Paul Klee. Maestro de la Bauhaus
VV. AA.
La Fábrica, 2013
ISBN: 978-84-15691-25-9
284 páginas
40 €
Traducción de Elena Sánchez Vigil
Coradino Vega
Podría decirse que Paul Klee fue un artista de desarrollo lento, de maduración tardía. Nacido en 1879 en una familia suizo-alemana que encaminó sus pasos hacia la música, le costó decantarse por la pintura. Quizás contribuyó también el nacimiento de su hijo Félix, al que cuidó casi en solitario mientras su mujer sustentaba el hogar dando clases de piano, y puede que ese periodo le influyera de manera decisiva si uno observa los dibujos infantiles, la busca del mundo perdido de la niñez, que con frecuencia aparecen en sus cuadros. No fue hasta un viaje que hizo a Túnez pocos meses antes de que estallara la Primera Guerra Mundial, al descubrir las posibilidades colorísticas que se desplegaban ante sus ojos, cuando se consideró pintor. Durante la contienda moriría su amigo Franz Marc y, gracias a los contactos de su padre, pasó el reclutamiento dibujando aviones para el ejército. Su obra, seducida por los experimentos cubistas que había visto en París, empezaba a exponerse en galerías berlinesas como Der Sturm. Sin embargo, al recibir en octubre de 1920 la oferta de incorporarse al profesorado de la Bauhaus, su experiencia como docente era nula. Walter Gropius había fundado esa institución consciente de que el arte era creado más allá de los métodos, pero también de que la artesanía sí podía aprenderse; de que arquitectos, pintores y escultores eran artesanos “en el sentido prístino de la palabra”; y de que, por ello, había que ofrecer a los estudiantes un aprendizaje sólido del oficio como base imprescindible para las artes plásticas. Y en ese proyecto colectivo que intentó conciliar arte, técnica y ciencia bajo el prisma de la razón y el funcionalismo, aterrizó Paul Klee sin tener ni idea de lo que les iba a hablar a sus alumnos.
Guardando cierta similitud con los Arts and Crafts de William Morris, la Bauhaus se había propuesto como objetivo anular la separación consolidada académicamente entre las diversas disciplinas configuradoras por medio del retorno al trabajo manual y, mediante un proceso de diseño ejemplar, modelar objetos y espacios para una sociedad futura más humana e igualitaria. Con la aspiración de romper el aislamiento del arte para abrirlo a la sociedad, contrapuso a las escuelas de arte tradicionales un programa innovador que vinculaba la enseñanza teórica con la práctica y que se convirtió en parte esencial de la reforma educativa promovida por las políticas socialdemócratas del gobierno regional de Turingia. En una época tan extrema y golpeada por la inflación como la Alemania de entreguerras, pronto se topó con la oposición de los sectores más conservadores de Weimar primero y luego de Dessau, donde fue tachada de laboratorio del “bolchevismo cultural” y de peligro para el orden público, antes de que Mies van der Rohe la trasladara a Berlín en 1932 y de que las autoridades nazis la cerraran definitivamente pocos meses más tarde. Paul Klee simpatizaba con el ideario socialista aunque carecía de la suficiente fe como para creer en las revoluciones. Se comprometió con el proyecto de Gropius pero con desgana. Su preocupación pasaba sobre todo por tener suficiente tiempo libre para dedicarlo a la actividad creadora; su deseo, producir algo original. Sobrevoló de puntillas las polémicas que asolaron a la institución, polarizada por quienes preponderaban más el arte o el maridaje entre diseño e industria necesario para crear objetos ergonómicos, papel de pared o, a través de una herencia diferida, edredones constructivistas. A lo más a lo que llegó en el curso del debate fue a manifestar: “Todo juicio de valor es subjetivo, y un juicio negativo sobre el trabajo de otro artista no puede ser de consecuencia para la totalidad”. Si la aparente carencia de estilo fue la mayor virtud de la arquitectura de Gropius, o si la forma no era más que el resultado de una función para Mies van der Rohe, en Klee el contenido pasaba a un segundo plano frente a la forma siempre que ésta surgiera de un modo de proceder regido por la intuición. El cubismo no perseguía tanto nuevas formas de representar la realidad como nuevas posibilidades de jugar con las preexistentes. Y lo que Klee buscó fue relacionar líneas, volúmenes y colores, agregando un acento aquí, quitándolo allí, hasta lograr ese sentimiento de adecuación o equilibrio tras el que se afana todo artista. Según E. H. Gombrich, estaba convencido de que ese modo de crear imágenes, dejando que las formas surgieran bajo sus manos gradualmente, al albur del tema sugerido por su imaginación, era mucho más fiel a la naturaleza que cualquier copia mimética. Pero a diferencia del niño que garabatea en un cuaderno de manera espontánea, del adulto que rellena formas geométricas sin ton ni son mientras finge escuchar algo aburrido o del artista moderno que sólo entrega su trabajo a la suerte y la inspiración, Klee consideraba —en una suerte de misticismo en algo parecido al de su colega de Bauhaus Vasily Kandinsky o a las verdades matemáticas de Mondrian— que era la propia naturaleza la que creaba a través del artista: que la creación provenía del mismo poder misterioso que dibujó las formas mágicas de los animales prehistóricos, del ámbito encantado activo en el fondo de la mente del pintor, de “ese grumo de verdad en estado puro que se supone persiste en el centro de la consciencia”, en palabras de Giulio Carlo Argan.
