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El más contemporáneo

 

Sobre la escritura

James Joyce

Alba, 2013. Colección “Guías del escritor / Textos de referencia”

ISBN: 978-84-8428-861-9

116 páginas

12,95 €

Traducción de Pablo Sauras

Edición de Federico Sabatini

 

 

Coradino Vega

Aciertan por dos motivos los libreros que colocan este pequeño volumen, titulado en el original James Joyce. Scrivere pericolosamente. Riflessioni su vita, arte, scrittura, en los estantes de técnicas literarias: porque ésa parece ser la intención de su editorial española, y porque da la sensación de que actualmente hay menos lectores de Joyce que aspirantes a escritores. También parece que el objetivo de la selección de textos y el prólogo del joven profesor de la Universidad de Turín Federico Sabatini, tan minucioso y explicativo que bastaría casi por sí solo, pase por servir una serie de citas de utilidad y disfrute para supuestos expertos o aprendices de artista especialmente. Nada que objetar. Al contrario. Puede que no haya mejor herramienta para un novelista que la impagable recopilación de cartas de Flaubert sobre creación literaria que publicó hace unos años Fuentetaja, aunque quizás haya cosas que se pueden aprender pero no enseñar, o viceversa. La literatura no es un coto vedado para nadie, un club selecto con derecho de admisión, un espacio circunscrito a quienes se consideran escritores o entendidos en la materia. “Los artistas han de crear un arte nunca antes concebido, que prescinda de los principios que se aprenden en las escuelas y los talleres”, dice el propio Joyce. Pero conforme uno avanza en la lectura de estas citas recortadas con forma de aforismos, tiene la impresión de que lo que no deja de hacer a su manera él, a pesar de afirmar que existen tantas formas de arte como de vida, y como a lo mejor no puede ser de otro modo, es precisamente imponer su poética.

Dividida en dos partes, de siete y tres capítulos cada una, se trata de una recopilación de extractos provenientes de los ensayos críticos de Joyce, sus cartas y conversaciones (los tres sin traducción al español), la monumental biografía de Richard Ellmann e incluso sus novelas, en cuyo caso las opiniones quedan peligrosamente transferidas a ese álter ego de ficción que es Stephen Dedalus. Los temas parecen variados pero, en el fondo, son bastante recurrentes: naturaleza del arte, estética y epifanía, el proceso de la escritura, estilos literarios, imaginación e inspiración, la importancia de la lengua, editores y críticos…, más un retrato joyceano del artista/escritor, otro autorretrato del artista que fue Joyce y algunas apreciaciones de éste sobre pintores, filósofos y escritores, entre las que destacan su amor por Ibsen y el elogio de la infinita complejidad del mundo físico y la variedad inagotable que hay en el pensamiento de Giordano Bruno. De ellos inferimos que la literatura de Joyce está profundamente enraizada en la experiencia humana y a la vez alejada de ella, pues su propósito no fue describir ni representar la realidad, sino “recrear la vida a partir de la vida” a través de una voz cada vez más objetiva o atribuyendo múltiples voces a una sola conciencia. La importancia de la precisión verbal, y aun de las partículas menores que forman las palabras, resulta en Joyce decisiva. Para aprender a escribir, es necesario aprender a leer bien; para poner a dormir el lenguaje corriente, hay que conocer antes los mecanismos de la lengua. Y la capacidad para forjar una obra vigorosa que indague en lo más hondo del ser, hasta cuando se instala en el dominio de lo imaginario, requiere tanto la perseverancia obstinada como el talento para alternar ilusión y apatía e incluso ridiculizar los fervores poéticos: “el poeta nace, no se hace”, pero “el poema se hace, no nace”.

Según Joyce, sólo trabajando sin descanso el artista puede llegar a realizar sus inclinaciones, expresar su personalidad y “penetrar en el corazón de las cosas”. Al contrario del periodista, “el auténtico artista” no se interesa por los grandes acontecimientos, sino que es capaz de encontrar cualidades singulares y extraordinarias en las cosas más vulgares. No desdeña nada. “El propósito del escritor es describir la vida de su tiempo”, además de su vida interior: “cada latido, cada estremecimiento, el temblor y el suspiro más leves”. Ha de prestar además una atención extrema a cada uno de los signos que ofrece el mundo y aislarse de sus semejantes, de esas “redes” que para Joyce eran la familia, la religión y la patria. En una carta dirigida a la mujer de Italo Svevo, su hija Lucia confirma que tenía por norma no escribir prólogos para sus libros ni tampoco para los de otros escritores, no ofrecer notas explicativas ni dictar conferencias por muy bien pagadas que estuvieran, y uno no sabe si esa conducta entre audaz y anticuada resulta un signo de pureza e integridad, es una contradicción flagrante con el desprecio de Joyce por el talante romántico, o viene a ser la prueba definitiva de la intransigencia necesaria para que se dé el genio heroico de verdad grande. “No serviré a aquello en lo que no creo”, dice Stephen Dedalus, y Joyce no se mostró dispuesto a ofrecer ninguna concesión ni al lector ni a sus editores.

