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El infierno interior

9788416638741_L38_04_xANTONIO RIVERO TARAVILLOPoco a poco se va desplegando en su complejidad esa rara planta carnívora de sí, la espina que también tuvo rosas, de Juan Eduardo Cirlot (1916-1973). Hace algunas décadas, el lector avisado circunscribía su nombre al ámbito de los símbolos (con su célebre diccionario) o al de la crítica de arte (su defensa de Tàpies y Cuixart, sus monografías sobre Miró o Dalí). Luego se vio que era un poeta singular, frecuentador de temas y formas inusuales, y una recopilación de su poesía última, más una antología de la escrita en sus diversas épocas, lo acercaron al lector del género, aun así minoritario. La exposición sobre él celebrada en 1996 en Valencia, en el IVAM, propició además el conocimiento de su hasta entonces desconocida faceta de compositor. Ahora, cuando se celebra el centenario de su nacimiento, que será mañana, se publica la única novela, inédita desde hace 66 años, de aquel que se preguntaba descreídamente por la posteridad.

Algunos sabían de su existencia, pero se la consideraba perdida. Las pesquisas de Enrique Granell y Victoria Cirlot condujeron el verano pasado a la localización de un ejemplar del mecanoscrito en el Archivo General de la Administración. La explicación de cómo había ido a parar allí es sencilla: fue depositado para pasar la preceptiva censura. Rechazado, se desatendió también el recurso elevado por su editor, José Janés, apoyado por unas líneas de recomendación que firmó César González-Ruano, y con tachaduras y tinta roja ha dormido en el purgatorio durante más de medio siglo porque su autor, el polifacético Cirlot, no quiso dar su brazo a torcer plegándose a eliminar pasajes “peligrosos”, escabrosos, indecentes o pornográficos para la mentalidad aquella de la España nacionalcatólica y mojigata. La hija del poeta explica todo ello en el epílogo a la obra. ¿Y de qué tipo es esta? ¿Qué se encuentra el lector que se enfrenta a Nebiros?

La novela es un texto de unas 150 páginas que no da tregua en separaciones de partes o capítulos. Ni una línea en blanco en la que apoyarse, ni unos asteriscos entre párrafos que iluminen, en tríada de estrellas, esa noche absorbente del anónimo protagonista en la que se hunde como en un Mälstrom. Estilísticamente está bien que sea así, porque de este modo se fomenta la sensación de angustia, de asfixia incluso, de un hombre aún joven que se debate en un continuo conflicto interno, una dualidad irreparable, que lo atormenta, sacude y empuja a recorrer una vez y otra las calles –ahora en este sentido, ahora en el contrario– de un barrio bajo cercano a los muelles con lupanares, con mujeres que entregan su cuerpo, con seres que caminan como zombies (al igual que el autor, siempre entre la realidad y el sueño, o la irrealidad –término que define bien la poesía de Cirlot–). Al final hay una iluminación (la de que el hombre forma parte de un todo inseparable), pero se mezcla en parte con el amanecer y con esa mujer que está agónicamente dando a luz.

Hay muchos aspectos en este protagonista (en puridad, el único personaje pues todos los demás son comparsas o peleles) del propio autor del ciclo de Bronwyn. Coincide con él en la falta de sosiego, en lo onírico, en el choque con el padre, en la pasión por el cine y las actrices, en la fascinación por el mal al tiempo que en una hipersensibilidad que le hace padecer por todos los que sufren; pero también hay diferencias. Que cada cual saque sus conclusiones. Un continuo runrún de pensamientos en un monólogo interno en tercera persona, en turbulento ‘stream of consciousness’ contado por un narrador omnisciente, nos muestra los vaivenes del protagonista en términos de la relación filial, en la intervención o pasividad en los asuntos del mundo, en la atracción por la prostitución, con preferencia alterna, o mejor simultánea, de guapas y deformes, misteriosas o burdas que sin embargo aplacan y anestesian. Hay por otra parte ideas que son calco de las expresadas en poemas del autor, como esta de que “lo que ha de morir está esencialmente muerto. Si algo tuviera verdadera vida, no podría morir.” Y un aire de pesadilla que es cercano al de bastantes relatos de Poe.

Se pregunta Victoria Cirlot si Nebiros (el nombre de una potestad diabólica y aquí acaso de una taberna, de un misterioso lugar en un pasaje borroso) acabaría en donde el libro ahora editado finaliza o si, por el contrario, este se prolongaría hasta medir en su duración un día completo (ahora abarca desde una tarde al alba siguiente). Creo que el final, tal como está, indica que esa es la conclusión que el autor quiso darle, sin tener que pensar que el original se interrumpa. “Vacío interior” es lo que sufre el protagonista de Nebiros, alguien que recuerda en parte al protagonista de El lobo estepario, de Kafka, al de Bartleby, el escribiente, de Hermann Hesse, al de la Metamorfosis o alguna otra obra de ese checo de idioma alemán, Melville. Quiero decir, que hay una gran confusión en él, y lasitud, y revelación. Y, sobre todo, soledad: un ser que no tiene semejantes. Para los lectores de Cirlot, el libro es una valiosa llave de la puerta de su mundo, que, aunque evolucionaría, ya está esbozado casi por completo. Para los seguidores del género narrativo, he aquí una obra muy distinta a lo que se hacía en España a mediados del siglo pasado, repleta de reflexiones y vericuetos del pensar con una acción mínima, insomne. Una obra, pese a la bilis censora, menos erótica que metafísica.

Nebiros (Siruela, 2016), de Juan Eduardo Cirlot | 188 páginas | 18,95 € | Epílogo de Victoria Cirlot

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