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El gigante egoísta

Prohibido-entrar-sin-pantalones

 

Prohibido entrar sin pantalones

Juan Bonilla

Seix Barral, 2013. Colección «Biblioteca Breve»

ISBN: 978-84-322-1560-5

384 páginas

18,50 €

I Premio Bienal de Novela Mario Vargas Llosa

 

 

Antonio Rivero Taravillo

En la poesía -no revelo nada nuevo- es fundamental la adecuación entre el fondo y la forma, hasta el punto de que ambos han de ser una única y orgánica cosa. Mal expresada, la buena idea se queda en algo frustrado; un verso impecable, si no tiene nervio, imágenes, fuerza, es una cara crema maquilladora sobre un rostro inexistente.

En Prohibido entrar sin pantalones, Juan Bonilla, que es poeta a la par que narrador, ha dado con el tono adecuado para hablar del protagonista de su historia: una prosa rápida y vanguardista que engulle los diálogos y el flujo de conciencia. Partiendo de la biografía del poeta, cineasta y dramaturgo ruso, consigue un fresco de la literatura de la época de la Revolución, en el que salen retratados Mandelstam, Bulgákov, Pasternak, Gorki, Ajmátova… De pasada también aparecen el enfermo y evanescente Lenin, un Trotski que emite juicios literarios teñidos de politiqueo y toda la hijoputez bigotuda y casi analfabeta de Stalin (lo de anal, sobre todo por lo mucho que dio por culo a millones de compatriotas y seres humanos). 

El problema esencial de Vladimir Maiakovski, el protagonista de esta brillante novela, es que, sí, se alzó como un revolucionario más contra todas la injusticia del zarismo, pero que, derribado este, sobrellevaba mal que se le dijera acerca de qué se podía escribir y acerca de qué no, e incluso la imposición de cómo hacerlo, que es lo que peor puede tolerar un creador. Era un individualista en una época de movimientos de masas, un tipo que puso toda su obra al servicio de las ideas bolcheviques, que hacía propias, pero que ni siquiera tuvo a bien afiliarse al Partido, cosa que le reprocharían estudiantillos sindicados, burócratas y hombres grises cuando cayó en desgracia. A los de la hez y el mantillo (esa mierda que abonó de cadáveres luego todas las Rusias con hambrunas y ejecuciones) les vino en realidad muy bien que este sujeto meticulosamente espiado (como tantísimos otros) pusiera fin a su vida porque ya no soportaba la rutina de su vida, las estancadas aguas del amor, las tres personas de su endiosamiento: la familia propia (madre y hermanas), la de la convivencia buscada (con su amante Lily y Osip Brik, el marido de esta) y la tercera (una pareja de tres, un trío de parejas, como en algún punto del libro se aritmetiza) la de la hija que había engendrado con una amante norteamericana. Así, por el disparo propio se ahorraban mandarlo a Siberia o degradarlo como hicieron con Bulgákov (al que se reservó un puesto de barrendero, como Borges en su Argentina fue apartado por el Gobierno peronista a la condición de inspector de mercados de aves de corral).

Alto, fortachón, impetuoso, buscando siempre gresca, Maiakovski fue una suerte de gigante egoísta con todas las descalificaciones de rigor que vierte la ortodoxia del marxismo-leninismo: individualista, pequeño burgués, etcétera. El carácter egotista, avasallador, del poeta queda reflejado en la página 147 cuando leemos, interpretado su pensar, que “No se debía a su público. Era muy al contrario, su público se debía a él.”

Bonilla entierra la semilla de un guiño en más de una ocasión, como cuando una falta de papel de prensa hace que Maiakovski idee nuevas formas de difundir glosas a la actualidad, viñetas y aleluyas: “Escribamos las noticias y colguémoslas en las vidrieras, que los transeúntes puedan leer las noticias y ver las viñetas escritas y pintadas, algún día será así, la gente se asomará a los cristales donde se proyectarán las noticias, no tendrán que salir de casa”. ¿No se está aludiendo aquí a la televisión, los ordenadores, las tabletas? Hay también homenajes a versos de José Emilio Pacheco (“se habían convertido en aquello que años atrás combatieron”) o san Juan de la Cruz. Como Maiakovski, Bonilla arriesga, pues como se dice aquí en un momento en que el futurista ruso sufre reveses, “hay que rehacer la vida, vivimos en una época dura para la tinta, pero decidme, tullidos y tullidas, ¿quién que fuera de veras grande prefirió alguna vez el camino fácil y trillado, lo de siempre?”

El autor ha sabido administrar una serie de motivos como el del perrito humillado que es Maiakovski ante su amante Lily o esa capacidad de hacer que los corazones se le transparenten, viendo a través de la intuición o una percepción extrasensorial lo que cada cual encierra en el pecho. Cuando él mismo se suicida, apuntará al corazón (los cirujanos le sacarán, todavía caliente, el cerebro, que resulta pesar 1.700 gramos, una herejía más, esta póstuma, pues el de Lenin cuarto y mitad menos). También hace buen uso de los textos del protagonista de este ‘biopic’ literario, pocas veces citando tal cual los versos entrecomillados o en cursiva y a menudo integrándolos en la prosa de la narración, que también es visitada por algunas películas (en algún caso, quizá con más morosidad descriptiva de la deseable). Asimismo, la inventiva y la chispa de Bonilla se asoman de continuo en frases llamativas, poderosas, primas hermanas de la greguería como esta, inspirada por las maromas de acero del puente de Brooklyn: “La misma soga que sirve al suicida para ahorcarse puede servirle al montañero para escalar hacia las estrellas.”

Prohibido entrar sin pantalones ha recibido recientemente el Premio Bienal de Novela Mario Vargas Llosa en su primera edición. La noticia no es solo excelente para Bonilla, que gozará de una merecida mayor difusión sobre todo en Hispanoamérica. Lo es también para los lectores. Con la bolsa del galardón (100.000 dólares) podrá disponer de mayor tranquilidad para abordar obras de envergadura y lenta elaboración, sin el apremio de trabajos más o menos alimenticios. Algo más que los 50 kopeks al día que dio a Maiakovski David Burliuk al comienzo de su carrera solo por escribir versos.

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