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El horror, el horror

dondedejemialmaDonde dejé mi alma

Jérôme Ferrari

Demipage, 2013. Colección “Narrativa francesa”

ISBN: 978-84-92719-36-5

192 páginas

18 €

Traducción de Sara Martin Menduiña

Grand Prix Poncetton SGDL 2010, Prix Roman France Télévisions 2010, Prix Initiales 2011 y Prix Larbaud 2011

 

José María Moraga

De vez en cuando se topa uno con un libro especial, por algún motivo. Si uno lee mucho, y si para colmo se dedica a reseñar algunas cosas de las que lee, es bastante fácil caer en el ditirambo o halago exagerado, igual que no resulta difícil acceder a un estado de frustración: otra vez la última novedad, otra vez la voz que estábamos esperando: de nuevo la gran esperanza blanca con caracteres negros que vendrá a redimir la Literatura… Pero en vano, y así ‘ad infinitum et ultra’. Por estas razones, servidor ya no aspira a descubrir a ningún mesías ni a estar al cabo de la calle del mundillo editorial, solo a que caigan en sus manos buenos libros, que defino como “libros que merezcan la pena”.

Por algún motivo, de vez en cuando uno de esos libros cae en nuestras manos, un libro especial, que merece que nos paremos a considerarlo. Ayer tuve la suerte de que me ocurriera a mí, y tan impactado estoy que hoy voy a comenzar la reseña por el final: por la opinión personal y valoración crítica. Para no dar más rodeos: Donde dejé mi alma de Jérôme Ferrari es una obra maestra. A partir de ahí, corran a comprárselo (y a leerlo). Pero querrán ustedes algún tipo de argumentación, disculpen mi atolondramiento. En modo tráiler diré un par de cosas: esta novela hará las delicias de todo el mundo que le pide a los libros algo más que una mera forma de evadirse o pasar el rato. Donde dejé mi alma satisfará a los paladines de la “literatura comprometida”, pues se trata de un libro profundamente moral, que aborda temas complejos sin banalizarnos ni catequizar tampoco.  Simplemente los pone encima de la mesa para lacerar al lector, para que le incomoden.

Por otro lado, -y si no fuera así tengan por cuenta que mi recomendación sería bastante más tibia-, la novela nunca pierde su condición primordial de obra de arte fabricada a partir del lenguaje. La prosa de Ferrari es lacerante, lo hemos dicho, pero su dominio técnico le permite jugar con los más variados estados de ánimo del lector, crear belleza en el sentido menos cursi de la expresión y en definitiva dejarnos boquiabiertos con un artefacto literario firmemente anclado en los dilemas morales subyacentes. ¿De qué va el libro? Donde dejé mi alma es la historia de varios personajes que se cruzan en la salvaje Argelia de la guerra de independencia contra Francia. Apenas tres personajes principales (dos oficiales paracaidistas franceses, un líder independentista/terrorista argelino), cuyas vidas se entrecruzan en apenas tres días de marzo de 1957, lo que cambiará irremisiblemente sus destinos.

La narrativa francesa realiza por mano de Jérôme  Ferrari un ejercicio de examen de conciencia, aportando luz a un oscurísimo episodio de su pasado reciente, algo que sin duda sonará familiar a los lectores españoles o argentinos, de manera que la Francia responsable de las atrocidades de Argelia pueda permitirse “el regalo de ser castigada por sus actos”, por parafrasear al propio Ferrari en una entrevista televisiva. La acogida en el país vecino ha sido excelente, le han llovido los premios, y la carrera de este escritor de orígenes corsos no ha hecho más que vigorizarse: en 2012 le dieron el Goncourt por su siguiente obra, El sermón sobre la caída de Roma  (aún no disponible en España).

