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El invitado errante

9788416638758_l38_04_xCORADINO VEGA | Dice George Steiner que, desde niño, sintió el doble privilegio de que su padre se diera cuenta muy pronto de quién era Hitler y de que su madre, “una gran dama vienesa”, le insuflara el amor por las lenguas y una especie de metafísica del esfuerzo, la disciplina y la felicidad, ayudándolo así a sobreponerse al defecto físico de su brazo que la cultura terapéutica actual denominaría con eufemismos. Gracias a la clarividencia paterna pudo estudiar en un buen liceo francés para muchachos judíos y, cuando las cosas se ensombrecieron también en París, siguió su educación en Nueva York, donde exiliados de la talla de Lévi-Strauss se ganaban la vida, antes de entrar en la universidad norteamericana, dando clases particulares a adolescentes. De su aula de instituto apenas sobrevivieron algunos compañeros, y eso contribuyó a su vez a que Steiner conservara un sentimiento de gratitud por la vida pero también de culpa. Por qué él sí y otros no. Amante de la precisión científica desde que aceptó un puesto en el Institute for Advancy de Princeton de la mano de Oppenheimer, y reacio a buscar soluciones que tengan que ver con el destino tal y como lo interpretan las religiones o cualquier otro tipo de superstición, a Steiner sólo le queda una respuesta: por el azar de una lotería, por mera buena suerte.    

De su contacto permanente con colegas matemáticos, primero en Estados Unidos y luego en Cambridge, puede que le venga también su aversión por el bluf de las humanidades tal y como se han venido cultivando a partir de la segunda mitad del siglo XX. Un juicio crítico sobre música, arte o literatura no se puede probar; sin embargo, es imposible ir de farol en la ciencia, ahí no se puede hacer trampa: las cosas funcionan o no. Y por eso mismo quizás siempre se haya encontrado en tierra de nadie, provocando un recelo similar en ambos lados del espectro académico, el de la ciencia y el de las letras, agravado por su convicción de que el creador está a años luz del que comenta o interpreta. Pero tampoco le habrán ayudado a hacer amigos sus opiniones sobre la ausencia de límites éticos del postestructuralismo francés o su empeño en acercarse lo máximo posible a la verdad a través del lenguaje; en que exista una relación entre la frase, la vida y el comportamiento; en sostener que decir lo contrario de lo que uno vive, o hablar de lo que no se conoce o padece de primera mano, resulta demasiado fácil. A Steiner le han llovido a menudo los ataques tanto de los neoliberales convencidos, como de los sionistas más exaltados, los estudios culturales reduccionistas y la izquierda que lo considera un reaccionario tachando su humanismo de cursi, de esnob, de placebo biempensante, de evasión de la cruel materialidad que rige lo que nos rodea.

Y ante todo eso lo que Steiner opone es una inteligencia corrosiva, repleta de lucidez, grave y exultante al mismo tiempo, autocrítica, de un pesimismo activo y un humor kafkiano, divertido y sarcástico, que prefiere el riesgo de la búsqueda al camino trazado consciente de nuestra finitud: que se burla de los desvaríos freudianos con una sonrisa medidamente provocadora carente de cinismo y cortesía. Cuando Laure Adler, la periodista francesa que condujo de manera espléndida las entrevistas de las que se nutre este libro, escucha el razonamiento socarrón e irreverente que lleva a Steiner a concluir que a lo mejor la mujer tiene demasiado sentido común para crear, puesto que el sentido común es lo que debilita la irracionalidad y la arrogancia del genio, exclama: “¡Es usted un machista, George!”. “No, respeto los hechos. Espero”, contesta Steiner. Y a los casos mencionados por Adler como modelos de mujeres que se negaron a tener hijos en aras de su trabajo, contrapone: “No estoy de acuerdo en absoluto. Tuve la desgracia de conocer a Hannah Arendt… Me parece que hay muy poco en su obra que sea de primer orden… ¿Una mujer que escribe un libro voluminoso sobre los orígenes del totalitarismo sin decir ni una palabra sobre Stalin porque su marido era un verdadero comunista-estalinista? No, gracias. ¿Simone Weil? El general De Gaulle dijo: ‘¡Está loca!’. Un juicio difícil de refutar. Hay cosas espléndidas en su obra, pero muy pocas”. ¿Y en cuanto a Simone de Beauvoir?, insiste Laure Adler, olvidando que el mismo Steiner señala a Virginia Woolf como la primera persona que se dio cuenta de que la novela era el medio más adecuado para condensar los estratos del lenguaje y quizás la que mejor lo realizó. “Era una mujer formidable. Qué suerte tuvo con Sartre… ¡Qué suerte! Fue una elección de una inteligencia…”.      

