridad muchos momentos emocionantes, sintieron que se les aceleraba la respiración, como si no hubiese suficiente aire en el vagón. Enderezaron las espaldas y alzaron las cabezas, en busca de oxígeno, como la tripulación de un submarino condenado. «¡Oh, ciudad de sueños rotos!» (pág. 63 de esta edición)
Al final de casi todas las largas y multitudinarias fiestas de los sábados por la noche en el barrio residencial Shady Hill, cuando prácticamente todos los que iban a jugar al golf o al tenis a la mañana siguiente se habían marchado ya a sus casas y los diez o doce supervivientes parecían incapaces de poner término a la velada a pesar de que la ginebra y el whisky se estuviesen acabando, y aquí y allá las mujeres que aguantaban por acompañar a sus maridos hubiesen empezado a beber leche; cuando todo el mundo había perdido por completo la noción del tiempo, y las canguros que aguardaban en sus distintos hogares a aquellos recalcitrantes se habían tumbado hacía ya mucho en el sofá y dormían a pierna suelta, soñando con ganar concursos de cocina, con viajes transoceánicos y aventuras románticas; (…) «¡Adiós, juventud! ¡Adiós, Belleza!”, (pág. 266 de esta edición)
«No tiene sentido complicarse la vida, pero en cualquier descripción amplia y autentica de la ciudad en que todos vivimos tiene que haber sitio para decir una palabras sobre los que se niegan a desaparecer, sobre los que se agarran a cualquier cosa, sobre esas personas que nunca triunfan, pero tampoco se rinden, los eternos insatisfechos que todos hemos conocido en una y otra ocasión”, ¿y si nos quedáramos así, con este inicio?, ¡venga, no está tan mal!, pero Cheever nos mete en el remolino desasosegante que concreta esta primera abstracta aproximación a los personajes de este cuento y así, continúa de esta manera tan cortante y a la vez tan maravillosa, “Me refiero a los aristócratas de poca monta que viven en la parta alta del East Side, a esos hombres elegantes y encantadores que trabajan para firmas de abogados y a sus pretenciosas mujeres, con sus visones de saldo y sus estolas raídas, sus zapatos de cocodrilo, sus aires de superioridad al hablar con los porteros y las cajeras de los supermercados, sus joyas de oro de ley y sus ultimas gotas de Je Reviens y de Chanel.”, en “Solo una vez más”, (pág. 314 de esta edición)
Random House Mondadori ha querido regalarnos en 2018 el año Cheever, y ha sacado en tres voluminosos tomos casi toda la obra corta de John. Así, aparte del libro reseñado ahora, tenemos en librerías las Cartas y también los Diarios, que, avanzo, se reseñarán en breve en esta casa. En el tomo de las Cartas, recopiladas por Benjamín, uno de sus hijos, se puede leer esto: «Mi padre se ponía el traje por la mañana y bajaba en el ascensor con los hombres que iban al trabajo, pero no se apeaba en el primer piso. Seguía hasta el sótano e iba al cuarto de la criada al que alude más abajo. Una vez allí se quitaba el traje, lo colgaba y escribía en ropa interior. De ese modo cubría las apariencias y se ahorraba la factura de la tintorería». La mayor parte de los cuentos que escribió Cheever los escribió en calzoncillos, detalle que en alguna ocasión también ha comentado el propio autor. Se colocaba el traje burgués de clase media y se lanzaba a su trabajo, pero en un momento dado les daba el cambiazo a los que bajaban con él en el ascensor, porque el trabajo de espía de Cheever estaba localizado en un sótano iluminado con luz artificial desde el que destripaba a esa clase social embriagada por el sueño americano a la que desde su desnudez corporal descubría, conocía y revelaba mejor que nadie. Este detalle del traje, como un camuflarse antes de desnudarse y contar desde el tuétano desnudo lo que es la clase media americana del Norte, es absolutamente revelador de lo que supone la concepción, el arte poética de Cheever.
Este autor ha sido conocido como el poeta de los suburbios residenciales, “Mi maleta está llena de mantequilla de cacahuete, y soy fugitivo de los suburbios residenciales de todas las grandes ciudades. ¡Qué agujeros! Los suburbios residenciales, quiero decir”, de esas ciudades dormitorio que fueron copiadas, piscina por piscina, murete por murete y adosado por adosado en muchas ciudades españolas en tiempos del último milagro y antes del último big-bang económico. El inconfundible olor de la mujer de clase media, que moviera a escribir y crear al protagonista de Juan Mayorga en la obra de teatro El último de la fila, llevada al cine por François Ozon bajo el título Dans la maison, sería aplicable de manera resumida y como etiqueta a muchos de los cuentos de Cheever, pero transformado en un epítome como el que sigue: «El profundo agujero de la clase media. Manual de Instrucciones para no hundirse». Porque, todo hay que decirlo, Cheever es a la literatura lo que Stephen Hawking es a la ciencia. El primero nos ha dado las claves, las ecuaciones narrativas y matemáticas que nos descubren los agujeros negros del ser humano como habitante social de las residencias de la clase media y el segundo ha hecho lo propio con los agujeros negros del universo.
