El doctor Centeno
Benito Pérez Galdós
Alianza, 2012
ISBN: 978-84-206-7364-6
448 páginas
12,50 €
Coradino Vega
En 1881, con la publicación de La desheredada, Galdós dio un salto al alcance de muy pocos. De un lado, dejó atrás la ubicación abstracta de sus novelas de tesis, en las que el propósito ideológico quedaba demasiado a la vista, para adentrarse en el ciclo de las novelas contemporáneas, ambientadas en su práctica totalidad en el Madrid en que eran escritas o en un pasado formativo que nunca iba más allá de los años sesenta del siglo XIX. Pero, de otro, inauguró uno de esos periodos de creatividad intensa y prolífera que parecen darse sólo en algunos de los artistas más grandes (el Faulkner que va de El ruido y la furia a ¡Absalón, Absalón!, el Verdi de 1850-1853, el Philip Roth de los noventa), y que en el caso sorprendente de Galdós se extendió hasta la publicación de Misericordia en 1897. A más de una novela por año, es comprensible que los picos fueran notorios, aunque no tanto como pudiera pensarse. Al lado de Fortunata y Jacinta —que vendría a ser el Everest no sólo de su producción, sino una de las cimas más altas de la literatura por mucho que su reconocimiento, como les ocurre también a Los Maia o La Regenta, nunca haya sido parejo al de las mayores novelas europeas de su tiempo—, o de las dos con las que comparte trilogía (Tormento y La de Bringas), hay quien considera El doctor Centeno una obra inferior por la dispersión de su trama argumental y su estructura deslavazada. Y sin embargo, al no dejar en ningún momento de ser puramente Galdós, se trata de una novela con unas virtudes enormes que la moda actual, tan parecida a otras que fueron y se extinguieron y volvieron a aparecer con distinta forma y espíritu idéntico en sus —por decirlo con palabras de Francisco Ayala— “convicciones teóricas y fiebre renovadora”, mira de nuevo por encima del hombro.
Pero, como bien ha revelado Rafael Chirbes, la crítica desdeñosa hacia Galdós tiene menos que ver con su supuesto estilo rasante, torpe o meramente “informativo”, que con la elección de un punto de vista. La repetición de un tópico casi nunca garantiza su verdad. La calculada indiferencia por Galdós oculta descaradamente el desconocimiento de su obra. Parece que, todavía hoy, el más terrible calificativo que se le pueda dar a un novelista es que cultive, peor aún que un «realismo decimonónico», un realismo «galdosiano». La juguetería literaria, los quejumbrosos lamentos del yo, las adulaciones de la prosa benetiana, los aficionados al postestructuralismo francés, la fascinación por el mal como destilería de inteligencia o la literatura de la forma aderezada con un poco de angustia inocua, jamás reconocerán que la línea que parte de La Celestina y de la picaresca y de Cervantes y que comprimió mejor que nadie Galdós, al condensarla con el naturalismo de Zola y la vitalidad dickensiana, más que en una corriente estética consiste en una forma de mirar el mundo: en un posicionamiento que busca contar, mediante la ficción, la verdad de lo que pasa; en una respuesta al lugar y el tiempo presentes; en una poderosa reflexión sobre la historia que, además de recuperar el pasado como aviso de navegantes, devuelve a la novela el rumor de la calle. Luis Cernuda, que supo ver antes que nadie la discreción de Galdós a la hora de situarse en los otros en lugar de en su propio ombligo, acertó en el núcleo de su narrativa cuando, en la parte que le dedicó de su díptico más conocido, habló del “escondido drama de un vivir cotidiano: / La plácida existencia real y, bajo ella, / El humano tormento, la paradoja de estar vivo”. La literatura del desapego, del apocalipsis o la distopía no pone precisamente el foco de atención en la coincidencia de los seísmos públicos con los privados, en los sentimientos de la gente común, en la escritura como medio de conmover en vez de epatar artificiosamente. Todo es una cuestión de punto de vista. Para Galdós el estilo es el instrumento que capta y desarrolla el tema, el disolvente de la retórica desde el momento en que se pone al servicio de lo que cuenta, en que busca hacerse invisible, en que aspira a la versatilidad de contener todos los estilos posibles. No puede hablarse de una variedad de estrategias más completa y compleja que la que muestran sus novelas contemporáneas: estilo indirecto libre, diálogos dramatizados, monólogo interior, personajes que se dirigen a la voz que los narra, enfoque variable, parodias de todos los lenguajes (desde el folletinesco romanticón hasta el envarado discurso político, desde el registro más vulgar hasta la impostura gramatical de los nuevos ricos, desde la burla consciente de los arcaísmos hasta la terminología incipiente del positivismo). Quien cuenta su época halla a su vez la forma más idónea de contarla y, a partir de La desheredada, Galdós desplegó el amplio abanico de una comedia humana que contendría, como resume Chirbes en Por cuenta propia, vigorosos diagnósticos de un país en el que reina la apariencia, un retablo de las maravillas en el que el dinero convierte en aristócratas a carniceros y prestamistas, señoras de la alta sociedad que se prostituyen por una entrada de teatro y un lazo de seda francesa para su vestido, políticos más preocupados por sus negocios que por el bien común, maestros que enseñan la mentira, cesantes que se suicidan en su desesperada honradez o literatos que revolotean entre los escotes de las aristócratas, atentos a las buenas maneras, y que usan las piruetas de la lengua para tapar la desoladora verdad de su tiempo.