Pero Steiner además de lanzar dardos contra Freud y ciertos políticos actuales e intelectuales contemporáneos, con la acracia libre de los viejos a los que no les queda ni un pelo en la lengua, se detiene más en resaltar el componente nómada que considera uno de los rasgos fundamentales de la condición judía. Su rechazo al sedentarismo y a las raíces orgullosas proviene de la privación que suponen a la hora de descubrir “este mundo fascinante en el que nuestra vida es tan breve”. El hombre es un animal territorial, cruel, miedoso, que ni siquiera intenta librarse de eso. Y pone como ejemplo a sus nietas africanas adoptadas por su hija, a quienes confiesa querer más que a nadie con la posible salvedad de su perro, para contradecir la tesis de quienes sólo pueden amar a los que son iguales que uno, ese axioma “propio de almas innobles”. Tan duro como se muestra con Israel, para Steiner el judío tiene únicamente una misión: la de ser un peregrino de las invitaciones, la de explicar al hombre que todos somos invitados, la de enseñar ese arte tan difícil de sentirse en casa en todas partes. Los árboles tienen raíces; los humanos, piernas. Cuando recuerda que Hitler los insultaba llamándolos ‘luftmensch’ (alguien que flota en el aire), Steiner replica: “A mí me encanta el viento, muchísimo”. Porque ¿cómo privarnos del privilegio del encuentro con lo nuevo? Los pasaportes y las banderas se tornan algo ridículo para quien sigue a pie juntillas el adagio clásico ‘humanii nihil a me alienum’. Nos encontramos arrojados en la vida, dice citando a su admirado Heidegger; somos los invitados de la vida; no conozco ninguna parte del mundo que no sea fascinante; este planeta es de una riqueza infinita; el judaísmo sobrevivirá, dado que es mucho más grande que Israel, donde precisamente Steiner es ‘persona non grata’.  

Puede que mucha gente considere el amor por el conocimiento, las esferas del pensamiento y las artes como una forma de destino, pero jamás de una forma tan reconcentrada y palpable como en el pequeño pueblo —que ha estado a punto de ser eliminado varias veces a lo largo de la historia— al que pertenece involuntariamente Steiner. Por eso, lo que distingue a un judío, según su criterio, no es una raza, sino el deseo de aprender: el respeto infinito por los textos, la comprensión de que el equipaje siempre debe estar preparado, la gratitud ante su condición de huésped, sin quejarse ni pregonar que es víctima de una injusticia cósmica. El mesianismo judío está en el cristianismo, en Freud y en Marx; de ahí que, ante tanto chantaje moral, Steiner asuma que el antisemitismo parta de una protesta humana: “¡Basta ya de dar la lata!”. Pero, al mismo tiempo, subraya que el judío quiere seguir siendo judío por mucho que no lo haya elegido, y a pesar de su destino aciago, porque de alguna forma ha firmado un pacto con el misterio de la vitalidad negándose a desaparecer de forma terca. ¿Por qué para un judío no hay nada más terrible que hacerle daño a un niño y los casos de pederastia salpican los centros católicos de todo el mundo? El judío siempre ha sabido decir no a la inhumanidad y el despotismo, dice Steiner, a quien le subleva el comportamiento político de Israel y la inacción del mundo entero, aunque luego se lamente de que él es el primero en no hacer nada para remediarlo, limitándose a ser una persona empeñada en seguir siendo alumno, un judío que lee siempre con un lápiz en la mano, ensimismado en la altanería de las capacidades del espíritu.

