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El metacolumnista

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ILYA U. TOPPER | Darse de baja de un contrato de compañía telefónica es casi imposible; cancelar una suscripción a un periódico cuando ya no te gusta lo que lees debería ser más fácil. Podría haber un servicio automático. Imagínese que está harto del Haaretz, el diario israelí de referencia, y marca el número. Le sale una voz que dice: “Si desea cancelar la suscripción debido al editorial, pulse 1. Si desea cancelarla debido al artículo de Amira Hass, pulse 2. Si quiere cancelarla por el artículo del árabe, pulse 3. Si desea cancelarla por el artículo de Gideon Levy, lo puede hacer de forma automática, colgando”.

Me he reído mucho con este chiste de Sayed Kashua, columnista del Haaretz y, como habrán adivinado, el “árabe” en cuestión. (Si usted no entiende el chiste debido a que no sabe quién es Amira Hass, pulse 1. Si no lo entiende porque no sabe quién es Gideon Levy, pulse 2. Si desea saber quién es Sayed Kashua, permanezca a la espera).

Sayed Kashua es lo que en la jerga política se llama “árabe israelí”, es decir, un palestino con la fortuna de haber nacido en territorio de Israel y tener un pasaporte de este Estado. (No esto siendo cínico: ser palestino y nacer con otro pasaporte es peor). Es decir que forma parte de ese 20 por ciento de la población israelí que no aparece en la conciencia nacional de Israel, se queda como fuera del encuadre, porque no es judía, pero que conforma el fundamento de toda la sociedad, desde los barrenderos a las enfermeras y trabajadoras sociales. Esa población invisible que —perdonen la referencia a la actualidad— compone la trinchera contra una pandemia. Lo raro es que se cuelen en la buena sociedad de cineastas, escritores, periodistas, caras conocidas de la televisión.

Y ahí va Kashua y se cuela y firma columna en el Haaretz. En el fondo, esto ya es la noticia, y en realidad, no hace más que escribir sobre esto: fíjense que hay un árabe escribiendo columna en el Haaretz. Crea un personaje, un yo narrador, y lo explota, caricaturiza, reivindica y ridiculiza según tenga el humor, y lo hace con cierta gracia, aunque no siempre evita la tentación de caer en algún que otro wudialenismo, que habrá que pasarle por alto. Peor era Kishon.

Pero lo que se hace raro en la lectura de este volumen es que desde la primera página asistimos a la parodia de un personaje que no hemos visto crecer, que para nosotros es inexistente. Me explico. El chiste referido arriba, que apunta a la cantidad de lectores que llaman a Haaretz para cancelar su suscripción por enfado con lo que escribe “el árabe”, da por hecho que Kashua lleva tiempo escandalizando a su audiencia judía con sus opiniones políticas contrarias al sionismo de buen tono y/o sus retratos de la sociedad desde abajo, es decir, de donde los árabes. Es algo que hay que dar por hecho. Pero no lo leemos. No hay aquí ninguna columna que escandalice con opiniones políticas, solo sus ecos y efectos colaterales. Es como leer unas notas al pie de página sin la página.

La razón es obvia: las 70 columnas reunidas en este volumen abarcan desde 2007 a 2014, más de siete años de entrega semanal, pero no ofrecen ejemplo alguno de los primeros dos o tres años, en los que el columnista se haría, imaginamos, un nombre como enfant terrible. Al recopilar el ‘best of’, esta parte se ha dejado fuera. Lo que es más difícil de adivinar es el motivo. ¿Creía que se habían quedado desfasadas? ¿Le parecían inmaduras, vistas con una distancia de diez años? ¿Le dijo la editorial que meterlas bajaría las ventas? En todo caso, el libro arranca en la fase en la que es justificado que un lector y antiguo admirador le llame por teléfono y le pregunte si hay censura en el Haaretz. No, no la hay. ¿Realmente puede escribir lo que quiere? Sí [y viendo lo que escriben Amira Hass y Gideon Levy se lo creemos]. Entonces ¿realmente los máximos problemas que tenemos los árabes de Israel ahora son las cogorzas que se pilla usted y las conversaciones con su mujer?

Y la niña, cabe añadir. La niña, la hija mayor del Kashua narrador, a la que conocemos con algo como seis o siete años, dando sus primeros conciertos de piano en el cole, entre columpio y sarampión, y despediremos al final del libro en plena adolescencia, edad del pavo, edad de leer El guardián entre el centeno. No, si este libro se salva es por la ternura con la que Kashua sabe impregnarlo al hablar de la niña.

También se salva porque entre cogorza y charla con su mujer (¿por qué me estará sentando mal ese veterano, venerable y vetusto hábito de columnistas y escritores de llamar “mi mujer” a la ídem, como si no tuviera nombre, como si toda su existencia se limitara exacta y precisamente al rol social de ser “la mujer de”?) salen muchas, muchas instantáneas de la vida de Israel contada con acento árabe. Lo del acento no es metafórico: Sayed Kashua escribe en hebreo, habla hebreo hasta con sus hijos (salvo cuando se acuerda de hablarles en árabe para que no se les olvide el idioma) y seguramente en la vida diaria sería indistinguible de cualquier israelí de pro, pero le traiciona el acento. Si llama él a un hotel de cinco estrellas, le dirán que no hay habitaciones. Si llama Iris, la productora de la radio, sí que hay.

Esa es la vida diaria de los israelíes acomodados, aceptados, bien considerados, perfectamente alisados cabría decir, pero con acento árabe. Del sur de Tira. Tira es un pueblo entre Herzliya y Netanya, un poco al interior, es decir, a 20 kilómetros de Tel Aviv. Al lado ¿verdad? Pues en Israel, el acento no es de distancia geográfica. Es de algo peor. Es el Antiguo Testamento el que inventó el término shibboleth y el concepto asociado: cortarle la cabeza a todo aquel que no supiera pronunciar la sh. Porque entonces era de los otros [Jueces 12, 4-6].

Spoiler: Al final, Sayed Kashua se irá a vivir a Illinois, Estados Unidos. Es decir, por mucho humor que el metacolumnista haya echado para parodiar a su propio personaje, en realidad esta selección de siete años de columnas son la historia de un fracaso. Por eso es un libro doloroso y fundamental. Pónganselo en la estantería, entre Gideon Levy y Amira Hass.

Llega un nuevo día (Galaxia Gutenberg, 2019) | Sayed Kashua |  278 páginas |  21,75 euros | Traducción del hebreo de Raquel García Lozano

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