PACO CAMERO | Nada más iluminador que aquello que se arroja a la penumbra, nada más certero ni más elocuente, si se trata al menos de entender los resortes más profundos de una comunidad, de una sociedad, de una ciudad, que conocer lo que ésta prohíbe, censura, mira con recelo o disfruta en secreto aunque lo condene moralmente. De esta certeza partió Luc Sante en 1991 para rastrear estos Bajos fondos de Nueva York, una obra fascinante que acaba de recuperar Libros del K.O., la editorial que publicó hace un lustro (y ahora reedita) su Mata a tus ídolos, una deslumbrante miscelánea de artículos/ensayos breves que se abría, precisamente, con una evocación en clave autobiográfica de aquella ciudad peligrosa, en bancarrota y todavía sin domesticar para mejor digestión del turismo mundial que fue la Nueva York de los años 70.
En estos Bajos fondos, Luc Sante no viaja ya a la ciudad agreste que gozó y padeció en sus días de juventud, sino mucho más atrás, aunque de nuevo a un periodo de formación: la «adolescencia y adultez temprana» de la misma Nueva York, etapas comprendidas aproximadamente entre la década de 1840, cuando el núcleo del asentamiento original empezó a transformarse por las vías de los trenes y las proliferación masiva de las llamadas casas de vecindad; hasta 1919, año bisagra hacia una nueva era tecnológica de la que surgió una urbe «refundada».
Dado que todo viaje al pasado sólo se puede hacer o soñar desde el presente, Sante se dedica en el libro a intentar captar un cierto rumor específico de la ciudad, prácticamente secreto y por supuesto orillado cuando no completamente silenciado en el relato oficial sobre la Capital del Siglo XX, con sus inmigrantes desesperados llegando en aluviones para tornar en fortuna su desgracia, sus millonarios filántropos fumando puros en las inauguraciones de sus hospitales y su poesía de los rascacielos. Pese a todo, de algún modo, sostiene el autor, ese rumor pervive aún hoy, especialmente -escribe Sante- «algunas noches, en ciertas partes de la ciudad, normalmente en calles abandonadas y en invierno, pero también en otras estaciones si las calles están lo suficientemente olvidadas«, cuando al caminante desprevenido le puede sorprender la impresión de que casi puede «atisbar el pasado como a través de una ventana sucia«.
Con un rigor sólo equiparable al grado de libertad asumido para su investigación, sin pretensiones de elaborar un tratado de Historia «dura» o sistemática, Sante trata de hacer justamente eso, y para ello acota sus merodeos a los dominios primigenios de Manhattan, y dentro de ella a sus barrios de peor fama en aquellos tiempos, Tenderloin y Bowery, además de los arrabales y los muelles donde la única forma de prosperidad era el chanchullo interminable y con mucha frecuencia la violencia. Una vez asentado ahí, propone una historia subterránea que «también» explica la ciudad y el carácter que sigue definiéndola en nuestros días: la existencia cotidiana de los rufianes, desheredados, suprimidos, incomprendidos e ignorados. Una suerte de caleidoscopio de los «vicios y encantos» que la ciudad ofrecía a sus clases bajas, que Sante compone dejándose llevar por su intuición y por los hallazgos casuales y atento -ya lo hemos dicho- no tanto a la Historia como a su minúscula miga, al «sabor y al incidente«, a «la anécdota y al testigo”; en última instancia, una historia de la Nueva York bronca y salvaje, despojada de su capa de civilización y modernidad, tanto como una especie de elegía a los aplastados en nombre de la religión del progreso, cuyos relucientes púlpitos rara vez no se levantaron sobre alguna clase de fraude.
