La tarea impuesta a los dos para poder acceder a la herencia es un viaje a un lugar no definido de “África del Norte” —Marruecos, intuimos— para rescatar y llevar a Jerusalén un ‘sefer tora’, un rollo de la tora, el libro santo judío, que había sido propiedad de la familia antes de que emigrara. Dado que sabremos pronto que la familia musulmana, que ahora custodia el preciado pergamino, no se deshará de buena gana de él —para cualquier marroquí, una pieza así tiene un gran valor emocional como patrimonio histórico— intuimos cierta tensión quizás de novela de aventuras.
Pero esta aventura no acaba de arrancar. Hay que recorrerse dos tercios del libro para que por fin salga el tren hacia Algeciras. Mientras tanto asistimos a un largo roneo de uno de los dos hermanos, Daniel, locutor de radio nocturno y seductor algo demasiado sobrado como para caer simpático, alrededor de Mercedes, una mujer judía algo demasiado dubitativa ante sus propias emociones como para prendarse de ella. Manager de música, casada con un hombre que no es judío, no practicante, ofrece un contrapunto actual al tercer personaje, el único que se sale de los clichés, Ambram, un joven rabino en búsqueda algo forzada de una chica, necesariamente judía practicante, con la que casarse.
Sin embargo, lo que podria ser una interesante radiografía de ese mundo desconocido que es la comunidad sefardí española —entre 15.000 y 40.000 almas, afirman, pero probablemente sin jóvenes solteras practicantes— se queda en un repaso de la incomunicación en el matrimonio, las pequeñas desgracias sexo-emocionales de chicas ricas y casadas, algunas citas cultas y un largo manual de cómo no ligar.
La cosa no mejora cuando por fin llegamos a Tetuán (que es Tetuán lo digo yo, porque el único dato que aporta la novela es que la ciudad se sitúa cerca de la costa mediterránea). El encuentro de Ambram con otros judíos marroquíes ocupa exactamente dos folios, ahí lo tienen todo, un poco de conversación general, en eso se agota lo que Esther Bendahan nos cuenta de la milenaria comunidad judía marroquí. Eso y una escena de ensueño en el que Ambram ve bañarse desnuda en el mar a la chica que podría ser su alma gemela. Ya está, se acabó.
Podría darnos igual si funcionara la aventura, el asalto a la preciada tora, pero este asalto —como era de esperar— y la huida al extranjero (mal resuelta: no se puede salir de Marruecos con un coche sin papeles, ni falta que hacía) no es más que un pretexto para engancharnos a unas personas que no lo merecen. Y no lo merecen porque, enviados a una misión de riesgo en cumplimiento de un testamento, ya sea por codicia, ya por fe, no se plantean en ningún momento las implicaciones morales de lo que se disponen a hacer: ¿es ético secuestrar una centenaria tora de Marruecos para llevarla a Israel?
Aquí, Bendahan, judía tetuaní, podría haber planteado una lucha de titanes entre dos planteamientos del mundo judío: el que pretende que todo judío es esencialmente oriundo de Palestina y llegar a vivir allí debe ser su destino final, y el que afirma que los judíos, como los miembros de cualquier otra religión, forman parte esencial e indispensable del pueblo que los rodea, de la tierra que habitan desde hace milenios. La primera visión, una promesa espiritual-religiosa utilizada por el sionismo agnóstico, ha sido convertida en ley estatal por Israel (es ciudadano israelí todo judío del mundo). La segunda es la convicción de la gran mayoría de los judíos marroquíes.
Para un seguidor de la primera visión, llevar la tora a Jerusalén sería el cumplimiento lógico de un proceso histórico. Para un adepto de la segunda, sería un expolio intolerable del patrimonio judío marroquí. Simon Lévy, director del Museo Judeo-Marroquí de Casablanca, habría puesto el grito en el cielo. Pero Ambram, Daniel y Mercedes no se plantean siquiera el dilema.
Ante la falta de sustancia, ya poco nos puede importar el estilo, pero quede dicho que un uso no convencional de la coma no basta para elevar el valor literario de una obra, ni tampoco lo hace el errático uso de los tiempos verbales (pasado y presente), aunque sea permisible en francés.
El resto de errores muy probablemente sea delito (grave) achacable a la editorial y a la utilización —colijo— de un programa corrector particulamente malvado y desprovisto de toda supervisión humana: a una sefardí como Bendahan no debemos suponerle que escriba (a veces) «minyam» en lugar de «minyan», (siempre) «bart mitzvah» en lugar de «bar mitzvah» (¿delata la afición de los programas de correctores a las series de dibujos animados amarillos?) ni que le ponga de nombre Mojama a un abogado marroquí.
Y ya que estamos, no me importaría saber por qué Ambram asegura que lleva el nombre original de Abraham, cuando en la Biblia (sí, también en la hebrea), éste consta como Abram.
Queda por resolver un último misterio: ¿a quién se le ocurrió decorar con una preciosa fotografia sepia de una mujer desnuda (realizada por un fotógrafo neoyorquino-alemán) la portada de una novela en la que la protagonista no llega ni a desabrocharse el sujetador?
Gran y afilada crítica, Sr Topper.