ILYA U. TOPPER | Oh Jrisula, Jrisula. Qué destino tristinclemente te ha puesto en manos de un escritor como Nikos Kazantzakis, capaz de trazarte, acuarelimpia, como figura de luz… y luego ir destinándote a ese terrible destino decimonónico que es morir de amor.
Jrisula es la protagonista de esta novela de juventud de Kazantzakis, una novela ¡ay! tan distinta a la que nos regaló el vulgalegre personaje del obrero, músico y follador Alexis Zorba, el griego, e hizo inmortal a su autor. Almas rotas, escrita 38 años antes (1908) y solo publicado una vez en una revista hasta su primera edición en forma de libro en 2007, nos lleva al París de un principio de siglo que es casi aún fin de siècle. A la comunidad reducida y prietejida de los estudiantes griegos, que fingen ocuparse de ideales patrios, aunque suelen lentarrastrarse por la humanundación de esta metrópolis para noctaescabullirse finalmente a cualquier café cantante. Salvo Orestis.
No es casualidad que el amante de Jrisula se llame Orestis, desde luego, visto como acabará. (El gentil lector me entenderá si conoce la terrible labor de las Erinias). Y como su tocayo bajo las manos de Eurípides o Sófocles, el Orestis de Kazantzakis no tiene la culpa, aunque no sea el dios Apolón sino el dios Eros quien lo empuja hacia el crimen. Un crimen que comete por omisión, como todos los crímenes de amor. Orestis ama a Jrisula, pero no como debería. Porque está Nora, y donde esté Nora no hay nada más.
El deseo por Nora, erotencumbrada, se ofidienrosca alrededor del alma de Orestis, y lo asfixia. El joven, que en el primer capítulo aún creía ser llamado a rescatar los almesclavos de sus compatriotas, ¡qué digo! ¡de la humanidad! y de fratensamblarlos en un proyecto ético digno del siglo XX, pronto se deja ir, al observar cómo los demás se criptronchan de él y lo acaban broncabullando. Orestis se autodestruye, y tiene derecho, pero con ello destruye a Jrisula.
Porque Jrisula, esta chica que se vino de Grecia hasta París para estar con su Orestis, esta joven que vemos en el primer capítulo dulsonriente, apoyada en los árboles tronquenjutos, con el viento lentacariciando su cabello todáureo, no tiene a nadie más en el mundo. No puede hacer otra cosa que esperar hasta el amanecer, hasta que Orestis venga de casa de Nora, oliendo al perfume de ella, y luego hacerse la dormida para que él no sepa que lo ha esperado despierta.
Es imposible leer esta novela sin lacrempaparse, y de nada sirve gritar que Kazantzakis ha aplicado la pintura en gruesas capas de espátula: las escenas nos pechoprimen igual. Por supuesto Nora está trazada con punzón: sin un atisbo de humanidad, reducida a la función de erotazote de Orestis. Por supuesto el único amigo del joven, el viejo Gorgias, al que también le gusta Jrisula (y cómo no, pero ella no se dará cuenta) es una figura más bien integramarga, casi una caricatura. Y es llamativo que –salvo el cameo de una señora casada– Jrisula es la única mujer en el panorama de griegos plumbrosos y pasturbios. La soledad era esto.
Kazantzakis –que vivía precisamente en París como estudiante de doctorado mientras escribió esta novela por entregas– ha afilado demasiado los lápices para todos sus personajes, a la manera, ya lo dije, decimonónica. También para crear su lenguaje. Mario Domínguez Parra, el traductor, ha tenido que poner toda su inventiva al servicio de los caprichos del cretense. Y se agradece la nota final al respecto –aunque necesaria no era la lista de 400 neologismos: se entienden– con su referencia a Agustín García Calvo, si bien nos queda una duda: a diferencia de las del viejo profesor, las creaciones de Domínguez Parra no corresponden a las normas del castellano. Pecho y suave da pechisuave, no pechuave; seno y llano da senillano, no llaseno.
Es legítimo, por supuesto, convertir la lengua en un juguete –¿por qué no? Mi favorito es venablostiarse– pero nos habría gustado saber si Kazantzakis era igual de divertrevido, casi diría irrespetalegre, o si sus neologismos formaban parte de un esfuerzo serio de ir creando el idioma griego moderno. Idioma, recordemos, que a principios del siglo XX todavía no existía en una forma homologada. Dado que mi griego se reduce al γεια σου de los pescadores de Helwig, solo puedo dejar aquí la pregunta. Un dato es que en la novela, estos neologismos permean todo el texto, tanto narración como, en menor medida, diálogos: no se trata de un recurso para perfilar un personaje, sino de una propuesta de idioma.
Kazantzakis, por cierto, justifica en una carta incluida al final del libro la tristeza de su novela: sería la primera parte de una trilogía que en su última entrega acabaría creando personajes positivos. Sabemos que nunca la escribió. Mejor, diremos respiraliviados: basta con una así, si para ello hizo falta dejar morir a la dulzablada Jrisula.
¡Oh Jrisula, Jrisula!
Almas rotas (Ginger Ape B&F, 2016), de Nikos Kazantzakis | 336 páginas | 22,90 euros | Traducción de Mario Domínguez Parra