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El mundo por partida doble

Maquetación 1

 

El viento en las hojas

J. Á. González Sainz

Anagrama, 2014. Colección “Narrativas hispánicas”

ISBN: 978-84-339-9779-1

144 páginas

14,90 €

 

 

Coradino Vega

Leer a J. Á. González Sainz requiere un esfuerzo de atención que devuelve siempre una recompensa doble, o triple, o múltiple: la de disfrutar de la exigencia de una prosa compleja, elaborada con minuciosidad artesana; la de una profunda meditación moral que cada vez se antoja más imprescindible; la de reflexionar sobre el sentido que les damos a las palabras y si éstas pueden representar el mundo; la de recorrer un camino que viene de la sabiduría grecolatina y las parábolas bíblicas, pero también de nuestro pasado inmediato; la de regresar sobre nuestras propias huellas; la de preguntarnos qué significado tienen las cosas o qué sentido tiene la vida; la de asistir, en definitiva, con serenidad y demora, al despliegue del pensamiento, la belleza de la existencia y cuanto ésta tiene de enigma inexplicable, amenazante o luminoso. La obra de González Sainz no abarca muchos títulos, y algunos están bastante espaciados en el tiempo, por lo que uno tiene la sensación de que esa dosificación laboriosa, esa espera y esa paciencia guardan algo de esencial, de selección rigurosa de lo que realmente merece ser publicado. Quizás en Volver al mundo, una novela que no sólo es la más extensa de las suyas sino también una de las más valiosas que se han escrito en este país en las últimas décadas, estaba contenido todo su imaginario, ese que luego intensificó en la maravillosa novela corta Ojos que no ven y que, ahora, en esta composición unitaria de su temática con forma de libro de relatos, parece volverse más esencial aún, más densificado en su brevedad sintética y en su carga de poesía simbólica.

Sin embargo, el estilo con el que están escritos esos tres libros es el mismo, un estilo que parece, a pesar de su aparente sofisticación, la extensión natural del modo con que su autor percibe el mundo, un castellano recio, rico en detalles y en giros que aúnan la sinuosidad sintáctica a cierta habla popular en vías de extinguirse, la concentración del pensamiento y la observación aguda de la naturaleza, una prosa plagada de ritornelos y yuxtaposiciones y subordinadas que envuelven el nudo de lo que se quiere enunciar como un gusano de seda, con cierta apuesta deliberada por matices que se han vuelto de pronto arcaicos u obsoletos y que no sólo es una opción estética, sino también un alegato ético: que todo el mundo termine escribiendo o hablando de la misma manera sólo es la consecuencia de la uniformidad a la hora de ver y de pensar moderna; por el mal gusto y la pereza y la facilidad y el desprecio por los oficios antiguos o el trabajo bien hecho, entran el adocenamiento, la vulgaridad, la estupidez, y al final llegan la vileza y la barbarie; si no nos paramos a volver la vista atrás, y conservamos lo que de valor y conveniente tienen el origen y el camino, puede que lleguemos muy lejos, pero casi con toda seguridad nos habremos perdido. Una figura que se repite desde Volver al mundo, y que también aparece en El viento en las hojas, es la del joven atolondrado que quiere comerse el mundo e incluso arreglarlo, que se afana por sacarle tiempo al tiempo en lugar de dárselo, casi tan invadido por la ansiedad como por las abstracciones y la premura de movilidad, a quien todo le parece demasiado lento o demasiado blando o demasiado pusilánime o demasiada poca cosa y acaba enredado y endiosado en su “pánfila y crédula manera” que, para colmo, le parecía la más incrédula. Pero junto a esa figura que se da cuenta, entrada en la madurez, de los embelecos y las intoxicaciones ideológicas, y decide dejar atrás la insatisfacción y los agobios y el ruido, está la del hombre sencillo, la del hombre justo que en Ojos que no ven era Felipe Díaz Carrión, o la de Alonso Gómez Eguizábal en “Como más tarde tuve ocasión de comprobar”, la del hombre mayor que camina por el bosque en otro cuento —en uno de los relatos más alegóricos de El viento en las hojas— y a quien el de menor edad quiere adelantar a toda costa. Alonso Gómez Eguizábal es muy consciente de que habrá quien le llame “viejo y reaccionario”, pero eso se la trae al pairo: lo que a él le gusta es pasar los días espaciosos y limpios de su jubilación sentado en el Café del Centro, con su “alivio de perdurabilidad”, disfrutando de la plenitud y el sosiego de vivir hasta que irrumpa la violencia.