Pero por mucho que en su tesis lo esencial no fuera tanto la forma definitiva como el proceso que conduce a ella (“lejos de todo apriorismo una forma no es, sino que deviene”), por mucho que se quejara en sus cartas de lo difícil que le resultaba comenzar cada nuevo semestre y conciliar la enseñanza con la creación, o por mucho que —a tenor de los testimonios de quienes fueron sus alumnos— parece que no tuviera especiales habilidades didácticas, Paul Klee se tomó muy en serio sus clases, y la prueba es que dejó las casi cuatro mil páginas manuscritas que hoy constituyen su legado pedagógico editado por Fabienne Eggelhöffer y Marianne Keller, y cuya valiosa base de datos está disponible en la página web del Zentrum Paul Klee de Berna. Se trata de un conjunto heteróclito de reflexiones e investigaciones teórico-prácticas —plagadas de llamativos diagramas, esquemas, tablas, escalas de color, construcciones y dibujos— en torno a la forma pictórica, sus regularidades, sus normas y génesis; a la geometría, el plano y el volumen; al movimiento, las estructuras de la naturaleza y los artificios; a las configuraciones plásticas, el ritmo o el color. Klee impartió prácticas de composición, teoría de la forma, teoría de la configuración pictórica, talleres de encuadernación, de pintura sobre vidrio e incluso de tejeduría, y para sus clases redactó detalladamente los contenidos junto a sus bocetos correspondientes. Quizás la mayor satisfacción se la produjo la asignatura de diseño libre pictórico compartida con Kandinsky. Pero en todas fundió de alguna forma el componente lúdico de su quehacer artístico con la sistematización, recurriendo a ejemplos tomados de sus obras o incluso de la música, como cuando utiliza el cuarto movimiento de la Sonata para violín y clave en sol mayor de Bach para explicar la disposición estructural, o de la naturaleza y la técnica, como un molino de agua, una planta o la circulación sanguínea. Klee explica el surgimiento de los elementos —punto, línea, plano y cuerpo— y de los medios —línea, claroscuro y color— partiendo del movimiento, de los polos opuestos como el cosmos y el caos, la estática y la dinámica. Su sentido del ritmo puede observarse en una de sus acuarelas y lápiz sobre papel, Oase Ksr:
Su teoría del color parte en gran medida de la de Goethe, aunque luego cede también al impulso de la intuición primigenia que le produjo su estancia en Kairuán yuxtaponiendo tonalidades insólitas. Vinculado a los discursos biocéntricos de principios de siglo, también supuso para él quizás más su viaje a Italia de juventud en el que tomó conciencia de la universalidad de las leyes del crecimiento hasta el punto de convertirlas en el fundamento de su modo de pintar, desarrollando los procedimientos de la naturaleza en el ámbito puramente plástico, emancipándose de ella, superando su imitación por medio de la simplificación, de un trabajo intensamente reductivo.
La lucha que mantuvo con las exigencias docentes de la Bauhaus duró hasta 1931. Seis años después sus obras fueron exhibidas como “arte degenerado” por el III Reich. Klee dejó Alemania y se instaló de nuevo en Berna, con su mujer. En 1940 murió a causa de una extraña enfermedad degenerativa. A la inquietud creciente que le producía pintar apresuradamente por la falta de tiempo que le dejaba la Bauhaus, siguió el hostigamiento nazi. Paul Klee. Maestro de la Bauhaus, editado en paralelo por la Fundación Juan March como catálogo de la exposición celebrada en Madrid entre marzo y junio del año pasado, deja traslucir esa angustia. Aunque sus páginas centrales, las más técnicas que desarrollan su Teoría de la configuración pictórica, sean en especial de utilidad para dibujantes, arquitectos y artistas plásticos, uno puede aprender también mucho sobre los procesos creativos en general, sobre la rara mezcla de subconsciencia y método que sustenta cualquier obra de arte, o incluso sobre lo difícil que resulta enseñar estas disciplinas en las que, como decía Gropius, siempre queda algo imposible de enseñar. Paul Klee nunca dejó de ser consciente de eso. Jamás consideró que su tarea como profesor consistiese en imponer principios inamovibles, sino en mostrar caminos para trabajar de forma creativa ayudando a que cada uno descubriera lo que llevaba dentro. Con el probable apremio de ponerse con una obra que se ha vuelto radicalmente original, cada fin de semestre terminaba sus clases diciendo: “Les he mostrado aquí un camino… Yo personalmente he seguido otro”.
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