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El evangelio de K. Dick

JABO H. PIZARROSO | “Si ustedes encuentran este mundo malo, deberían ver algunos de los otros«. Philip K. Dick lo dijo en Metz, año 1977, tres después de su famosa revelación a partir del pescadito de oro, símbolo de los primeros cristianos, que llevaba colgado del cuello la mujer que llamó a su puerta para entregarle un medicamento con el que doblegar un dolor de muelas que no le dejaba vivir, le impedía pensar, reventaba y descascarillaba su cráneo a martillazos desde la boca.

Tras ese instante ocurrido en el 2-3-74, Dick aumenta su ritmo de trabajo de una manera ciclópea, maratoniana, con el rigor de los iluminados, con la pasión y la intensidad del que emprende un trabajo descomunal, litúrgico y cegador.

Cada noche hasta el día de su muerte, ocho años después, exactos, un 2-3-82, embarca en galeras, emborrona cientos de cuadernos para explicarse, para explicarnos, para saber qué ha ocurrido en ese momento y durante todos en los que ha escrito sus libros, para qué los ha hecho, qué vio en ellos, qué le llevó a escribirlos, qué descubrió cuando los hizo, de qué quiso hablar, de qué consiguió hablar, cuáles fueron sus logros y cómo de inquietantes alcanzaron a ser sus fracasos, el fuego de todo su trabajo imposible.

Son años de auténtica fiebre grafológica tras los que saldrán unas ocho mil páginas, incluso más, de las que se han publicado fragmentos tras la muerte de este autor norteamericano, y de las que por fin tenemos un buen pedazo, la clave, la dovela que sostiene la catedral de la obra de este autor, disponible ahora en la editorial Minotauro.

        Exégesis; podemos traducirlo como explicación, comentario, interpretación.

No conozco un autor, no quiero decir con esto que no exista, que haya hecho algo así con un esfuerzo de galeote tan mayúsculo como el que desarrolló Dick para abrir las puertas de su hermeneútica perceptiva, para conocerse, para saberse, para determinarse, para inmolarse, para mostrarnos todos los universos en los que entró y de los que salió y con los que convivía cada jornada con el objeto de escribirlos, mostrarlos, exponerlos, contarlos para creerlos o refutarlos, para darse cuenta de su dasein, para estar en ellos y en sí, el dilema de todo autor, el de la salvaje supervivencia a la que se enfrenta a diario: ¿Cómo es posible vivir en los mundos paralelos que nuestra mente crea y hacerlo también en este mundo apuntalado por la convención establecida y necesitada de saberlo real?

Exégesis fue la medicina que este autor encontró para no romper su logos, para no perder pie en la realidad, para conocer el Logos de lo real, el alma del mundo o al menos entrar en ella sin olvidar el billete de vuelta una vez iniciado el viaje, olvidándolo, asumiendo el riesgo de perderse a sí mismo, tensión que K. Dick enfrenta en cada una de las páginas del gran pedazo de la exégesis que se publicó hace un año.

Cuando digo la palabra medicina no estoy pensando en el artificioso amaño sintético con el que mediante una pastilla nos curamos un catarro. Esta medicina de la que hablo es la primigenia, la que otorga la corteza de un árbol, la raíz de una planta, la yema que brotó en una rama, el órgano seco de un animal, el agua mineralizada que escupe la montaña como manantial helado y sabe a hierro, a cobre, a litio, a tierras raras.

Es la medicina en el concepto empleado por el ser humano originario, término que engloba los de cuidarse, meditar, poner remedio, pensar; es la medicina en su fórmula filológica esencial y griega, ampliada dentro del concepto de médomai.

Exégesis es el evangelio de un escritor enfrentándose a todo su corpus, a toda su animula, vagula, blandula, a toda la grandeza y pequeñez de su hecho espiritual.

Exégesis es la constatación de que la escritura es la única herramienta de la que disponemos para conocer un poco solamente la condición humana.

Exégesis es un libro autorreferencial, apasionante, desmoralizador, entregado, abigarrado, estridente, inmenso, estimulante, imposible, desatascador, inacabable, sincero, explosivo, inútil, desconsiderado, exultante, aciago, bíblico, augural, uranio, marciano y terráqueo.

Exégesis es la piedra caliza y filosofal de Sísifo empujada cada noche por Philip K. Dick a pulso, empapada de sudor, llena de asperezas, pesada como una tonelada de luz, la piedra incaica de los doce ángulos que este grandísimo escritor norteamericano sube hasta la cumbre de un conocimiento inefable pero empeñado en ser escritura en simetría con los humores de su alma.

¿Qué es lo que vio Philip K. Dick y trató de explicar con su exégesis? ¿Por qué recibió un don de lenguas? ¿Por qué en los letargos del sueño y en los esquinados espacios cuadrumanos de su duermevela irrompible y persistente pudo llegar a una espacio-temporalidad tan visionaria?

No sé si Exégesis es un libro para bebérselo de una sentada semanal, durmiendo poco, emulando el método con el que lo escribió Dick. Cada lector, cada lectora, sabrá qué hacer con él, cómo devorarlo, sorberlo a párrafos, páginas sueltas, abandonarlo y volver, pero no olvidarlo.

El ejemplar que yo tengo se ha convertido en un libro sagrado para mí. Contra sus páginas me lanzo como sobre  la superficie de una piscina helada y una vez dentro de su agua descubro la inocencia desnuda de saberme cada vez más devoto del apostolado literario de este autor inconmensurable.

En Exégesis encuentro a diario las dosis de heroína filosófica que necesito para seguir aquí.

La Exégesis de Philip K. Dick (Minotauro, 2023) | Philip K. Dick | Edición de Pamela Jackson y Jonathan Lethem | Traducción de Juan Pascual Martínez Fernández |1200 páginas | 71,25 euros

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