Es González Sainz sabedor de que, como decía Machado, a la ética se va por la estética, y es también un escritor especialmente dotado para la ternura, para contraponer la maldad a quien es vulnerable; un autor con la cabeza fría y el corazón caliente, de impronta entre faulkneriana y centroeuropea; alguien que se detiene a observar el paisaje, la naturaleza, a interpretar su devenir y su simbología; un hombre que tiene muy claras cuáles son las líneas infranqueables, esas mismas que en el nihilismo de la contemporaneidad exasperada se franquean tan fácilmente. Un padre va al parque de la mano de su hijo y, mientras el niño vibra todos los días ante el puesto de helados por la simple posibilidad de elegir aunque al final siempre acabe pidiendo el mismo, el padre se fija en la mirada de la vendedora y en el tono con el que le habla la madre de otro niño. Dos ancianos van caminando muy lentamente por la calle y, de pronto, se topan con la crueldad de un apolo de insultante belleza. Un hombre observa indistintamente, sentado en el Café Comercial, el cuello esbelto de una joven que estudia y una tertulia de jubilados en la que se va a producir una despedida. Un oficinista se para todos los días, camino del trabajo, frente al escaparate de una tienda y no sólo pierde la cabeza por su dependienta, sino que al evocarla excitado en el insomnio de la noche se plantea si las cosas existen en sí o es el lenguaje el que las conforma. Una madre mira con miedo a su hija, que está haciendo pompas de jabón subida al petril de un puente, y entretanto su marido tira trocitos de ramas que son arrastradas por la corriente del río. El excontable y estudiante de filosofía en Heidelberg Alonso Gómez Eguizábal se sienta, como cada mañana desde que se jubiló, en el Café del Centro y, como si estuviera en una especie de aleph, reflexiona sobre “el mundo por partida doble”, como mundo y representación, y a veces recibe las visitas de hombres muy serios y encorbatados.

En todos estos relatos, el murmullo de las hojas de los árboles mecidas por el viento opera como bajo continuo, como tema común, como signo de la fragilidad del instante, la fluidez del tiempo, de la maravilla y el horror de la que están hechas las vidas concretas. Puede que “Durante el breve momento que se tarda en pasar”, como cuento, resulte pesado, innecesariamente reiterativo; o que la crueldad del joven de “Los ojos de la cara” parezca exagerada; o que los diálogos, en su registro tan similar al utilizado por los narradores, chirríe si lo que se busca es la naturalidad verosímil. Pero más que una recopilación de cuentos El viento en las hojas es, como ya se ha dicho, una obra unitaria fragmentada en distintas piezas, una especie de poema poliédrico que nos brinda la doble recompensa de su grandeza artística y su calado ético, un hermoso intento de atrapar la fugacidad del aire y contemplar el haz de minúsculos detalles que sólo puede percibir una mirada, una lectura atenta.

La verdad es que uno termina de leer a González Sainz con una mezcla de admiración y de envidia y casi todo lo demás se le vuelve por un momento insustancial, demasiado liviano, sin la mayor relevancia.

admin

Un comentario

  1. Buena y necesaria crítica para un gigante, breve, escaso, de nuestras letras, tan hondo y certero como poco festejado. «Un mundo exasperado» y «Volver al mundo», dale con el mundo, son dos maravillas, tristes, llenas de un humor grave y de un lenguaje cadencioso, cercano, cálido y, solo, aparentemente repetitivo.
    Muy asimilado todo el siglo veinte literario, filtrado a través de una mirada sencilla y alérgica a pedanterías o acomodos.
    Un escéptico moralista, un sermoneador incrédulo. Pocos libros para tanto talento.

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