El lector interesado hará bien en informarse un poco sobre el contexto de este conflicto de la descolonización (sus facciones, las fases que tuvo, sus especificidades) que marcó un antes y un después en la historia universal de la infamia: si quieren un cursillo intensivo vean La batalla de Argel (1965) de Gillo Pontecorvo. Entre 1954 y 1962, las torturas y sevicias a que las fuerzas armadas francesas sometieron a los miembros de la insurgencia argelina (y a cualquiera que fuera sospechoso), al margen de marco legal alguno (una supuesta “guerra” los amparaba), nos resultan familiares cuando las perpetran las dictaduras. No resultan tan digeribles cuando quien las institucionaliza es un Estado de Derecho, cuna de la democracia y el pensamiento ilustrado. Los argelinos por su parte tampoco fueron ángeles: utilizaron para su lograr su independencia el terrorismo indiscriminado contra civiles y militares, del mismo modo que antes hicieron los israelíes contra el Imperio Británico o aquí en España hizo después la ETA.

De esta manera se dispone el tablero para el drama de Donde dejé mi alma: las piezas del juego son el capitán Degorce (torturador “con conciencia”, lo que lo hace un poco defectuoso), el teniente Andreani (torturador cínico y pragmático, que desprecia al primero) y Tahar, coronel del ALN o Ejército de Liberación Nacional argelino: simple terrorista para el estado francés. Completan el fresco otra docena de personajes secundarios que ayudan a los principales a cumplir su destino, o explican sus orígenes. Degorce, héroe de la resistencia, víctima de la Gestapo y Buchenwald, héroe de Dien Bien Phu, se ve ahora en la penosa misión de “recabar información” (vulgo, torturar) en la guerra sucia de Argelia, fiel al cumplimiento del deber pero plagado de escrúpulos morales que intenta acallar en vano. El oficial se encuentra frente a frente con el enemigo público Tahar, coronel del ALN, organizador de masacres, un hombre cuya fe y resistencia ponen a prueba la de los torturadores, y a quien Degorce no puede dejar de admirar por ello. Algo así como la transferencia de sentimientos y valores que hemos visto en la serie de TV Homeland, pero con más eco filosófico. Por otro lado aparece Andreani, antiguo camarada de armas de Degorce, actual verdugo despiadado, desprovisto de cualquier atisbo de arrepentimiento porque sabe de la pureza y la inexorabilidad de su cruel misión, que -ajena al mundo real- puede presumir de una perfecta lógica interna.

Y no revelo más de la trama para no desgraciarla, pero aseguro que el modo en que la historia está narrada amplifica la anécdota de la novela, por lo demás previsible desde el minuto uno, hasta hacerle alcanzar proporciones bíblicas. El Hombre frente a sí mismo, el hombre desnudo frente a un abismo de su propia creación. La confusión entre verdad y mentira, entre amor y odio, torturadores y víctimas, ley y crimen, justicia e injusticia, bien y mal (inserte aquí su dicotomía). En el transcurso de una vida más o menos ejemplar, dedicada al servicio, un hombre puede dejarse el alma en algún lugar del camino, sin saber bien dónde, sin ni siquiera darse cuenta y sobre todo -he aquí lo terrible-: sin poder evitarlo. Por eso me permito calificar Donde dejé mi alma como una tragedia, la misma que nos tiene absortos a los ciudadanos de Occidente, inseguros de nuestro papel en el Nuevo Orden Mundial. La crisis de nuestros valores laicos o judeocristianos, racionales e ilustrados, frente a la certeza terca de la determinación en estado puro que exhiben otras mentalidades incomprensibles para nosotros.

Es en cierto modo, el Otro: el topo ciego cavando inasequible al desaliento, es el virus que se reproduce matemáticamente sin tener consideración siquiera de “ser vivo”. Es la carcoma que nos corroe socavando nuestro bienestar, contra la que queremos luchar, y que nos hace bombardear Siria, Libia, Irak (inserte aquí su país), pero ella sigue trabajando ajena a nuestros tejemanejes morales. Tal vez por eso Argelia sea desde hace más de cincuenta años un país independiente, tal vez por eso los miembros del ALN sabían que su batalla estaba ganada de antemano, pero cualquiera que conozca la historia posterior sabe que tras su “gesta” independentista los argelinos no tienen mucho de qué sacar pecho. Cualquiera que le pida a los libros algo más que una mera forma de evadirse o pasar el rato sabe que “tener la razón” no es sinónimo de “ser verdad” y mucho menos de “ser bueno” y eso, queridos lectores, a mí me causa terror y piedad a partes iguales.

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