Abrumador, doloroso y trágico, pero a la vez divertido y fascinante, el libro adquiere un vuelo especialmente magnético cuando asoman sus personajes ‘bigger than life’. Sante se limita a esbozarlos, pues de haber querido entrar a fondo en todas esas vidas probablemente seguiría hoy escribiendo el libro, uno sin final posible. Pero las breves irrupciones de estos tipos bastan para conferirle al texto, repentinamente, un soplo de electrizante aventura: ahí están, entre muchos otros, el teólogo desengañado que abrió un pequeño local «licencioso», vio que allí había negocio y acabó convertido en el emperador de los burdeles de la ciudad en el último tercio del XIX; Humpty Jackson, una especie de renegado de ‘western’, temido igual por la policía que por las bandas criminales, un matón jorobado e intelectual autodidacta que vivía en el cementerio entre la Primera y la Segunda avenida, dominaba el latín y el griego e iba siempre con un libro de bolsillo encima (admiraba particularmente a Voltaire, pero también le inspiraron los anarquistas franceses que propugnaban la “acción directa”); o Big Tim, antiguo propietario de un famoso ‘saloon’ que dejó para engrasar un poco más la gigantesca maquinaria de redes clientelares y captación de votos para el Partido Demócrata, a cuyo servicio puso con inmejorable diligencia lo que podríamos llamar la Operación Tipo Con Pintas: “Los llevas a votar con todos sus pelos y luego los llevas al barbero para que les rasuren la barbilla. Entonces los llevas a votar con su bigote y sus patillas gruesas y largas. Luego, van al barbero de nuevo, les afeitan los lados, y votan una tercera vez únicamente con el bigote. Y si eso no es suficiente, y a la urna aún le caben más votos, les rasuramos el bigote y van con la cara despejada. Ahí tienes cuatro votos”.
Con meticuloso pulso de orfebre, Sante describe primero el paisaje (la configuración del terreno, las condiciones materiales de las viviendas, la apariencia de las calles), para sumergirse después en las oportunidades de evasión que existían en la ciudad. La nómina de vicios y entretenimientos es, literalmente, mareante e imposible de resumir: desde el ecosistema de las tabernas a los juegos de azar pasando por las drogas, la prostitución o los espectáculos teatrales al aire libre que se alimentaban de las historias de supervivencia y violencia que se sucedían en las mismas calles donde se representaban… En todas estas actividades jugaron su papel la policía de la ciudad, cuya historia no es exactamente ilustre; la política, «una variedad del vicio a medio camino entre el juego y la prostitución«; y las numerosísimas bandas, las famosas ‘gangs of New York’, cuya historia puede estudiarse de forma exactamente paralela al éxito del «experimento capitalista» en la ciudad. Finaliza Sante el recorrido recordando a los débiles entre los débiles, como los niños y huérfanos, o a los bohemios, para él héroes invisibles por su ambición -fracasada, obviamente- de «alinear el mapa de la ciudad real con el que tenían en su cabeza«.
El libro reclama, eso sí, una lectura reposada, morosa, que permita procesar el enorme volumen de detalles, nombres, fechas, ramificaciones e hilos de los que tirar que abundan en cada página. Sin duda por esta densidad de información la prosa de Sante, elegante, aguda y rica en fogonazos de esa inexplicable belleza que brota de la precisión y que asociamos a la poesía, adopta en este libro un registro mucho más descriptivo, un gesto de humildad y de honestidad, al fin y al cabo, con respecto a la ambiciosa historia que quiso contar. A la postre, incluso este único pero acaba por atenuarse al llegar el hermosísimo último capítulo, donde oímos ya la voz de Sante en todo su esplendor, liberada del corsé de los hechos fácticos. En esas pocas páginas dedicadas a la noche, que «es gloriosa y es vecina de la muerte«, que es «el almacén de los asuntos pendientes de Nueva York» y que «es cuando las personas se meten en problemas, captan el horror, abrazan una religión«, condensa toda la poética que sutilmente recorre el libro, y de paso nos lanza uno de esos guiños cómplices que sólo pueden dejarnos con ganas de más.
Bajos fondos. Una mitología de Nueva York (Libros del K.O., 2016), de Luc Sante | 527 páginas | 23,90 € | Traducción de Pablo Duarte