ILYA U. TOPPER | No me sale fácil decidir qué opinar de este libro. ¿Alegrarme de que por fin un autor con ganas de escribir una novela histórica elija la época de Al Andalus para hacerlo? La verdad sea dicha: no es alegría menor. Va un país, pongo por caso la vieja Hispania, y se mete en una época histórica con reyes, príncipes, taifas, navegantes, poetas, astrónomos, laudistas, matemáticos, botánicos, filósofos, amantes y un amplio abanico más de oficios y aficiones, una gama infinita de personajes y geografías por los que matarían los guionistas de Juego de Tronos, y a grandes rasgos el único que le ha sacado jugo es mi colega Enrique Martínez de Tarifa, que en paz descanse, dibujante de tres cómics llamados Zéjel e impagables, entre otras cosas por inexistentes en la faz de internet.
Bien: viene Antonio Álamo, más conocido como dramaturgo, muy conocido incluso, y director de obras teatrales interpretadas preferentemente por la chirigota ilegal de Las Niñas –lo cual es otro punto a favor, y no solo porque sean mis colegas– y nos propone una novela de factura breve (sigan sumando puntos positivos) ubicada en el califato de Córdoba. Concretamente bajo el reino de Hakam II, gran aficionado a los libros de ciencia, y en la juventud de quien sería luego el terrible potentado guerrero Almanzor.
Y va Álamo y tiene el arrojo de no quedarse en una novela histórica, sino de colocar la ambientación medinazahariana solo como pretexto al servicio de algo mayor: una ficción no del todo científica de un libro que contiene el mundo entero, y especialmente la historia del Libro. Un metalibro. Un volumen que no solo cuenta lo que está ocurriendo (un poco al estilo de La historia interminable) sino incluso lo que ocurrirá en el futuro. Todo. Un libro relativamente imposible de leer, diría yo.
Del Libro solo conoceremos algunos trozos: los que nos cuentan la historia del Libro, más precisamente de la Escritura, desde los primeros trazos en las rocas, pasando por los jeroglíficos hasta su reemplazo por Youtube. No estoy de coña. Tal vez la escena en la que unos andalusíes tomando té entre tratados de astronomía, elucubrando cómo se puede leer algo a golpe de ratón, y qué comerán esos ratones, sea la mejor de la novela. Por divertida.
Lo del té se lo perdonaremos a Álamo. Les pasa a los mejores. El gran Claudio Sánchez-Albornoz dejó morir a Mutamid de Sevilla, príncipe de los poetas, en una choza del Atlas rodeada por chumberas, y Blunck hizo a los vándalos plantar eucaliptos en Andalucía. La arqueobotánica no es cosa de todos. Pero no se puede dejar de ver que el error se inscribe, en el libro que nos ocupa, en un afán orientalista, en la intención de pintar un Al Andalus lo más acorde a los clichés que tenemos de Arabia, cuando lo realmente valiente —y sin duda lo más acertado históricamente— habría sido imaginarlo más cercano a la Andalucía de hoy.
Lo del té se lo perdonaremos a Álamo. Les pasa a los mejores. El gran Claudio Sánchez-Albornoz dejó morir a Mutamid de Sevilla, príncipe de los poetas, en una choza del Atlas rodeada por chumberas, y Blunck hizo a los vándalos plantar eucaliptos en Andalucía. La arqueobotánica no es cosa de todos. Pero no se puede dejar de ver que el error se inscribe, en el libro que nos ocupa, en un afán orientalista, en la intención de pintar un Al Andalus lo más acorde a los clichés que tenemos de Arabia, cuando lo realmente valiente —y sin duda lo más acertado históricamente— habría sido imaginarlo más cercano a la Andalucía de hoy.
Este esforzado efectismo empieza con el camello que tira del carro del librero, continúa con la reiterada invocación de “Alá” (como si no existiera en nuestro idioma una palabra para Dios), con la enumeración de regiones lejanas (que el librero no puede haber visitado sin pasar unas cuantas veces por esta Qurtuba que ahora pisa por primera vez) y se explaya en las descripciones de la ciudad, sus comidas, placeres y prostitutas, como si solo así se pudiera contar la vida en Al Andalus.
Pero esto significa que para cuando por fin empiezan a perfilarse los personajes de la novela y los vínculos de amor, intriga y desamor que conectan a la librera Maryam, el calígrafo Muhammad y el cadí Umar, de los 186 páginas de la novela ya solo quedan por gastar 80. Y cuando la trama empieza a tomar profundidad, cuando se nos abre una visión a los abismos del alma humana, cuando se colocan los fundamentos para entender la terrible ambición de Almanzor y empezar una novela de verdad, quedan menos de catorce folios.
Es una pena, porque ya puestos, incluso para una simple narración entretenida sin pretensiones, los personajes históricos, empezando por Hakam II, muy probablemente gay, su mujer Subh, que vestía de hombre, y la librera, la histórica Lubna, devenida Maryam en la novela, habrían dado mucho más juego. Álamo bosqueja con acierto el papel de las mujeres —sin cortapisas ni tabúes— en la época andalusí, pero se queda en unos apuntes fugaces que podrían haber cobrado vida con algo más de pintura al óleo. Y de paso nos habrían hecho el favor, no pequeño, de contrarrestar siglos de fantasías milyunanochescas.
Pero tal vez lo que menos le perdonemos al autor es su ambición de presentarnos el Libro que cuenta la Historia del Libro, desde sus inicios prehistóricos, pasando por Al Andalus, narrando el futuro —un futuro incomprensible, lleno de ratones, caralibros y trinos de pájaros azules— a los lectores del siglo X, y llegando, qué casualidad, hasta 2017. Y ya. Como si el autor se hubiese interrumpido de repente, no se sabe bien por qué. Como si no supiera ver qué ocurrirá después. Justo cuando empezaba lo interesante. ¡Eso sí que es de cobardes!
Más allá de mar de las Tinieblas (Siruela, 2017), de Antonio Álamo | 186 páginas | 13,95 euros
Extraordinaria reseña de Ilya Topper, como nos tiene ya acostumbrados. Conozco a Álamo, muy buen tipo y hábil para la escena, y me cuadra lo que cuentas de sus intenciones de raccord a costa de una historia andalusí de altos vuelos. Sólo la asociación entre la ambiciosa Subh y el futuro Almanzor, con el objetivo de proteger al niño califa que habría de ser el último de los omeya, ya da para varios enjundiosos y jugosísimos capítulos. Es difícil, amigo Ilya, escribir una novela ‘histórica’ breve cuando te instalas en escenarios tan ricos. Como ser vegano y comer en Maxim’s. Tal vez por eso a mí me salgan más bien tochos, aunque tampoco demasiado, incluso tengo una sobre el adorable Juan de La Cosa, incluida su lucha soterrada con el Almirante en el primer viaje colombino, que no llega a las 200 páginas.
O sea que breve o no, lo que importa es su verosimilitud, desde luego, pero también la coherencia creativa del empeño. Si empiezas una ópera no te puedes quedar en la obertura: dejarás frustrado al oyente, huérfano el argumento principal o primer pentagrama, y difuminadas las tramas. Una pena.