A sus 87 años, el políglota que es Steiner se arrepiente también, entre otras cosas, de no tener voluntad suficiente para aprender otra lengua (“cada lengua abre una ventana a un nuevo mundo”) o no haber tenido el coraje de crear: “Carezco por completo de la inocencia y la sencillez de un gran creador”. La lengua siempre estuvo en el origen de sus preocupaciones. Tanto Beckett como Paul Celan forman parte de sus escritores favoritos. Admira a Edmund Wilson porque, cuando ya sabía que iba a morir, se puso a estudiar húngaro para leer la poesía de ese país sin tergiversaciones de por medio. Cada mañana traduce a Parménides a una lengua distinta para que el músculo de la atención no se le atrofie. Critica que el predominio del anglo-americano a escala mundial haya conllevado un empobrecimiento léxico reforzado por el límite de caracteres de Twitter. Opina que el pragmatismo inglés tiene que ver mucho con su idioma, mientras que la especulación francesa hubiese sido imposible en esa lengua. Valora la promesa de futuro que alberga el inglés, frente al cansancio de la vieja Europa, pero sobre todo se fija en el impulso inventivo de sus estudiantes indios, en su atrevimiento intelectual, muy superior a la disciplina abnegada de sus doctorandos chinos. Steiner afirma a su vez que el asombro se renueva continuamente; que el arte nos impreca a que cambiemos los aspectos que no nos gustan de nuestras vidas; que, como decía Kafka, la buena literatura debe actuar como un hacha que quiebre el mar helado que tenemos dentro. Y continúa obsesionándole el silencio, el espacio en la que la palabra no puede penetrar y a donde sí llega la música.

Por haber memorizado tantos poemas y fragmentes desde niño, Steiner podría vivir sin libros pero no sin sus discos. Se entusiasma hablando de Mozart, pero también de compositores contemporáneos como Kurtág o Eliott Carter. Elogia el descubrimiento de la tecnología de reproducción digital. Y aunque cuando estudiaba en la Universidad de Chicago escuchaba mucho jazz clásico, reconoce que no ha tenido la paciencia suficiente para entender la música popular que vino después, desde el rock al hip-hop, aun siendo consciente de que pueda conectar mejor con los corazones de las generaciones más jóvenes: “Pero no es posible comprenderlo todo. Y yo ya he dejado de comprender.” Sin embargo, la alta cultura a la que ha dedicado toda su vida no ha mejorado necesariamente nada. Fíjense en Auschwitz, parece decirnos, observen el Gulag. ¿Cómo Heidegger fue tan gran filósofo y tan despreciable como hombre? O Wagner. Las humanidades, “¡qué expresión pretenciosa!”, lejos de aguzar la sensibilidad moral, en muchos casos la han atenuado: nos han vuelto más inhumanos. Uno vive rodeado de libros, inmerso en sus lecturas y, cuando levanta la vista, la realidad le parece algo demasiado pobre, aburrida, carente de la más mínima relevancia. Pero mientras no sepamos cómo nos comportaríamos en circunstancias semejantes a las de Heidegger o Céline, deberíamos ser cautos, viene a decir este amante de Valéry, nostálgico del absoluto, para quien nadie está exento de la vanidad ni la angustia ni la coba, y una buena crítica es una muestra de agradecimiento por el esfuerzo de su creador. Steiner sabe que los jóvenes, hundidos en una espiral de vulgarización y de amnesia planificada desde los centros de enseñanza, están hartos de una cultura que no sólo es que fuera incapaz de oponerse a la barbarie, sino que en muchas ocasiones incluso se puso al servicio de ella. Para él la vida es como el sábado que precede al domingo de Resurrección y sigue al viernes en el que la noche se cernió sobre la tierra. Vivimos en un largo sábado, trata de explicar a su entrevistadora, y a pesar de las monstruosidades cometidas en nombre de la utopía y de que a veces resulte enormemente difícil sentir un gran amor por los seres humanos, debemos seguir luchando por que haya un domingo mejor. La mayor libertad es no tener miedo a equivocarse. Y cuando ya no podamos disfrutar, y seamos un incordio, mejor la muerte asistida.

Uno podrá estar más o menos de acuerdo con George Steiner. Sin embargo, lo que no podrá negar es que cada respuesta que da en este libro —una magnífica introducción además a su pensamiento y a su obra— resulta cuando menos estimulante.  

Un largo sábado. Conversaciones con Laure Adler (Siruela, 2016), de George Steiner144 páginas | 14,90 € | Traducción de Julio Baquero Cruz

admin

Un comentario

  1. Cada vez van quedando menos sabios, Conrad Vega. Están palmando los últimos y los que vienen pueden traer siglos de oscuridad. La excelencia de antaño muere con ellos. Menos mal que nos queda Portugal.

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