Es obvio que sólo podemos lamentar lo que ha desaparecido, lo que se ha perdido, aquello de lo que solo quedan reliquias, vagas noticias, apenas un rumor, una huella a punto de borrarse, un eco amortiguado. ¡Cuánto me gustaría saber lo que significan las figuras de Nazca en la pampa peruana, cómo acaba el fragmento 31 de Safo y qué amenaza suponía Hipatia para que no sólo hicieran pedazos su obra sino también su cadáver!
CAROLINA EXTREMERA | Como tantas otras generaciones, toda la mía ha querido encontrar el Santo Grial. A diferencia de aquellos caballeros medievales, no buscábamos la fe y, a diferencia de tantos poetas, no estábamos intentando reinventar el concepto para referirnos a algo inalcanzable. El nuestro no era metafórico, ni místico, sino el objeto real, que todos sabíamos que podríamos reconocer al instante, porque está muy claro el aspecto que debe tener la copa de un carpintero. Por eso dibujábamos mapas y apuntábamos las claves, porque el simple hecho de que hubiera una reliquia perdida bastaba para encender la esperanza de unos críos de diez años. Había una parte de nosotros que sabía que nunca seríamos Indiana Jones, pero formábamos parte de la misma especie que envió en las sondas Voyager dos discos dorados con instrucciones para ser reproducidos al espacio con la idea de mostrarles lo más representativo de nuestra civilización a unos posibles receptores. Así que manteníamos la esperanza. El verdadero poder del Grial es, por supuesto, su ausencia.
En Inventario de algunas cosas perdidas (Acantilado, 2021), Judith Schalansky explota esa idea de la ausencia para escribir un libro de género difuso, mixto, que no resulta fácil de clasificar. En el prólogo, donde sienta las bases de lo que vamos a leer, habla de un pueblo cuyas costumbres funerarias incluyen que los cementerios estén muy cerca de las casas, para convivir con los muertos y reflexiona sobre nuestras formas de sobrellevar el concepto de desaparición. “Decidir quién está más cerca de la vida, aquel que contempla continuamente la muerte o aquel que logra apartar de sí su imagen no es tarea fácil; las opiniones acerca de esta cuestión son tan contradictorias como las que se vierten cuando discutimos sobre qué resulta más espantoso: la idea de que todo tiene un final o la de que puede que no lo tenga”. Para la autora estar vivo implica sufrir pérdidas y nos anima a abrazar tanto el recuerdo como el posible olvido – “olvidar todo es malo, de eso no cabe duda, pero es aún peor no olvidar nada, porque todo saber nace del olvido”.
La forma de vivir la ausencia de Schalansky consiste en elegir doce cosas perdidas y, a partir de cada una de ellas, escribir un texto que a veces es un ensayo divulgativo, otras veces es una ficción narrativa con personas reales de la historia, otras es directamente un relato con personajes que sitúa en los lugares perdidos antes de su destrucción y otras es un memoria autobiográfica donde asistimos a sus propias experiencias y reflexiones. Cada capítulo tiene exactamente las mismas páginas (veintidós en español) y creo que no es en absoluto casual que haya decidido buscarse esa restricción formal para dar armonía al texto. Aunque no quiero aburrir a mi respetable público con una exposición detallada de cada uno de los doce, sí que me gustaría mencionar los tres que me han resultado más reseñables.
“El tigre del Caspio”, basado en la desaparición de una especie concreta de tigre que murió dos veces: primero con la caza indiscriminada que lo llevó a la extinción y después con el incendio que quemó el último ejemplar disecado que quedaba en el museo de ciencias naturales de Tashkent. En este capítulo la autora nos ofrece una lucha entre una tigresa del Caspio, un león y gladiadores en las arenas del emperador Claudio e impresiona la dignidad que consigue infundir en los animales cautivos y la hermosa descripción de la lucha. En “El puerto de Greifswald”, en lugar de escribir un ensayo sobre el cuadro del título, robado y después quemado por el ladrón en una estufa de Rumanía al ser encontrado por la policía o sobre Caspar David Friedrich, su autor, Schalansky realiza una excursión a pie desde el nacimiento del Ryck hasta el puerto. Tengo debilidad por las narraciones de naturaleza y este capítulo es una bellísima descripción del valle y de sus rocas, su fauna, su vegetación y sus sonidos. Finalmente, destaco el último capítulo de todos: “Las selenografías de Kinau”, unos misteriosos dibujos de la luna, hoy perdidos también por el fuego, que inspiran a la autora para escribir un extraño relato sobre un hombre tan obsesionado por la luna que desea vivir en ella, abandonando a su familia.
Al ser un libro tan fragmentario de géneros tan diversos, hay cierta irregularidad en cuanto a la calidad de los capítulos, aunque también he observado que los que menos me han gustado a mí son los preferidos de otras personas. Con esto quiero decir que mis historias favoritas pueden no ser las suyas y que esas preferencias tal vez dependan de qué referencias somos capaces de captar o qué es lo que nos llega más adentro. Termino con otra cita del prólogo que resume muy bien lo que nos encontramos en este libro.
Esta obra habla por igual de búsquedas y de hallazgos, de pérdidas y de conquistas, guiada por la intuición de que la diferencia entre presencia y ausencia es puramente marginal, siempre que exista la memoria.
Durante los largos años de trabajo que han precedido a la publicación de este libro, hubo unos pocos momentos preciosos en los que la idea de que todo es pasajero me pareció tan consoladora como la imagen de sus ejemplares acumulando polvo en las estanterías.
Inventario de algunas cosas perdidas (Acantilado, 2021) | Judith Schalansky | Traducción de Roberto Bravo De La Varga| 304 páginas | 22€