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El infierno según Virgilio

Ilya U. Topper

Una de estas pequeñas experiencias que tienen precio –normalmente euro y medio o por ahí– es andar por una calle de Madrid, quedarse magnetizado, como de costumbre, por una manta en la acera con volúmenes sobre los últimos avances de la medicina de 1950, manuales de picapleitos y evangelios misioneros, escudriñar esa novela barata en medio, la de la rubia con una pistola que brega inútilmente por esconderle el escote, y darse cuenta de que se trata de Kaputt. O de La Piel.
 
Los dos libros tienen en común, aparte del autor –Curzio Malaparte– que en ellos no aparece ninguna rubia con pistola. Pero en los cincuenta, aparentemente, la manera más eficaz de circumnavegar la censura de la Iglesia Católica era hacer ver que el libro en cuestión era un hatajo de pecados mortales y, por ende, inofensivo. Porque lo inofensivo, para la Iglesia, es el pecado; La Piel, sin embargo, que flagela en duros términos la corrupción moral de una sociedad en posguerra, acabó en el Index Librorum Prohibitorum.
 
En duros términos, he dicho. Me quedo corto. Porque no juzga: simplemente describe. Que es más duro que juzgar. Pero lo hace con una risa contagiosa y con una inmensa ternura, esa mezcla tan mediterránea de medir la temperatura del propio infierno y pedir un cargamento más de leña, por si acaso, sin perder el buen humor. Malaparte es el Virgilio de este infierno donde pululan ingenuos Dantes, los soldados estadounidenses que ocupan Nápoles, ‘the good boys’, chicos encantadores que han venido a salvar el mundo y lo están transformando en mercancía barata, cual rey Midas de Disneylandia, en carne de prostíbulo y lamebotas. La mayor atracción de la ciudad, lo nunca visto, a cinco dólares, no lo adivinan: una chica de trece años que ¡es virgen! ¡Compruébenlo!
 
Malaparte, juez y parte, es lazarillo y cómplice de los chavales norteamericanos, pero es también  un agudo observador, como corresponde a un ex reportero de guerra, reconvertido ahora en intérprete del Ejército estadounidense. Colaborar con la potencia ocupante de su patria sería sólo un pequeño y divertido intervalo para alguien que había marchado con Mussolini sobre Roma y era miembro del Partido Nacional Fascista antes de ser exiliado a Lipari, primero, y encarcelado luego cuatro veces por sus antiguos camaradas, para alguien que terminaría afiliado al Partido Comunista y quien, según las malas lenguas, murió en la fe católica a la vez que en la maoista. Cada uno de estos rasgos serviría para condenarse, pero es leyendo La Piel, esa inmensa pintura al fresco de un Nápoles inmortal, cuando uno entiende la sonrisa sarcástica y tierna con la que Malaparte tuvo que haber pronunciado tres o cuatro credos incompatibles a lo largo de su vida.
 
Una danza macabra de Brueghel contada en el lenguaje del mejor Mark Twain: eso es la famosa Escena de la Sirena, que es a la literatura lo que el detalle de los relojes de Dalí a la pintura. Imagínense al Estado Mayor norteamericano, ladies incluidas, en la sala de cenar, imagínense que, debido a la escasez de platos dignos, los sirvientes italianos, ansiosos de complacer a los nuevos dueños, les traen día tras día los peces del famosísimo acuario de Nápoles, imagínense que un día les sirven en bandeja de plata una sirena. Sí, sí, una sirena como en los cuentos de Andersen, con pelo dorado, cuerpo humano y casi cola de pez. Y ahora imagínense que mientras ustedes leen la escena, no pueden dejar de desternillarse de risa. Eso es realismo mágico, pero a lo esperpéntico, un espejo cóncavo frente a los grandes del género, Rulfo y Marsé (perdonen, pero García Márquez nunca pasó del realismo-realismo).
 
No pueden dejar de desternillarse… si le pueden seguir a Malaparte en su capricho de contar parte de los diálogos en el idioma en el que se producen, es decir inglés, en este caso. A veces repitiendo el sentido en italiano, a veces no. Una faceta del escritor aún mucho más pronunciada en Kaputt, el libro que recoge sus andanzas de reportero por los frentes de guerra de media Europa, de Ucrania hasta Suecia. Tomando por título lo que tal vez sea la palabra alemana más universal, aunque todos los alemanes la tienen por un préstamo de oscuro origen italiano, Malaparte traza una Europa rota, con más  Brueghel y menos Mark Twain (esa escena de los campesinos ucranianos ahorcados, ya me dirán), muchas más páginas y una mezcla de idiomas ya insondable. Sería un gran libro si no lo superara tanto, por su brevedad, La Piel. Eso sí, léanselo, aúnque sólo sea para encontrar la página donde cuenta los trucos del oficio del esperpentista. Esa escena en la que consigue convencer al general, que duda de que a Malaparte le pasaran todas esas cosas truculentas que no para de narrar, de que se acaban de comer juntos una mano humana. No tiene precio. O sí: euro y medio, dos, según la manta en la acera.

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