JESÚS COTTA | Cuánto he disfrutado leyendo por las noches estos aforismos de Enrique García-Máiquez. Creo que la definición más certera es la siguiente: un libro chispeante de ingenio, variedad y gracia donde lo profundo se entrevé a través de lo aparentemente superficial.
Los aforismos vienen divididos por temas o tonos; esta manera de agruparlos es una deferencia para con el lector, porque los aforismos dejan de ser una flora imprevisible donde lo mismo sale un jaramago que un lirio; aquí conforman un bosque donde a un lado está la madreselva y al otro un claro y al otro una orilla con grama.
El autor tiene la virtud de utilizar estupendos juegos de palabras y sacar partido a los dobles sentidos y a las ambigüedades del idioma, pero, con la excepción de algún aforismo que parece quedarse en ese artificio, casi siempre los trasciende y los pone al servicio de un significado último.
En el fondo, el mar no se toma en serio sus tormentas.
Algunos son definiciones que replican el estilo del diccionario, pero son mucho más que sucintas definiciones: son revelaciones.
LA PALABRA MÁS HERMOSA
“Tú” en los labios que amas.
Todo el cristianismo consiste en convertir el verbo “sacrificar” de transitivo a reflexivo.
Los misterios: secretos que no necesitan ocultarse.
Enrique García-Máiquez tiene además una naturalidad que yo valoro mucho en los escritores actuales: no tiene miedo de decir la palabra “Dios”, que hoy tanto se evita; tampoco abusa de ella. Sencillamente Dios está muy bien traído.
He disfrutado especialmente los aforismos de la primera mitad del libro y los dedicados a la literatura, como estos dos:
Cuando Dios te encarga un texto lo llama “inspiración”.
SOSPECHOSO
Los poemas en verso libre son mucho más largos.
Y abundan las simpáticas vueltas de tuerca: Los que están adelgazando cada vez nos ven más gordos. Y tiene el autor la impagable virtud de encontrarle la nobleza incluso a los que nos dan la tabarra: Los que repiten mucho una anécdota quisieran convertirla en categoría, y no saben cómo.
Nada es trivial en la mirada del autor, nada es reducido a su mera apariencia; todo aparece con la especial vibración que seguramente las cosas debían lucir a toda gala en el Edén y que aquí solo perciben los poetas: Los relojes parados señalan por dónde se les escapó, corriendo, el tiempo.
Y luego tiene las ocurrencias imaginativas de los niños: El avión empequeñece el mundo; la bicicleta lo estira. Siempre me he fiado de los autores que no han matado al niño que una vez fueron.
Es cierto que a veces, durante la lectura, he tenido la sensación de que se va por las ramas y se entretiene en detalles y no toca la médula de las cosas o no agarra el toro por los cuernos. Pero luego uno lee esto y se queda satisfecho para siempre: Ver llover convalida escribir poemas. Además, el estilo del autor consiste precisamente en eso: en tratar con la misma aparente ligereza, que es delicadeza, tanto el ajedrez como los novísimos y los pecados capitales.
Los temas son de lo más variopintos, como es el mundo: desde la ropa tendida que se moja con la lluvia hasta el padre que finge perder un juego con su hijo… Y no rechinan unos con otros, porque tienen el aire común del ingenio, el buen humor, el buen corazón y, sobre todo, la simpatía (en su más alto sentido de cordialidad, donaire y ángel).
Y toda esa simpatía con que lo dice y lo mira todo no tiene nada de buenismo ni de un optimismo ciego al dolor, porque todo el libro está atravesado de un hondo conocimiento de la naturaleza humana (el autor, como un servidor, ha superado la edad en la que, según Platón, se alcanza la madurez): Lo más difícil de perdonarle a alguien es la tirria que le hemos cogido.
Así pues, el título puede resultar engañoso: sus aforismos no son optimismos aptos para un libro de autoayuda; tampoco tienen el objetivo de alentarnos en la carrera de la vida (esa es la consecuencia, no el objetivo), sino que son pinceladas y reflexiones nacidas de una visión esperanzada y espiritual que ilumina el mundo. La fuente de la alegría que las adorna son las virtudes teologales de fe, esperanza y caridad, pero esto, que yo recuerde, nunca se dice: el enamorado no tiene por qué decir de quién anda enamorado, pero todo lo que dice es oro y alegre. La sensación que uno tiene al leer el libro es doble: parece que no se ha metido en honduras, pero el mundo sale, tras su lectura, con más relieve y más iluminado.
Gracias, pues, Enrique.
El vaso medio lleno (Ediciones More, 2020) | Enrique García-Máiquez |138 páginas |10,45 euros