A ese contexto pertenece El doctor Centeno, novela en la que aparecen —como en la obra de Balzac— algunos de los personajes más recurrentes de Galdós: el pobre Alejandro Miquis, estudiante manirroto de Derecho sorbido por el teatro y que es el hermano del parlanchín Augusto Miquis que cortejaba a Isidora Rufete en La desheredada; el inolvidable José Ido del Sagrario; las hermanas Amparo y Refugio que protagonizarán Tormento; el usurero Torquemada; Felipe Centeno; el capellán vehemente y atribulado Pedro Polo que tanto tiene en común con el Fermín de Pas de La Regenta. A ellos se unen la estrambótica tía Isabel, don Florencio Morales y Temprado, el entrañable Jesús Delgado (tan tragicómico como Herzog en su afán de escribirse cartas) o el astrónomo católico y dramaturgo que agrandan la tremenda galería de gente de carne y hueso que puede que sea la máxima virtud de Galdós. Porque hay muy pocos escritores que sepan dotar de vida a sus criaturas como lo hace él. En esta novela, a pesar de su inicio titubeante y disuasorio de detectores de costumbrismo, el devenir de los personajes acaba comiéndose sus propias imperfecciones y, una vez más, su viveza, el bullir de la calle que se cuela dentro, su variedad apacible y la feliz libertad con que está escrita acaban arrastrando al lector hasta sus últimas páginas. Galdós se muestra aquí más cervantino que nunca: en la relación entre Miquis y Centeno que en tanto se parece a la de don Quijote y Sancho, pero también en la ironía, en la denuncia de la burla cruel contra el débil, en la lucidez de la locura, en sus descripciones ácidas y cómicas, en su prosa zumbona y risueña, amable y pesimista, hiperbólicamente mordaz, o en las escenas desternillantes como la autopsia del gato y en la mofa de todo, principalmente de la estupidez de los seres humanos. Como dijo Blanco Aguinaga, Galdós comenzó siendo un escritor burgués que con el tiempo dejaría de retratar a su clase social para escribir contra ella. Porque, en efecto, en El doctor Centeno está también ese aire de ocasión perdida que recorre las mejores novelas de Galdós, ese ataque a la fatua burguesía que condena a la sociedad con su hipocresía cicatera y supersticiosa, ese empeño ilustrado y anticlerical por la ciencia y la educación, por regenerar un país que “de mil modos reclama higiene, escuelas, gimnasia, aire”.
No ha habido novelista español que haya sabido observar mejor la realidad que Galdós, mirar hacia fuera, integrarlo todo: escribir una obra tan completa y vivificante. Quienes consideren El doctor Centeno un libro menor sólo podrán hacerlo en el sentido relativo y algo antipático que explicó tan bien aquí Sara Mesa (la única escritora de su quinta, por cierto, a la que he oído hablar bien de Galdós). A mí no me cabe duda: junto a Cervantes, es el novelista español más grande de todos los tiempos. Y precisamente lo es porque, como dice Ido del Sagrario al final de esta novela, nos cuenta “las cosas comunes que están pasando todos los días y que no tienen el gustoso saborete que es propio de las inventadas, extraídas de la imaginación”. O lo que es lo mismo: porque habla de la “horrible verdad” de lo que sigue sucediendo ante nuestros ojos.
Vega, siempre tan agudo. No entiendo por qué las críticas a los libros de tipos muertos suscitan tan pocos debates en este blog. Cuando aparece alguna crítica sobre jóvenes artistas, el personal se inflama, pero cuando es un difunto tan poco atractivo como don Benito, el mundo calla. Alicante le espera con las horchaterías abiertas 24 horas para usted, amado Coradino.