JUAN CARLOS SIERRA | Aquello de que cualquier tiempo pasado fue mejor es un tópico, incluso literario, que fluye con agilidad entre la memoria y la nostalgia de gran parte de quienes ya pueden contar su historia particular en décadas. Esta manera de pensar, vivir, sentir y relatar el pasado se aviene muy bien con cierta sensación de decadencia, de fracaso, de fin de ciclo o fin del mundo, dependiendo del grado de pesimismo que se maneje. Particularmente nunca he sido partidario de esta corriente seudoapocalíptica y mitificadora -o viceversa-, aunque en ocasiones la realidad empuje con determinación a dejarse atrapar por sus garras argumentales o aparezca un libro como 21 odas de invierno de David Pujante (Cartagena, 1953) que pueda hacer tambalear mis particulares principios respecto al pasado y al presente.
Este último poemario del autor cartagenero se asoma elegíacamente al retrovisor del tiempo ido, tanto el personal como el histórico, desde la toma de conciencia de una vida que va tocando a su fin, como se puede leer en el poema central titulado «Zhuang Zi hace balance» -página 39-. Llegado a este punto de la existencia y de su producción poética, David Pujante propone a los lectores que quieran acercarse a su libro un recorrido por una manera particular y trascendente a la vez de vivir en clave de fracaso el paso del tiempo y su aterrizaje en el presente; una aproximación que incluso a negacionistas de la nostalgia como yo puede aportar argumentos para cambiar, aunque sea por un rato, de opinión.
Porque no le falta razón al autor cuando, a la manera de Luis Antonio de Villena, apuesta en sus versos por una estética y una ética del fracaso, especialmente en aquellos poemas en los que reivindica en un intento de hacer justicia poética a figuras maltratadas por la historia, es decir, arrinconadas o directamente sepultadas por las pesadas losas del olvido, como pueden ser los casos del filósofo griego Peregrino ‘Proteo’ en «La verdad hija del tiempo» -página 15-, de Páladas, poeta perteneciente a la Antología Palatina, en el poema «El último heleno» -página 61-, o de Federigo de Urbino en «La renuncia del duque de Urbino» -página 27-, cuyo verso final resulta muy ilustrativo de lo que venimos tratando: «De ignoradas renuncias se hace el mundo moderno». Frente al brillo, el hedonismo y la exquisitez de una cultura antigua que no tiene reparos en remontarse incluso a la antigua Grecia, el mundo moderno al que hace referencia Pujante en el verso citado peca de vulgaridad, chabacanería, banalidad y estulticia.
Pero no solo existe la pérdida y la degradación en el ámbito cultural e histórico. También, y de forma muy destacada, se aborda dicho quebranto desde una perspectiva personal, individual, pero paralelamente universal, ya que estamos hablando de algo que a todos nos llega, nos iguala, pero de lo que no todo el mundo toma conciencia al mismo tiempo y de la misma manera. Para esto sirve, por cierto, la poesía en general y, en concreto, la contenida en estas 21 odas de invierno. La merma física en lo relativo al vigor sexual es evidente y se conjuga directamente con uno de los leit motivs del libro, el deseo. De hecho, el poemario comienza resaltando precisamente este aspecto en los versos de «Los dones de la noche» -página 9-, continúa en el segundo poema «El tema de Gabriel (julio de 2020)» -página 13-, se diluye un poco, reaparece en «Meditación del tiempo» -página 25- y vuelve a resurgir con fuerza y de forma más que explícita en «El Deseo» -página 47-. El deseo en David Pujante lucha a contracorriente, se rebela, mantiene cierta tensión y esperanza, pero no puede obviar ni esquivar aquello que dejó escrito Jaime Gil de Biedma en los últimos versos de su poema «No volveré a ser joven», y que tantas veces se ha citado; aquello de que «…envejecer, morir,/ son los únicos argumentos de la obra». La perspectiva de David Pujante en su poema «Meditación del tiempo» es quizá un poco más cruda: «Alimenta tu ser para la muerte». En el poema citado anteriormente, «El Deseo», añade Pujante una variante novedosa, la ligazón que une al deseo, al tiempo ido de la juventud y a la amistad. Ese cóctel ideal del pasado con su aderezo principal, el deseo, parece que es uno de los pocos clavos ardiendo a los que poder agarrarse desde la memoria en este tiempo gris y decrépito. En este sentido, quizá podríamos incluir otra tabla de salvación más ante el fracaso del paso del tiempo: la contemplación y la remembranza de la belleza en, por ejemplo, «Evocación, otoño 2020» -página 35- con un verso final que cierra perfectamente el conjunto: «En el recuerdo aún hay corrientes de agua que dan vida».
Evidentemente el tono elegíaco, que se detecta desde el mismo título del libro con sus alusiones al canto y al invierno, le da cuerpo y coherencia al conjunto del poemario de David Pujante. No obstante, el discurso mantenido en 21 odas de invierno no es tan plano como para no destacar los matices que ayudan a desmitificar el tiempo pasado, como puede suceder en el poema que trata de la infancia -«La casa»; página 23- donde se abordan los pliegues y relieves de la educación recibida: el exceso de amor y de protección se contagian, pero también pueden cultivar el egoísmo. En cualquier caso, más allá de estos detalles, el canto elegíaco, la oda al tiempo irrecuperable y extrañado, articula en vaivén, en oleaje, al conjunto del poemario; es decir, los asuntos relacionados con la savia profunda que circula por las páginas de 21 odas de invierno aparecen y desaparecen, se alternan aquí y allá, renuncian a juntarse en secciones temáticas fijas, en consonancia con el fluir o la repetición caprichosa de la nostalgia y de la memoria.
Ese ir y venir, ese aparente desorden desemboca en un poema final que cierra perfectamente el libro. En él Pujante concluye que el camino, tanto en la vida como en el arte -en su arte, la poesía-, está hecho, que ya solo queda aspirar sin dramatismos pero con su pizquita de desgarro a una suerte de renuncia. Nos referimos en concreto al poema titulado «Las rosas del silencio. (Huyendo de las redes sociales)», cuya última estrofa dice así: «Yo ya he cumplido. Y ahora/ vengan otros, los nuevos,/ a descubrir su orbe, virgen, de la poesía,/ que lo llenen con sus predilecciones/ y con todos sus gozos./ Ya me duermo».
También habría cumplido yo con esta reseña y debería dejarlo aquí, pero no sería justo hacerlo así, ya que quedaría relegado al silencio un asunto que me parece central en estas 21 odas de invierno. Me refiero a las maneras poéticas de David Pujante, a su forma de tratar la lengua y el verso. Más allá de cierto clasicismo disimulado aquí y allá, como se evidencia en el soneto «En la temprana muerte de Luis Carrillo y Sotomayor, cuatralbo de las galeras de España y primer poeta cultista», el verso del poeta cartagenero es denso y ligero a la vez, un equilibrio que muy pocos son capaces de alcanzar. Quiero decir con esto que, parafraseando uno de sus poemas, su verso es vino espeso que se sirve en copas de bronce. David Pujante no renuncia a la condensación semántica, pero no por ello se pierde en cripticismos ni hermetismos; puede, además, que su poesía no esté hecha de filigranas de oro y diamantes, pero no por estar construida por un material menos noble brilla menos y llega menos al lector.
Reseña publicada previamente en la revista de poesía Paraíso
21 odas de invierno (Editorial Milenio, 2023) | David Pujante | 78 páginas | 12 euros