A pesar de alguna que otra muestra de duda o desaliento y al margen de cierto destello de ironía autocrítica (“me cuesta mantener los ojos abiertos, como les sucede a los lectores con mis obras maestras”), Joyce se muestra por lo general tan seguro de su propósito que rebasa a menudo el nivel de la prepotencia: con Dublineses pretendió “la liberación espiritual” de su país; con Ulises, “elevar la prosa irlandesa al nivel de las obras maestras de otros países”, “representar cabalmente el genio irlandés”, además de mantener a los críticos ocupados en su libro durante trescientos años. Casi todas sus afirmaciones tienen la huella de una inteligencia fuera de lo común y una brillantez acentuada por el ingenio. Pero, para un lector como yo, resulta más atrayente cuando habla de la “súbita manifestación espiritual” de momentos extraordinariamente frágiles y huidizos que corresponde al escritor registrar, o cuando sostiene que la imaginación no es más que la reelaboración de lo recordado, que cuando se empeña en fijar la prospección de la novela o mostrarse absolutamente moderno: “Como recibimos una educación fundada en lo clásico, la mayoría de nosotros tiene una idea rígida de cómo debe ser no sólo la literatura, sino también la vida. A los modernos, por tanto, se nos acusa de deformar las cosas; pero lo cierto es que no hay en la literatura clásica menos deformación que en la nuestra: en cierto sentido, todo arte es deforme, ya que necesita exagerar algunos aspectos para lograr el efecto deseado. Con el tiempo, la gente acabará aceptando la deformación moderna, por llamarla así, y llegará a considerarla un principio indiscutible.”

Se puede admirar fervorosamente la literatura de James Joyce y discrepar con lo que éste pensaba de la misma. La historia del arte no es un vector de progresión lineal sin posibilidad de retorno. Por más que su impronta resulte indiscutible, después de Joyce se han seguido escribiendo novelas magníficas que para nada observan su catecismo estético. Si alguien quiere aprender qué es una epifanía, haría bien en leer ese maravilloso relato que es “Los muertos”. Si lo que se busca es sumergirse en las tribulaciones del alma del joven poeta, Retrato del artista adolescente las reproduce mejor que cualquier elucubración teórica. Pero si lo que uno persigue es convertirse en un gran novelista, lo mejor sería dejar de leer de inmediato esta reseña y adentrarse con determinación en ese reflejo del espíritu de un tiempo y una ciudad, esa milagrosa mezcla de registros verbales y parodias y puntos de vista y riqueza vital y formas narrativas y sátira social y exploración del alma humana que es Ulises. Ahí radica su enorme lección literaria. Sobre la escritura puede ser un buen complemento para la obra de ficción de Joyce, pero nunca un sucedáneo. Como dice Richard Ellmann al principio de su biografía, “todavía estamos aprendiendo a ser contemporáneos de Joyce”. Porque, en efecto, no hay nadie más contemporáneo que él. Para lo bueno y para lo malo.

admin

2 comentarios

  1. Interesantísima reseña, que traza con brillantez cuáles son las líneas fundamentales del pensamiento estético de Joyce. Sus planteamientos resultan sorprendentemente parecidos, a veces, a los Proust, a pesar de los dispares resultados en la obra de cada uno: la idea de que la imaginación se basa en la reelaboración de lo recordado es común en ambos, así como la búsqueda de esa verdad única que sólo habita dentro de cada uno. Me temo que sí, que hay prepotencia en Joyce (acorde a su grandeza). Me permito añadir la reflexión de Salinger en «Seymour: una introducción», algo más plana pero también más visceral:
    “¿Desde cuándo el escribir es tu profesión? Nunca fue otra cosa que tu religión. Nunca. Estoy un poco sobreexcitado. Puesto que es tu religión, ¿sabes qué te preguntarán cuando te mueras? Pero permíteme decirte primero lo que no te van a preguntar. No te van a preguntar si era corto o largo, triste o divertido, publicado o inédito. No te van a preguntar si estabas en buena forma o no cuando lo escribías. Ni siquiera te preguntarán si hubiera sido eso lo que escribirías de haber sabido que tenías las horas contadas; creo que eso sólo se lo preguntarán al pobre Sören K. Estoy seguro de que te harán dos preguntas. ¿Habían aparecido la mayoría de tus estrellas? ¿Estabas ocupado en escribir todo lo que tenías en el corazón? ¡Si supieras lo fácil que sería para ti decir que “sí” a las dos preguntas! Si te acordaras, antes de sentarte a escribir, que fuiste un lector mucho antes de ser un escritor…»

  2. Interesante de principio a fin la reseña, por tratar de Joyce y por el buen criterio de Coradino. Una observación, sin embargo: la vieja Alianza Editorial publicó en 1975 en su colección El Libro de Bolsillo una traducción de los «Estudios críticos» del dublinés. Recopiladas por el propio Ellmann (en colaboración), hay allí páginas que cubren prácticamente toda la vida de Joyce, incluso algunas de su época estudiantil. Particularmente, recomendaría los escritos sobre su compatriota Charles Clarence Mangan y sobre Ibsen, cuyo teatro tanto le impactó. No lo tengo ahora a mano, pero lo recuerdo como un volumen que en su día devoré.

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