De todas formas, Cheever es un desclasado en estado puro. Un desclasado como aquellos a los que hace referencia en muchas de sus pláticas gnoseológicas el genial Constantino Bértolo, porque Cheever sería uno más de «entre las generaciones de nuevos desclasados a los que ese mismo desarrollo económico les – nos- permitió sentarse en la mesa del Arte, y también, más paradójicamente todavía, entre aquellos intelectuales interesados en la transformación social pero que se resisten a desprenderse de su equipaje humanista. En ese sentido creo que se puede hablar de un movimiento reaccionario en el interior de las fuerzas de emancipación que asisten perplejas a la barbarie del mercado y reaccionan volviendo la mirada hacia atrás con el evidente peligro de convertirse en estatuas de sal» (culturamas.es).
Quizá habría que matizar la aseveración última de la cita bertoliana si queremos ajustarla a un análisis totalizador y riguroso de la obra de Cheever, de la finalidad sin fin que lleva impresa toda la obra de Cheever. Y ese matiz vendría por preguntarse si Cheever, con su genialidad creativa y narrativa, desde sus bondades mayúsculas, no sería un espía revelador de la podredumbre de la clase media en su cúspide desarrollista capitalista, sino más bien un mero observador que en ocasiones coquetea con eso que es y que no quiere ser, en el fondo, un enfermo de síndrome de Estocolmo frente a los que considera enemigos que si uno lo piensa bien, son esos mismos con los que vive y quiere vivir, y a los que disecciona magistralmente en sus cuentos.
Nos desplazamos de escritor, y no nos alejamos de Cheever, advierto que solo tomamos otra perspectiva para seguir profundizando en él, y llegamos a Roberto Bolaño. En el año 2003, en Sevilla, en un encuentro de escritores latinoamericanos, el deambular de un Bolaño a punto de la extinción física, le llevó al autor chileno a escribir un cuento titulado «Sevilla me mata». En este cuento se dice: «Por el contrario, ahora, sobre todo en Latinoamérica, los escritores salen de la clase media baja o de las filas del proletariado y lo que desean, al final de la jornada, es un ligero barniz de respetabilidad. (…) esos escritores que saben, pues solo vivieron de niños en sus casas, lo duro que es trabajar ocho horas diarias, o nueve o diez, que fueron las horas laborables de sus padres, cuando había trabajo, además, pues peor que trabajar diez horas diarias es no poder trabajar ninguna y arrastrase buscando una ocupación (pagada, se entiende) en el laberinto, o, más que laberinto, en el atroz crucigrama latinoamericano”, “El secreto del mal”, Roberto Bolaño, Anagrama 2007 (págs. 175-176 de esta edición).
El subdesarrollo latinoamericano coloca a Bolaño en una posición de regional frente a Cheever. Si a Cheever lo construye el imperio de capitalismo sobre-desarrollado y hegemónico norteamericano, a Bolaño lo han construido las políticas de deuda odiosa del FMI, el Banco Mundial y el subdesarrollo. Por eso uno desea dejar de ser lo que es y lo escalpela de manera tan asombrosa en sus cuentos y otro, Bolaño, quiere salir del suburbio y entrar en los barrios dormitorio donde se compran kilos de vísceras en grandes superficies comerciales los sábados por la tarde con los niños en la parte trasera del coche. En el fondo, ¿qué quiero decir con esto?, que Cheever es uno de los mejores autores norteamericanos del siglo XX, el único o uno de los pocos que es capaz de verle el ombligo al monstruo y contárnoslo. Y aparte, lo cuenta tan, pero tan bien, escribe de esa manera tan de ceramista ciego, tan sorpresiva, describe el hecho humano burgués de una forma tan asombrosa que, aunque en el fondo él mismo tenga sus dudas acerca de la clase en la que quiere seguir viviendo, aunque él mismo se considere un espía, un espía blando que juega a servir a dobles banderas, como lectores, aún a riesgo de convertirnos en estatuas de sal y de tener una cierta mirada reaccionaria tras la lectura sin meditar de los cuentos de Cheever, podemos darnos con un canto en los dientes cada vez que posamos nuestra mirada sobre cada uno de los cuentos de este gigante.
Cuentos (Literatura Random House, 2018), de John Cheever |880 páginas |26,90 euros | Traducción de Jose Luis López Muñoz y Jaime Zulaika Goicoechea
Magnífica crítica.