
Estamos en el barco. Desde el puente, una vez pasado el susto, interpretamos la partida del iceberg como un exilio. Nuestros ojos están velados de melancolía. Como no les adjudicamos ninguna intención concreta, los témpanos nos parecen ser emblemas de soledad.
CAROLINA EXTREMERA | El 18 de agosto de 2019, un grupo de unas cien personas realizó una peregrinación en Islandia hasta el glaciar Okjökull. Era una peregrinación de duelo. En el silencio de la blancura y la nieve, se pudo escuchar la voz del escritor Andri Snaer Magnason mientras las personalidades de los distintos ámbitos de la sociedad islandesa allí citadas bajaban la cabeza en actitud de recogimiento. También habló Odur Sigurðsson, el glaciólogo que en 2014 había viajado hasta la cima de una de sus protuberancias y verificó que no se renovaba desde hacía años. Fue él quién pidió que fuera eliminado de la lista de los más de 400 glaciares de Islandia; ahora es un trozo de hielo muerto. Dejaron, también, una placa donde se puede leer la siguiente inscripción: “Carta al futuro. Ok es el primer glaciar islandés que perdió su estatus de glaciar. En el curso de los doscientos próximos años, todos nuestros glaciares habrán corrido la misma suerte. Esta lápida testimonia que todos sabemos lo que sucede y lo que debería hacerse. Quien la lea sabrá si lo hicimos. Agosto de 2019”.
¿Puede morir algo que no está vivo? O dicho de otra manera, ¿si se considera que un glaciar ha muerto, significa que estaba vivo? Se podría decir que estas preguntas son el eje central del Pensar como un iceberg, de Olivier Remaud y, sin embargo, el libro abarca muchísimo más.
El comienzo es una introducción en la que un glaciar narra en primera persona la llegada del Capitán Cook, que no pudo franquearlo en 1774. Después, el autor aborda el concepto de iceberg visto por los exploradores occidentales de finales del siglo XIX. Por ejemplo, desde los ojos de Louis Legrand Noble, escritor, y Frederic Edwin Church, pintor, que hicieron una crónica de su expedición con una narrativa y cuadros enormes que avasallaban a los espectadores por su majestuosidad y la ausencia de seres humanos en los paisajes. De ahí, nos lleva al iceberg como epítome de lo que se llamó “belleza sublime” y sus implicaciones psicológicas. También aborda los glaciares desde el punto de vista de exploradores como John Muir o Barry López y el comportamiento de las masas de hielo como entes móviles y, por tanto, susceptibles de ser molestados. Hasta aquí, todo parece una historia de la exploración de los lugares más helados de la tierra y la influencia de su estética en la cultura europea y americana, temas ambos de gran interés y muy bien expuestos por parte de Remaud.
Sin embargo, el punto de vista antropológico que se describe más adelante es el que se convierte en una reflexión sobre las preguntas hechas más arriba. Porque según los Innuit sí, los glaciares son seres vivos. Para mostrarlo, el autor cita trabajos de antropología y lingüística en los que se ve el tipo de vocablos que se relacionan con las masas heladas, no solo por parte de los indígenas sino también por los científicos. Por ejemplo, el desprendimiento de un iceberg del glaciar original se denomina “parto”. Son muy interesantes las leyendas innuit que hacen referencia a sus relaciones con los glaciares con los que a veces incluso hay que negociar. Una negociación es lo que, finalmente, proponen autoras como Irene J. Klever en la búsqueda de un mundo donde se pueda convivir recuperando el concepto de “salvaje” de Thoreau, un concepto que yo había malinterpretado hasta ahora como una huida y que, sin embargo, nos insta a ser autónomos para poder fortalecer los lazos colectivos desde un lugar distinto a la alienación. Esto sería aprender a pensar como un iceberg.
De repente, podemos empezar a dejar de pensar en los glaciares y en los icebergs como objetos eternos e inmortales porque los estamos perdiendo. Podemos empezar, por tanto, a cultivar una nostalgia basada en el hielo al estilo de esas películas que creíamos totalmente ficticias en las que unos personajes vestidos de forma estrafalaria miraban atrás desde el futuro hablando de las plantas o los pájaros como si fueran una leyenda. Podemos, también, tratar de impedir que esto llegue a suceder. Les dejo aquí un enlace – incluido por Remaud en su libro – en el que deleitarse con la belleza. Se puede utilizar para alimentar la melancolía, pero también como advertencia para saber lo que deberíamos proteger.
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En el fondo, el iceberg no tiene necesidad de nosotros. Tiene sobre todo necesidad de que nosotros también seamos capaces de desaparecer de vez en cuando (…). Si nosotros nos volvemos más discretos, seremos de este modo más salvajes. Si estamos menos visibles, seremos más fieles a nuestro principio de libertad. Si la discreción fuera nuestra marca, habitaríamos sin duda medios poblados de seres fabulosamente variados. Imaginaríamos por fin de qué modo el mundo podría ser menos solitario.
Pensar como un iceberg (Gallo Nero, 2022)|Olivier Remaud |Traducción de Mercedes Fernández Cuesta| 240 págs. | 19€