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El lugar donde desfallecen las palabras

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Al fin y al cabo, ésta es una de las consecuencias más lamentables de nuestra reticencia a hablar de la muerte. Hemos perdido nuestros rituales comunes y nuestro lenguaje compartido en torno a la muerte, y tenemos que improvisar o volver a tradiciones que nos provocan sentimientos ambivalentes. Me refiero a las personas como yo que no tenemos creencias religiosas. En nuestro caso, parece que morirse expone, como ninguna otra cosa, las limitaciones del laicismo.

 

CAROLINA EXTREMERA | Desde muy joven, pienso mucho en la muerte. No sobre qué habrá al otro lado, ya que no considero que vaya a haber nadie esperándome, sino más bien acerca de las circunstancias en las que sucederá, si tendré o no control sobre ella, cómo podría tener dicho control y, desde luego, en las posibles muertes de mis seres queridos. Se dice que, cuanto más cerca nos sentimos de ella, más meditamos, que estas cuitas se agudizan con la edad. Se dice que. Eso es toda la información fiable que tengo, el rumor, lo que otros han escrito porque, aunque tengo casi la certeza de que es un pensamiento recurrente para la mayoría, prácticamente nadie habla de su temor a ese momento o de cómo se debería afrontar. Ni siquiera de los asuntos prácticos como dónde están los papeles importantes, qué se quiere para el entierro o dónde han de esparcirse las cenizas. Si alguien saca el tema, lo normal es que el resto lo haga callar, se incomode o se adopte un tono de broma. Como consecuencia de esto, estamos muy perdidos. Esto me hace recordar ese verso tan poderoso en The Castaway de William Cowper: “we perished, each alone”. Morimos solos, pero en el poema se especifica claramente con ese each que es cada uno el que muere sin los demás, como si lo hiciera por separado. Pienso, sin embargo, que esa soledad se podría evitar de alguna forma en vida. Dejar de estar solos, al menos, cuando queramos hablar del final con nuestros amigos.

Morir: Una vida de Cory Taylor habla sobre esta cuestión y sobre otras muchas en las que empezó a pensar en 2016 cuando descubrió que el cáncer que le habían diagnosticado hacía diez años era terminal. En apenas dos semanas escribió este libro con la sinceridad que parece que solo encontramos cuando ya no hay nada que perder. Falleció en el mismo año, muy poco después de la publicación del libro en Australia, su país. Toca casi todos los temas importantes que conciernen a su realidad como persona moribunda,  desde el miedo hasta la tranquilidad, la preocupación por los seres queridos, el deseo de cierta dignidad en el momento final y la necesidad de recuperar los recuerdos propios y también los recuerdos y circunstancias de los que la precedieron.

De esta forma, escribe un ensayo en tres partes. La primera, titulada Pavor, nos acerca a  su situación en el momento de comenzar la escritura, en la que reflexiona sobre la relación disfuncional de la civilización occidental con la muerte y sobre su propia vida en términos de decisiones, arrepentimientos y deseos. “Sí, me arrepiento de cosas, pero en cuanto empiezas a reescribir tu pasado te das cuenta de hasta qué punto son tus fracasos y errores los que te definen. Si los eliminas, te quedas en nada”. Habla de la posibilidad de un suicidio asistido o un suicidio a secas, a veces con cierto humor: “Es la primera vez que me muero, así que en ocasiones me invade el nerviosismo del principiante, pero se me pasa pronto”.

En la segunda parte, Polvo y cenizas, se centra en sus padres, en sus infancias, la desintegración de su matrimonio, su relación a veces difícil y oscura con ellos y, sobre todo, cómo murieron y los sentimientos que le provocan ahora esos fallecimientos con cierta sombra culpable. También hay cierto componente de búsqueda de los ancestros y de su posible influencia en su propio carácter. “La imagen que me formé de mi abuela escuchando aquellas historias era la de una mujer hermosa, altiva e irascible, incompetente como madre e infeliz como esposa, acosada por un terrible desasosiego que una o dos veces la hizo sucumbir ante tanta presión”.

Es curioso comprobar, cuando llegamos al tercer capítulo, Principio y fin, como finalmente lo que  más importa a una persona cuando está tan próximo su deceso es solo eso, el comienzo y el final, esto es, la infancia y la muerte. El instante en el que somos conscientes por primera vez de que estamos vivos. “Desde que oí esta historia he intentado recordar el despertar de mi conciencia. No se trata de mi primer recuerdo – uno insignificante en el que estoy jugando en el barro –, sino de la vez que vi el descenso en picado de una cucaburra desde una rama para atrapar a una lagartija y tragársela viva. Eso fue lo que en realidad despertó mi conciencia. Ésta soy yo aquí, pensé, y ése eres tú, y donde había una lagartija ahora no hay nada.” Esta última parte es una colección de recuerdos de infancia intensos, momentos memorables y un final en el que se despide porque sabe que va a marcharse.

Imagino que, leyendo el texto, habrán visto que quizá he abusado de la palabra “muerte”. Para evitar un exceso de repeticiones, he acudido a “fallecimiento” y, por desesperación pura, a “deceso”. También al eufemismo “final”. El Wordreference me sugiere estos sinónimos:  fallecimiento, defunción, óbito, deceso, fin, trance, tránsito. La mitad son eufemismos, palabras que se usan por miedo a admitir que nos vamos a morir.

He llegado al borde de las palabras, al lugar donde desfallecen y se deforman ante la aterradora irrevocabilidad de la muerte.

Morir. Una Vida (Gatopardo, 2019)|Cory Taylor | 144 páginas | 15.90€ | Traducción de Catalina Ginard Féron

 

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